martes, 17 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 39

Pedro sonrió.


–No, es verdad. Y no he comprado la casa por el perro –dijo entonces, acercándose. Paula no se atrevía a hablar–. Creo que la he comprado porque por primera vez en mucho, mucho tiempo quiero creer en el futuro. Quiero creer en un futuro para tí y para mí.


–Oh, Pedro.


Una semana antes habría llorado de alegría al oír eso.


–Sé que estás muy disgustada, pero quiero que sepas que te esperaré el tiempo que haga falta. Y no tienes que decir nada ahora. Puedo esperar, te lo aseguro. Soy un hombre paciente. 


Era lo que Paula había querido durante toda su vida. Tener alguien en quien apoyarse, alguien fuerte, alguien que despejase la soledad de su vida. Pero ahora que Pedro se lo ofrecía, no sabía qué hacer.


–Podemos ir despacio. Paso a paso.


–¿Empezando por dónde?


–Me vendría bien un poco de ayuda con la mudanza, por ejemplo. Y necesito a alguien con quien hacer galletas. Para que esta casa huela como un hogar.


Apenas conocía a Antonio cuando se casó con él y le prometió que lo querría para siempre. Esta vez podía ir despacio, se dijo Linda. De modo que puso su mano sobre la de Pedrp y él le dió un tierno beso en la mejilla.


Las semanas siguientes pasaron a toda velocidad. Pedro y Paula encontraron otra casa para reformar. No era como la casa O’Brian, sino una de los años treinta en un barrio de clase media. Ella siguió aprendiendo a montar en moto y salieron a cenar varias veces. Incluso llevaron al perro sin nombre a los mejores parques de Calgary, a Glenmore, a Sandy Beach, a Nose Hill y a Fish Creek, para que pudiese correr a placer. Paula sentía como si estuviera redescubriendo la ciudad en la que había nacido. Pedro era todo lo que una mujer podría desear. Tierno, leal, apasionado, divertido. Y, sin embargo, algo la contenía. La semana antes de Acción de Gracias, él le entregó un anillo. Ella miró la preciosa caja de terciopelo y trazó la simplicidad del diamante con un dedo. No era la clase de anillo que habría comprado Antonio. No había nada ostentoso en él. Era como el corazón de Pedro: fuerte y poco complicado. Se sentía tan honrada y tan bendecida porque un hombre así la quisiera… Su amor estaba en cada uno de sus gestos, en las notas que le dejaba en el coche y en los mensajes del contestador. Estaba en las flores que le enviaba y en los pequeños gestos de consideración que tenía para con ella cada día. Paula miró el anillo y luego a Pedro.


–No me digas que no. Piénsatelo. 


Y ella le prometió que lo haría. Pero entonces volvió a oír esas palabras otra vez, como una acusación, como una daga en su corazón: "Paula, tú no querías saber la verdad sobre Antonio". No, no podía aceptar el anillo.

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