jueves, 12 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 33

 –En realidad, Pedro, creo que no hay nada más que hablar. 


-¿No?


–Acabo de decidir que sólo hay una manera de saber lo que quiero saber. Sin palabras. Sin el pasado complicándolo todo.


Paula dió un paso hacia él. Pedro sabía lo que le esperaba y sabía lo que debería hacer. Tenía que rechazarla. Pero su corazón no pensaba lo mismo. ¿De verdad abrió los brazos para ella? Desde luego, estaba entre sus brazos de repente. El albornoz se había abierto y sintió el roce de su pelo sobre su torso desnudo… y las pocas fuerzas que le quedaban desaparecieron por completo. Su plan se esfumó cuando la tuvo entre sus brazos. Nada le había parecido tan emocionante como aquel momento. «Quiero vivir este momento», se dijo a sí mismo. «Aunque sólo dure un minuto, quiero vivirlo». Pero también quería sus besos. Quería volver a besarla y estaba tan cerca, tan disponible. Se rindió al poder que Paula ejercía sobre él. Aceptó lo que le ofrecía. Aceptó la ternura de sus labios, la suavidad de su cuello, la dulzura de sus párpados cerrados. La besaba con el apetito de un hombre que había esperado toda su vida para saborear aquello. Sus curvas, generosas y femeninas, se apretaban contra su cuerpo. No llevaba absolutamente nada debajo del pijama y la sensación de estar tan cerca de su piel borró todo lo demás.


–Ah, Pedro…


En ese momento, Pedro se olvidó de todo y se entregó a ella por completo. Su mano, suave, tierna, encontró el cinturón del albornoz y empezó a acariciar su estómago, a explorar su torso, a torturar sus pezones, robándole el aliento.


–Yo no necesito un perro –dijo en voz baja.


Eso era absolutamente evidente.


–Pedro, te necesito a tí.


El roce de su piel bajo los dedos la hacía sentir deliciosa, maravillosamente atrevida. Paula sabía que estaba comportándose de una forma casi lasciva, pero había querido una respuesta sobre lo que Pedro sentía por ella y la respuesta estaba entre sus brazos. Allí, a las tantas de la mañana, con un cachorro dormido en una esquina, empezó a temblar de emoción. De verdadera emoción por estar con un hombre… por primera vez en su vida. Ella era una mujer apasionada, sensual. Una mujer de verdad con necesidades, deseos y debilidades. Se dió permiso para ser todo eso, para disfrutar de los labios de Pedro y de los duros planos del cuerpo masculino apretado contra el suyo. El verde de sus ojos se había oscurecido hasta adquirir un tono que no había visto nunca. Y sus labios se volvieron menos tiernos y más exigentes. Había cierta fiereza en su forma de besarla y algo en ella despertó con la misma pasión.


–Paula, ¿Estás segura?


–Sí, lo estoy.


Pedro tomó su mano entonces para llevarla al dormitorio, un cuarto espacioso y limpio. La enorme cama perfectamente hecha, con sábanas blancas y un edredón de plumas, resultaba más que invitadora. Era una tentación irresistible. Se quitó el albornoz. Iba desnudo de cintura para arriba, con el pantalón del pijama colgando sobre sus delgadas caderas. Paula  se quedó sin respiración.  Había olvidado la belleza física de un hombre. La luz de la luna entraba por la ventana mientras él se acercaba, pero ella levantó una mano. Todavía no. Quería mirarlo unos segundos más. Admiró sus anchos hombros, la perfecta escultura de su torso. Vió los poderosos rasgos de su cara y el brillo que había en sus ojos. Era como un sueño. O un cuadro. Pedro tiró de ella para besarla en el cuello mientras metía la mano por debajo del pijama para acariciar sus pechos, y Paula supo que había llegado el momento, que ya no habría marcha atrás… Y entonces sonó el teléfono.


–No hagas caso –dijo él, en voz baja–. Nunca se puede esperar nada bueno de una llamada a estas horas.


Pero Paula se apartó. El sonido del teléfono la hizo recordar que tenía una hija a miles de kilómetros de allí. Que podía haberle pasado algo. Que quizá habían intentado localizarla en su casa y, al comprobar que no estaba, llamaron a su padrino…


–Pedro, contesta, por favor. Podría ser Valentina. 

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