jueves, 26 de noviembre de 2020

Rivales: Capítulo 4

Por la fuerza de la costumbre, Paula se dirigió a los establos, como solía hacer cuando asistía oficialmente a aquel tipo de espectáculo, pero se dió cuenta de su error cuando se encontró con un jinete borracho en uno de los estrechos pasillos.


-No se puede pasar.


-Perdón -murmuró ella, dándose la vuelta.


-Pero puedo enseñarle los establos si quiere -dijo el borracho, tomándola del brazo.


-No, gracias.


-No hay prisa, guapa. Seguro que te gustan los jinetes -rió el hombre.


El olor a alcohol que despedía era tan fuerte que la mareaba.


-Por favor, suélteme -dijo Paula intentando aparentar tranquilidad, aunque su corazón latía acelerado.


-Me llamo Kevin. ¿Tú cómo te llamas?


-Daiana -contestó ella. Lo último que deseaba era provocar una escena y que todo el mundo descubriera quién era en realidad.


-Ven, voy a enseñarte mi caballo.


El hombre empezó a tirar de ella hacia los establos y, cuando el globo que llevaba atado a la muñeca se soltó, Paula intentó no asustarse.


-No puedo. Estoy con una persona.


El hombre miró hacia atrás.


-Pues yo no veo a nadie.


-Estoy aquí -gritó ella, como si se dirigiera a alguien.


-No hagas tonterías.


El hombre le puso una mano sobre la boca para ahogar sus gritos y Paula tuvo que reunir todo su valor para no desmayarse. Casi se le doblaron las piernas de alivio cuando vió aparecer a un hombre a la entrada del pasillo. Era el hombre con el que había hablado antes del espectáculo. Desesperada, mordió la mano del borracho y este se apartó con un gesto de dolor. 


-¡Auxilio! -gritó Paula antes de que volviera a taparle la boca.


El hombre se acercó a ellos.


-¿Qué pasa aquí?


-Parece que esta chica y yo no nos ponemos de acuerdo. No es asunto suyo.


-¿Por qué no suelta a la señorita para que pueda hablar ella misma? - dijo el estadounidense con aparente tranquilidad. 


Pero algo en él había cambiado; su lenguaje corporal decía que estaba dispuesto a obligarlo si era necesario. El borracho se dió cuenta también, pero se ir guió de forma beligerante sin soltar su presa.


-Ella está conmigo.


Pedro la miró. Aquel borracho no podía ser la persona a la que ella esperaba.


-¿Está con él?


-No lo había visto en mi vida. Solo quiero que me suelte.


De nuevo, Pedro se sintió turbado por su cara de muñeca. Tenía la piel de color melocotón y bajo el sombrero podía ver un cabello negro como la noche. No podía ver los ojos tras las gafas de sol, pero imaginaba que serían tan hermosos como el resto de su cara. ¿Qué hacía una mujer como ella en los establos de una feria? ¿No sabía que los jinetes, hombres acostumbrados a vivir la vida, se creían donjuanes en cuanto tomaban dos copas?


-Suéltela.


Era una orden y el borracho se dió cuenta. Pedro era tan alto como él y mucho más fuerte, pero aquella chica era muy guapa y el jinete parecía debatirse entre pelear por ella o dejarla ir.


Rivales: Capítulo 3

 -Te quejas de que yo me gasto dinero, pero tú vas a gastarte una fortuna en ese caballo tuyo... Caravan o como se llame.


-Carazzan -había corregido él, sabiendo que era imposible intentar explicarle a Jimena la importancia de ese caballo para su futuro. 


Desde que Daniel Jordan, el hombre que lo había tratado como a un hijo, lo había retado a una pelea para demostrarle que no era tan duro como parecía, Pedro había descubierto lo que era en realidad, un hombre al que le gustaba la tierra y la vida al aire libre más que nada en el mundo. Y siempre le agradecería que hubiera descubierto aquel potencial en él. Hasta entonces, había vivido en casas de acogida de las que lo echaban siempre por ser un niño intratable. Había sentido amargamente la muerte de Daniel y decidió entonces devolverle el amor que le había dado cuidando las tierras que este le dejó en herencia. Él le había contagiado el sueño de criar los mejores caballos del mundo y Pedro había descubierto el potencial de Carazzan en una noticia del periódico. Carazzan era un hermoso semental al que un viejo mozo de cuadra encontró conduciendo una manada por las colinas de Nuee. Y había decidido comprar aquel caballo desde que leyó la noticia. Cuando se enteró de que estaba en venta, decidió adquirirlo, pero Jimena se había llevado a París el dinero que Pedro había guardado en una cuenta especial. Como resultado, el caballo había sido comprado por un miembro de la familia real de Carramer. Quizá era una estupidez, pero él no descansaría hasta que aquel magnífico ejemplar estuviera en su rancho. Podría haber perdonado a Jimena por llevarse el dinero, pero lo que no podía perdonarle era que se hubiera ido con otro hombre y después se portara como si fuera algo normal.


