jueves, 12 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 36

 Cuando por fin logró localizarla en el móvil, no sonaba como si hubiera estado llorando. Todo lo contrario.


–Hola, Paula, soy yo. Mira, sobre lo de anoche…


–Ah, hola, Pedro. Espera… me estoy quedando sin cobertura –la línea se cortó.


Pedro miró el móvil, airado. Cuando entró en la oficina, todo el mundo estaba trabajando en la fiesta de inauguración. Y todos parecían tan entusiasmados como ella.


–Ha encargado el catering en Fabio’s. Imagínate –le dijo una de sus secretarias–. Se tarda un mes en conseguir mesa, pero Paula ha conseguido que hagan el catering. Y esa tienda divina de la calle 17 va a prestar los muebles para la inauguración. Sin cobrar nada.


Muy bien, Paula Chaves estaba viviendo la vida y mientras tanto, ¿Qué hacía él? Entrenar a un perro para que hiciese caca en el jardín. Además, en el refugio le habían dicho que acabaría pesando más de cincuenta kilos. Al cachorro le había dado por aullar durante la noche o cuando lo dejaba solo,encerrado en el baño, donde podía hacer menos destrozos. Pero había recibido quejas. Su encantadora vecina, la gemela maligna de Diana, iba murmurando por ahí que el pipí del perro se estaba cargando la hierba de la zona residencial… Y esa noche, cuando llegó a casa, descubrió que en su buzón había una carta de la Asociación de Vecinos protestando y diciéndole que un perro más pequeño sería aceptable, pero no el suyo. Incluso le daban una lista de razas deseables. Pedro miró la lista, burlón. ¿Un terrier, un caniche, un yorkshire? Ésos no eran perros para hombres. De modo que tiró la lista y sentó al perro sobre sus rodillas, mirando sus patas con aprobación.


–Sí, señor, tú vas a ser un perro grande y fuerte, como tiene que ser. Y no pienso cambiarte por un caniche.


El perro, aún sin nombre, lanzó un gemido de aprobación mientras Pedro acariciaba sus orejas.


–Nadie puede decirme qué clase de perro puedo o no puedo tener. Estaríamos buenos.


Se quedó dormido en el sofá, con su perro. No sabía por qué, pero no le apetecía dormir en su cama. La noche que debía encontrarse con Paula en el restaurante Eau Claire, para charlar, según le había dicho, ella lo llamó por teléfono, casi sin voz.


–Pedro, estoy agotada. He estado moviendo muebles todo el día y los de la floristería se han equivocado con el envío. Nos han mandado las flores para el funeral de una tal Berta Cuthbertson…


–Ya, te comprendo.


La comprendía, desde luego. También él estaba agotado. Del trabajo y de cargar con dos secretos. El primero, sobre la hija de Antonio. El segundo, el de su amor por ella. Quizá confesarle el secreto de Antonio no sería tan buena idea, pensó Pedro. Pero tenía que hacerlo. Y tenía que verla de inmediato o cambiaría de opinión.


–¿Puedo pasarme por tu casa? Sólo será un momento.


–Sí, claro –contestó ella. Aunque no parecía muy convencida. 


Cuando abrió la puerta, Pedro entendió por qué había conseguido muebles gratis, por que Fabio’s iba a servir el catering, por qué todo el mundo parecía entusiasmado. Por ella. Lo hacían por ella, porque era maravillosa. Con la renovación de la casa O’Brian, su propia belleza había sido restaurada. Y esperaba que lo que estaba a punto de decirle no cambiase eso en absoluto.


–Entra. ¿Quieres un café?


–No, gracias. Tengo algo que decirte.


–Muy bien –murmuró Paula, con expresión preocupada.


–La otra noche, cuando llamaron por teléfono, tú pensabas que era una novia… pero no es así.


–De verdad, Pedro, no tienes por qué contarme…


–Créeme, tengo que contártelo –la interrumpió él–. Era una chica que se llama Fernanda Addison.


Por su expresión, Paula recordaba el apellido. Pero no dijo nada. 

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