Si era sincero consigo mismo, no le hacía mucha gracia. No quería pensar en Paula saliendo con otro hombre. El mundo era una jungla y, al final, alguno de ellos le haría daño. Entonces volvió a mirar la lista. Una cosa estaba clara: el hombre perfecto para Paula era él. Salvo por una cosa. Aún no había sido completamente sincero con ella. Y como le había dado su palabra de honor a un hombre muerto, nunca podría serlo. Pedro pensó en el secreto de Antonio, sintiendo un peso en el corazón. Había una niña por ahí. Ahora tendría casi dos años. Su tía Fernanda, la hermana de la amante de Antonio, joven y asustada, se había hecho cargo de ella. Pedro controlaba el fideicomiso que Antonio había dejado para ella y estaba en contacto con la joven, que no siempre sabía qué hacer con una niña tan pequeña. El secreto de Antonio. Y el suyo. Suspiró, enterrando la cara entre las manos. ¿Por qué pensaba en contárselo a Paula? ¿No había sufrido ya suficiente? ¿Qué conseguiría contándole la doble traición de su marido? Pero ese secreto, y su papel en él, significaba que no era el hombre perfecto para ella. Y eso lo entristecía y lo aliviaba al mismo tiempo. Se obligó a sí mismo a mirar la lista de nuevo, analizándola para ser práctico. Si no podía ayudarla a encontrar al hombre perfecto, al menos podría ayudarla a desarrollar un criterio adecuado. Pero él no podía ser ese hombre porque Paula no le perdonaría nunca que le hubiera escondido la existencia de la otra hija de Antonio. Por eso, haber pasado el día con ella había sido un error. Porque él sabía algo que Paula no sabía: que nunca podría haber nada entre ellos. Aun así, se sentía tan responsable por ella como por el secreto de Antonio. De modo que tomó el teléfono y marcó su número.
–Hola. ¿Qué tal si cenamos juntos mañana?
–Sí, claro –Paula parecía sorprendida y contenta a la vez.
Con los libros envueltos en papel de regalo, Pedro se sentó a cenar con Paula al día siguiente. Pero el momento perfecto para sacar los libros del capó del coche no parecía llegar nunca. De modo que pasó por la casa O’Brian al día siguiente. Y allí estaba ella, con el pelo cubierto de polvo. Era una especie de visión de lo que sería dentro de treinta años. Sería tan guapa con el pelo blanco como lo era en aquel momento. Y él terminó hablando de la casa en lugar de darle los libros. Bajo la supervisión de Paula, la casa empezaba a parecer una auténtica mansión. Sus ideas sobre el color y los materiales la estaban transformando por completo. Incluso Diana, que estaba allí para ayudar a elegir los azulejos de la cocina, le sonrió. Y Pedro decidió invitarlas a comer. Se juró a sí mismo que le daría los manuales para encontrar al hombre perfecto la próxima vez que la viera. Pero entonces le invitaron a ver una casa que acababa de ser renovada. ¿A quién le gustaría eso más que a Paula? La recogió en la casa O’Brian y fueron paseando por las agradables calles del viejo barrio. Las hojas empezaban a volverse rojas y doradas y crujían bajos sus pies. La casa en venta era de un competidor con el que Pedro mantenía una buena relación y estuvieron haciendo comparaciones y buscando ideas. Luego le presentó a su competidor, Ramiro Jurrassi, un hombre al que apreciaba y respetaba.
Ramiro lo llamó por la noche.
–¿Hay algo entre la mujer con la que fuiste a la inauguración y tú? ¿Has dicho que era la directora de uno de tus proyectos?
–Y la viuda de Antonio.
–Ah.
Un «ah» cargado de significado. Todo el mundo se había enterado de lo de Antonio.
–Mira, no sé si te importará que la llame un día de éstos.
–¿Como qué, como directora de algún proyecto?
Ramiro rió, incomodo.
–No, algo de naturaleza más personal.
Pedro se quedó callado. ¿No era eso lo que quería para Paula? ¿Un hombre respetable, con dinero, maduro? Un hombre que era, en su opinión, absolutamente honorable. Ramiro era viudo también y un buen padre para sus hijos.
–No está preparada –se oyó decir a sí mismo–. La muerte de Antonio aún está muy reciente.
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