-Era un antiguo novio. No tiene ninguna importancia -se había excusado ella.


Después de perder a la única persona en el mundo que se había ocupado de él, Pedro no podía soportar que su propia esposa lo traicionara y había pedido el divorcio, dejándole a Jimena una buena cuenta en el banco. Pero ella, furiosa, se dedicó a extender rumores sobre su situación financiera. Dieciocho meses después, Pedro podía reírse del asunto, pero en el momento le había hecho mucho daño. Cuando los rumores se extendieron, los bancos se negaron a darle créditos y las tierras que quería comprar para ampliar el rancho ya habían sido compradas por otros.  Había necesitado de todo su carácter para salir de aquella situación y mostrar al mundo que no solo no tenía problemas económicos, sino que estaba prosperando. Poco a poco, los bancos recuperaron la confianza en él y las cosas volvieron a la normalidad. En lo que se refería al golpe a su orgullo masculino no podía hacer nada, pero nunca le había importado lo que los demás pensaran de él. Después de su experiencia con Jimena, no pensaba volver a involucrarse con otra mujer, especialmente con la clase de mujer rica y mimada que vivía en un mundo tan diferente al suyo.  Como la mujer del globo, pensó. 


Él no era ningún experto en moda, pero Jimena lo había enseñado a reconocer la ropa de diseño. Aunque la joven del sombrero iba vestida de forma sencilla, su ropa decía a gritos que era de alta costura. ¿Qué habría detrás de esas gafas oscuras? Pedro estaba seguro de que escondía algo. Y habría dado cualquier cosa por saber qué era. Era una estupidez que siguiera pensando en ella, se dijo a sí mismo mientras entraba en la tribuna de socios. Había ido a la feria solo para ver los espectaculares caballos de Nuee, famosos en el mundo entero. Eran una mezcla de los caballos primitivos de la isla con caballos españoles. La combinación era extraordinaria y el más extraordinario de todos era Carazzan, un semental capaz de criar la raza de animales con los que soñaba. Carazzan no estaba en la feria y tampoco lo estaría su real propietaria, pero Hugh conocería a la princesa Adrienne por la noche, durante la gala benéfica. No le apetecía mucho soportar tanta pompa, pero era la única forma de convencerla de que debía venderle a Carazzan. El público empezó a aplaudir y se concentró en los jinetes que montaban a pelo sobree los hermosos caballos de la isla.



El corazón de Paula latía con fuerza mientras los jinetes realizaban su exhibición. Era algo típico, basado en los grabados encontrados en las cuevas de Nuee. Desde tiempo inmemorial, los jinetes de la isla entrenaban a sus caballos para realizar hazañas como lanzarse a caballo desde un precipicio y llegar a la playa sin soltar las crines del animal. Ella habría dado cualquier cosa por presenciar aquello. Según la leyenda, los jinetes vivían con sus caballos y, a veces, morían con ellos. La prueba de que eran los mejores del mundo estaba frente a ella. Con increíble rapidez y exactitud, los caballos y sus jinetes hacían una demostración en la arena que dejaba a los espectadores boquiabiertos y emocionados, a veces incluso obligándolos a levantarse de su asiento, con el corazón encogido. Cuando terminó el espectáculo, se sentía tan cansada como si ella misma hubiera estado montando. 

Rivales: Capítulo 2

Paula lo miró, incómoda. Llevaba una chaqueta marrón y camisa sin corbata. Era tan alto como sus hermanos y, a pesar de que ella no era bajita, tuvo que levantar la mirada para ver su cara. El desconocido tenía unos preciosos ojos azules con puntitos dorados. Aunque iba vestido como un hombre de negocios, su bronceado sugería que pasaba mucho tiempo al aire libre. Sus facciones eran duras, pero muy atractivas. Tenía acento estadounidense y se preguntó que lo habría llevado a la feria de Nuee.


-Gracias por recuperar mi globo.


