–Porque la masa ya estaba hecha.
–Los pavos también están hechos. Sólo hay que rellenarlos y meterlos en el horno. Además, no voy a hacerlo yo, va a hacerlo Diana.
–¿Diana? –repitió ella, incrédula.
–Sí, en fin, Diama viene con la casa.
–Ah, entonces me encantaría ir a cenar.
–Hay algo más que deberías saber –dijo Pedro entonces, como si no tuviera importancia, como si no estuviera a punto de soltar una bomba–. He invitado a Fernanda y a Sofía.
Paula tragó saliva.
–Valu quiere conocerla –siguió él–. Y me ha parecido una buena idea. Además, las fiestas son muy duras para Fernanda. No tiene a nadie en el mundo más que a esa niña.
Paula asintió con la cabeza.
–Muy bien.
Por un momento, antes de que apartase la mirada, Pedro vió confianza en sus ojos y esperó merecerla.
–Diana ha dicho que debemos estar todos allí a las tres.
Paula se miró al espejo. Quizá se había pasado. Había ido por la mañana a la peluquería para darse reflejos y el conjunto era nuevo, pero más o menos lo que la antigua Linda habría llevado: un jersey de cachemir, pantalones de color marrón y un collar de perlas. Tenía un aspecto refinado e intocable.
–Perfecto –dijo en voz alta.
No quería que la hermana de esa chica viera lo vulnerable que se sentía. «Paula, tú no querías saber la verdad sobre Antonio». Esa frase otra vez. Esa frase que la perseguía día y noche. Aunque quizá era cierto. Quizá no había querido ver la realidad de Antonio. ¿Por qué no se había enfrentado con él cuando no iba a casa a dormir? ¿Por qué no le había pedido nunca explicaciones? Quizá se resignó desde el primer momento. Quizá siempre había sabido que nunca podría amarla y se conformó con el amor de su hija. Si quería seguir adelante de verdad, disfrutar de la vida, debía ser sincera consigo misma, pensó. Y ella no quería ser la mujer perfecta, además. Esa mujer que veía reflejada en el espejo no era ella. De modo que se quitó el conjunto y las perlas y se puso unos vaqueros que Valentina la había convencido para que comprase. Luego sacó del armario un jersey de rayas y un pañuelo de colores. Nada de joyas. Ésa era ella. Se encontró con Valentina en el pasillo y su hija sonrió al verla.
–Qué guapa estás, mamá.
Paula miró a su hija, preguntándose cómo una niña podía crecer tan rápido. La universidad la había cambiado. Su hija era una jovencita, no una niña… y, quizá, invitar a Marcos a cenar había sido una equivocación. Pero no lo fue. Marcos, que había llegado antes que ellas y las esperaba en la puerta de la casa O’Brian, sonrió a Valentina como si la conociera de toda la vida.
–A Paula la llamo «mamá», así que supongo que tú eres mi hermana –dijo, abrazándola.
Cuando entraron en la cocina, Pedro estaba discutiendo con Diana, lo que no resultaba raro, sobre cuánto tiempo tenía que estar el pavo en el horno. Al verlo allí, con un delantal, aceptando la presencia de la anciana en su casa y, quizá, un gesto de amor hacia ella, Paula se dió cuenta de algo: lo había perdonado. Lo había perdonado por no contarle la verdad sobre Antonio. Pedro era un hombre maravilloso, absolutamente maravilloso. Lo miraba como si no lo hubiera visto antes. Como ella, iba en vaqueros y estaba guapísimo. El mechón rebelde tieso como un palo.
–¡Mamá, esta casa es increíble! –exclamó Valentina cuando le enseñó el piso de arriba–. ¿Tú has hecho todo esto?
–Bueno, lo hemos hecho entre Marcos y yo.
–Tienes que decirme cómo. Yo no tenía ni idea…
«Nadie tenía ni idea, hija. Ni siquiera yo sabía quién era», pensó Paula.
–No sabes lo orgullosa que estoy de tí, mamá. ¡Tienes un talento asombroso! Esta casa es… genial. ¡Qué suerte tiene el tío Pedro! ¡Pero si es un palacio!
Cuando volvieron a la cocina, Pedro las esperaba con un martini en la mano y Marcos bromeaba con Valentina como si la conociera desde siempre. Pero entonces sonó el timbre; el momento que Paula había temido.
–Son ellas –dijo Valentina.
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