martes, 24 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 44

 Paula soltó una carcajada.


–Quién me lo iba a decir.


Quién se lo iba a decir, sí. ¿Quién iba a decirle que disfrutaría de una cena de Acción de Gracias rodeada de… su familia? Pedro, su hija, una niña pequeña, un perro, un amigo de la familia, Fernanda, una anciana metomentodo… Pero eso era lo que había deseado siempre. Risas y amor y aceptación de la vida y de sus calamidades. El pasado, el presente y el futuro juntos en aquella casa increíble. Entonces vió a Valentina tirando a Sofía por el aire. La niña reía tanto que le salían lagrimitas de los ojos. Sí, había soñado con un momento exactamente como aquél. Era un milagro. Sin planearlo, sin manipular nada, había conseguido el momento perfecto. Lo que más deseaba en el mundo había llegado sin que lo esperase, por la puerta de atrás. Lo que había creído que la destruiría para siempre, la infidelidad de su marido, le había regalado la vida con la que siempre había soñado. Una vida que incluía a Pedro. Paula miró a aquel hombre valiente y honesto y se levantó del balancín para sentarse sobre sus rodillas. Sin decir nada, alargó la mano y le aplastó el mechón rebelde con los dedos. Ese gesto tan sencillo le pareció tan personal, tan sorprendentemente íntimo, tan increíblemente perfecto que, de repente, sus ojos se llenaron de lágrimas. Y lloró por fin con toda su alma. Lloró hasta empaparle la camisa. Y él no le pidió que parase. No dijo nada. Sencillamente, esperó. Esperó como siempre había esperado. Como si hubiera sabido siempre, incluso cuando ni ella misma lo sabía, quién era en realidad. Había encontrado la pieza perdida del rompecabezas. De corazón, mirando a aquellas dos preciosas niñas, hizo lo que creía imposible: perdonó a Antonio. Y se perdonó a sí misma. Y sólo dejó de llorar cuando oyó el gemido del perro.


–Será tonto –dijo, entre risas y lágrimas–. Tiene celos.


–Ya he decidido cómo voy a llamarlo –sonrió Pedro.


–¿Ah, sí?


–Voy a llamarlo Fénix.


–Fénix –repitió Paula, intentando apartar las patas del perrito, que se había subido a las piernas de Pedro.


–Fénix, como la criatura mítica que renació de sus cenizas. Un símbolo de esperanza.


–Fénix es un nombre ridículo para un perro.


Pero el perro, como si hubiera reconocido ese nombre, lanzó un alegre ladrido.


–Si han terminado de decirse cositas al oído –oyeron entonces la voz de Diana–, podríamos tomar el postre.


Paula no pudo dejar de notar cómo había cambiado su cara desde la primera vez que la vió. Incluso parecía más joven. Diana necesitaba lo que necesitaba todo el mundo: un sitio que fuera suyo, gente que la quisiera y la aceptase. Ese sitio había sido siempre la familia, pero… ¿Qué significaba esa palabra? Quizá una cosa distinta para cada persona. Había familias tradicionales, ex esposos, ex esposas, familias formadas por amigos, por gente que se había encontrado a lo largo de la vida y se quería de corazón. Y eso era lo único importante. 


Mucho después, cuando ya había anochecido, Pedro y Paula se quedaron solos. Jason había llevado a Fernanda y Sofía a su casa, Valentina había llevado a Diana a la residencia, en el coche de su madre, y luego dijo que iba a salir con un amigo.


–Espero que no sea el que toca los bongos –suspiró Paula.


–Mujer, seguro que hay cosas peores.


–¿Por ejemplo?


–Ladrones de caballos. Propietarios de fumaderos de opio. Asesinos múltiples.


Paula le dió un golpe en el brazo, pero él sujetó su mano para darle un beso en los nudillos.


–Aún no he probado esa bañera.


–¿No?


–No.


–¿Eso es una invitación? –sonrió Paula.


–Desde luego. Quiero compartir esa bañera contigo… y esta casa. A mi perro. A Diana. Toda mi vida.


Paula tragó saliva. Era el momento. El momento de su vida.


–Muy bien. ¿No deberíamos empezar por la bañera?


–No tienes vergüenza.


Ella soltó una alegre carcajada. La alegría llegaba hasta sus ojos, que brillaban como nunca.


–Estaría bien pero no, no quiero empezar por la bañera –dijo Pedro entonces– . Quiero que empiece por la boda.


Paula asintió con la cabeza. Se recordaba a sí misma tumbada sobre la hierba, poco tiempo atrás, un siglo atrás, intentando descifrar el mensaje de aquella extraña garza real. Había sabido esa mañana que la estaba invitando a seguirla en su vuelo. Su alma había reconocido esa invitación. Para que esperase más de sí misma, para vivir con valentía, para aceptar cada regalo del universo, para bailar con libertad. Pero también había pensado que era su turno de pedir un deseo, de perseguir un sueño y tocarlo con los dedos. Y estaba equivocada. Era su turno de vivir un sueño. 






FIN

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