-¿Por qué no se lo ata? -preguntó el hombre que, sin esperar respuesta, empezó a atárselo a la muñeca. 


Cuando las grandes manos del hombre se cerraron sobre su delicada piel, Paula sintió un calor desacostumbrado que le recorrió el brazo. Solo duró un segundo, pero era una sensación tan intensa como desconocida para ella. El hombre miró el globo.


-¿Le gustan los caballos o los globos?


-Las dos cosas -contestó Paula, nerviosa.


Él tenía una voz ronca, profunda, como el terciopelo rozando la piel. Qué tontería, pensó entonces. No estaba acostumbrada a que nadie la tocase y por eso tenía tan extraños pensamientos. En ese momento escucharon por el altavoz que el espectáculo de doma iba a comenzar.


-¿Va a ver el espectáculo?


-Sí -contestó ella.


-Tengo un pase para la tribuna de socios. ¿Quiere verlo desde allí conmigo?


Como patrocinadora de la feria, Paula tenía acceso a cualquier pabellón. Al menos, lo tenía la Princesa, se recordó a sí misma. Pero su álter ego, Daiana, no tenía tales privilegios y se sintió tentada de aceptar. Aquel hombre la intrigaba, pero era demasiado arriesgado. En la tribuna de socios podría encontrarse con alguien que la reconociera.


-No puedo -dijo, incapaz de esconder su desilusión-. He quedado... con una persona.


-En ese caso, espero que lo pase bien -sonrió el hombre, despidiéndose con un gesto.


Cuando desapareció, Paula sintió una inexplicable sensación de vacío. Él solo había intentado ser amable y seguramente se alegraba de que no hubiera aceptado. Suspiró mientras se encaminaba hacia las gradas. 


Debía de estar loco, pensaba Pedro mientras se dirigía hacia la tribuna. ¿No tenía suficientes preocupaciones trabajando con el príncipe Leandro para construir un rancho estilo estadounidense en Nuee? Él sabía que sus planes eran muy sólidos, pero hasta que el rancho fuera una realidad no debía perder el tiempo con nada. Ni siquiera con una mujer tan intrigante como la que acababa de conocer. Miró por encima de su hombro. El globo que flotaba en el aire le indicaba que ella se dirigía hacia las gradas. No era la única mujer que llevaba sombrero y gafas de sol, pero era la única que parecía esconderse y eso despertaba su curiosidad. Hablaba con el mismo cultivado acento inglés que el príncipe Leandro, de modo que debía de ser una aristócrata. El instinto le decía que lo de esperar a alguien había sido una excusa.


Probablemente él no le había gustado, pero era demasiado educada como para decirlo. Eso le recordó a su ex esposa. Pedro sonrió para sí mismo. Si alguien le había enseñado la futilidad de intentar conseguir lo imposible, esa había sido Jimena. El día que conoció a Jimena Huntly, se dió cuenta de que eran tan diferentes como un diamante y un trozo de cristal. Debería haber visto las señales de advertencia cuando ella le dio una charla sobre reglas de comportamiento el primer día que salieron, pero él era más joven y estaba locamente enamorado de ella. Tenía que admitir que, además, se había sentido halagado de que una mujer como ella, la millonaria hija de un embajador, pudiera enamorarse de un ranchero sin apellido ilustre que se había hecho rico con su trabajo. Había sido un tonto. Jimena le había dicho que estaba aburrida de su círculo de amistades y que prefería su estilo de vida, pero la atracción por la novedad se había disipado poco después de casarse, cuando Pedro había intentado controlar su enloquecida forma de gastar dinero. No había esperado que su mujer viviera como una mendiga, solo que moderase sus gastos. Pedirle que limitara sus compras a un viaje a Europa por temporada le había parecido razonable; pero evidentemente a Jimena, no. Se portaba como si él la obligase a vestirse con andrajos.


-Soy un ranchero, no un jeque árabe -le había dicho, con las manos llenas de facturas con nombres de casas de costura francesas. 

Rivales: Capítulo 1

 -¿No quiere un globo, señorita? Recuerdo de la feria de Nuee.


