–¿Recién casados? –preguntó el joven.
Paula se puso colorada.
–No, socios –contestó Pedro, sacando una tarjeta del bolsillo, una táctica de distracción para que el chico no mirase las piernas de Paula, que se había inclinado para ponerse los zapatos.
–Este modelo viene en tamaño extragrande –les explicó el joven–. Por cierto, me llamo Leonardo –añadió, mirando descaradamente a Paula.
–¿Mucho más grande? –preguntó ella.
–Voy a buscar la información. Enseguida vuelvo.
Mientras se alejaba, Pedro se puso los zapatos y Paula se dió una vuelta para ver otras bañeras.
–Demasiado moderno –murmuró, señalando un jacuzzi–. No va con la casa.
Pedro dió las gracias al cielo porque no había intentado meterse en él… aunque era más que evidente que cabrían dos personas. Afortunadamente, Leonardo volvió con la información antes de que Paula siguiera explorando. Después de encargar la bañera, el lavabo, el calentador de toallas, los grifos y todo lo demás, Pedro le dijo que lo pusiera todo en la cuenta de Chaves- Alfonso, pero el joven empleado encontró la manera de darle su tarjeta a Paula.
–Ha sido un detalle –sonrió ella, mientras salían de la tienda con una bolsa llena de toallas de baño, regalo de la casa.
Pedro intentó recordar si a él le habían regalado algo en alguna ocasión. No, estaba seguro de que no.
–¡Mira, ha escrito su número privado en el dorso de la tarjeta… por si tengo que llamarlo fuera de horas de trabajo!
–Sí, menudo detalle –murmuró él, irritado.
Evidentemente, Paula no se había dado cuenta de que el tipo prácticamente la estaba invitando a probar bañeras con él. No, ni idea. De modo que la educación de Paula Chaves sobre los métodos de conquista en la vida moderna dependía de él. ¿Por dónde empezaba un hombre una vez aceptada esa responsabilidad? No podía darle una charla sobre sexo. Tendría que darle pistas de lo que él había aprendido saliendo por ahí… y lo que había visto en televisión. Tendría que ser el epítome de la discreción y la sutileza. Tendría que hacerle saber lo que pensaban los hombres cuando estaban frente a una mujer guapa. Y sólo pensaban en una cosa.
–¿Te encuentras bien, Pedro?
–Sí, estupendamente.
–No me importaría ir a mirar suelos, pero eso puedo hacerlo sola.
¿Hacerlo sola? Sí, seguro. A saber qué clase de pruebas querría hacer con los suelos. A saber a quién se iba a encontrar en la tienda. ¡Había una versión de Marcos y otra del empleado de Serenidad en cada esquina! Y Pedro no podía decirle que todos querían lo mismo: besarla y meterse en una bañera con ella. Como él. Pero estaba siendo ridículo, pensó. Más que ridículo. Se había perdido dos reuniones aquella mañana… ¡y Pedro Alfonso nunca faltaba a una reunión! Aquello se le estaba escapando de las manos.
–Puedo ir a ver suelos contigo. No hay problema –se encontró diciendo, en cambio.
–Genial.
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