Paula se puso nerviosa, pero se dijo a sí misma que el hombre no podía saber quién era ella y, mucho menos, que estaba intentando venderle un globo a la princesa Paula, de la casa real de Carramer. Había elegido unos pantalones azul marino y una sencilla blusa blanca para pasar desapercibida entre las miles de personas que habían acudido a la muestra de caballos de Nuee. Su sombrero de paja y las gafas de sol no solo escondían su muy fotografiado rostro y la cascada de cabello negro, además protegían su delicada piel del sol. Un sentimiento de aventura la invadió y sonrió al vendedor. La última vez que le habían ofrecido un globo tenía ocho años y una niñera lo había comprado para ella. Asistía todos los años a la feria, pero siempre en su papel oficial. Aquel día, sin embargo, nadie podría decirle que una princesa no podía hacer tales frivolidades.


-Sí, gracias.


El hombre sonrió.


-Elija el que quiera. Pero una chica tan guapa como usted debería dejar que un caballero se lo regalara.


-Me temo que no hay ningún caballero.


Aquel hombre seguramente no sabía que Paula, como princesa, tenía restringida su elección de acompañantes, como tenía restringido dónde iba y lo que hacía. Si sus hermanos, el príncipe Gonzalo y el príncipe Leandro, supieran que había salido disfrazada y sin escolta, les daría un ataque, sobre todo a su hermano mayor. Sus padres habían muerto cuando ella era una niña y, desde entonces, Gonzalo se consideraba su guardián. Sabía que su hermano solo quería lo mejor para ella, pero con veintitrés años, Paula era muy capaz de cuidar de sí misma. Además, al estar sus dos hermanos ya casados, su papel en la casa real había quedado muy reducido. Al menos podía sacudirse el título de vez en cuando y ser ella misma. Aquel era uno de esos días. Como tenía un par de horas para disfrutar antes de hacer su papel de anfitriona en una gala benéfica, Paula había decidido acudir a la feria anual de Nuee. Lo que más le interesaba era la muestra ecuestre, que empezaba con una demostración de los caballos de la isla, famosos en todo el mundo. El hombre le dió un globo de color plateado con una rosa dibujada.


-Parece usted una chica a la que le gustan las rosas.


-Prefiero los caballos -sonrió ella, indicando un globo con el dibujo de un alazán. Con la crin al viento, el dibujo le recordaba a los caballos salvajes que corrían por las colinas de Nuee.


-Se lo regalo -dijo el vendedor entonces-. Ya puede decir que un hombre le ha regalado un globo.


Paula vió sinceridad en su rostro.


-Es muy amable, pero prefiero pagarlo -sonrió, buscando el monedero en su bolso. Un gesto que no solía hacer porque raramente tenía que pagar por algo.


-Guárdeselo -insistió el hombre-. Es un regalo.


-Gracias -dijo Paula, preguntándose por qué un gesto tan sencillo como aquel, la emocionaba. 


Si el hombre supiera quién era ella, podría pensar que estaba intentando conseguir algo, pero solo era una persona amable intentando hacer felices a los demás. Aquello hizo que se alegrara aún más de haber salido de palacio disfrazada. Una princesa raras veces tenía oportunidad de vivir el contacto humano de esa forma. Cuando acudía a cualquier evento, los escoltas se encargaban de abrir paso para ella y nadie podía dirigirle la palabra por cuestiones de seguridad. El hombre, satisfecho con regalarle el globo, se alejó entre la multitud.


-Cuidado, se le va a escapar.


Perdida en sus pensamientos, Paula se sobresaltó cuando un hombre tomó su mano para evitar que el globo se escapara por el aire. La mano del hombre era tan firme y tan masculina que ella apartó la suya, turbada.


-Gracias -murmuró.


-Parecía estar pensando en otra cosa -sonrió él. 

Rivales: Sinopsis

La princesa Paula Chaves estaba a punto de hacer realidad su sueño de convertirse en criadora de caballos y, para llevarlo a cabo, había adquirido un magnífico semental, pero sus intereses chocaban con los de Pedro Alfonso, un arrogante ranchero que ambicionaba quedarse con el caballo. 


Pedro tenía dos ases bajo la manga: el secreto de Paula… y la pasión que ella sentía por él. Sin embargo, ni el ranchero ni la princesa podían prever el desenlace de aquella rivalidad. 

martes, 24 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 44

 Paula soltó una carcajada.


–Quién me lo iba a decir.


Quién se lo iba a decir, sí. ¿Quién iba a decirle que disfrutaría de una cena de Acción de Gracias rodeada de… su familia? Pedro, su hija, una niña pequeña, un perro, un amigo de la familia, Fernanda, una anciana metomentodo… Pero eso era lo que había deseado siempre. Risas y amor y aceptación de la vida y de sus calamidades. El pasado, el presente y el futuro juntos en aquella casa increíble. Entonces vió a Valentina tirando a Sofía por el aire. La niña reía tanto que le salían lagrimitas de los ojos. Sí, había soñado con un momento exactamente como aquél. Era un milagro. Sin planearlo, sin manipular nada, había conseguido el momento perfecto. Lo que más deseaba en el mundo había llegado sin que lo esperase, por la puerta de atrás. Lo que había creído que la destruiría para siempre, la infidelidad de su marido, le había regalado la vida con la que siempre había soñado. Una vida que incluía a Pedro. Paula miró a aquel hombre valiente y honesto y se levantó del balancín para sentarse sobre sus rodillas. Sin decir nada, alargó la mano y le aplastó el mechón rebelde con los dedos. Ese gesto tan sencillo le pareció tan personal, tan sorprendentemente íntimo, tan increíblemente perfecto que, de repente, sus ojos se llenaron de lágrimas. Y lloró por fin con toda su alma. Lloró hasta empaparle la camisa. Y él no le pidió que parase. No dijo nada. Sencillamente, esperó. Esperó como siempre había esperado. Como si hubiera sabido siempre, incluso cuando ni ella misma lo sabía, quién era en realidad. Había encontrado la pieza perdida del rompecabezas. De corazón, mirando a aquellas dos preciosas niñas, hizo lo que creía imposible: perdonó a Antonio. Y se perdonó a sí misma. Y sólo dejó de llorar cuando oyó el gemido del perro.


–Será tonto –dijo, entre risas y lágrimas–. Tiene celos.


–Ya he decidido cómo voy a llamarlo –sonrió Pedro.


–¿Ah, sí?


–Voy a llamarlo Fénix.


–Fénix –repitió Paula, intentando apartar las patas del perrito, que se había subido a las piernas de Pedro.


–Fénix, como la criatura mítica que renació de sus cenizas. Un símbolo de esperanza.


–Fénix es un nombre ridículo para un perro.


Pero el perro, como si hubiera reconocido ese nombre, lanzó un alegre ladrido.


–Si han terminado de decirse cositas al oído –oyeron entonces la voz de Diana–, podríamos tomar el postre.


Paula no pudo dejar de notar cómo había cambiado su cara desde la primera vez que la vió. Incluso parecía más joven. Diana necesitaba lo que necesitaba todo el mundo: un sitio que fuera suyo, gente que la quisiera y la aceptase. Ese sitio había sido siempre la familia, pero… ¿Qué significaba esa palabra? Quizá una cosa distinta para cada persona. Había familias tradicionales, ex esposos, ex esposas, familias formadas por amigos, por gente que se había encontrado a lo largo de la vida y se quería de corazón. Y eso era lo único importante. 


Mucho después, cuando ya había anochecido, Pedro y Paula se quedaron solos. Jason había llevado a Fernanda y Sofía a su casa, Valentina había llevado a Diana a la residencia, en el coche de su madre, y luego dijo que iba a salir con un amigo.


–Espero que no sea el que toca los bongos –suspiró Paula.


–Mujer, seguro que hay cosas peores.


–¿Por ejemplo?


–Ladrones de caballos. Propietarios de fumaderos de opio. Asesinos múltiples.


Paula le dió un golpe en el brazo, pero él sujetó su mano para darle un beso en los nudillos.


–Aún no he probado esa bañera.


–¿No?


–No.


–¿Eso es una invitación? –sonrió Paula.


–Desde luego. Quiero compartir esa bañera contigo… y esta casa. A mi perro. A Diana. Toda mi vida.


Paula tragó saliva. Era el momento. El momento de su vida.


–Muy bien. ¿No deberíamos empezar por la bañera?


–No tienes vergüenza.


Ella soltó una alegre carcajada. La alegría llegaba hasta sus ojos, que brillaban como nunca.


–Estaría bien pero no, no quiero empezar por la bañera –dijo Pedro entonces– . Quiero que empiece por la boda.


Paula asintió con la cabeza. Se recordaba a sí misma tumbada sobre la hierba, poco tiempo atrás, un siglo atrás, intentando descifrar el mensaje de aquella extraña garza real. Había sabido esa mañana que la estaba invitando a seguirla en su vuelo. Su alma había reconocido esa invitación. Para que esperase más de sí misma, para vivir con valentía, para aceptar cada regalo del universo, para bailar con libertad. Pero también había pensado que era su turno de pedir un deseo, de perseguir un sueño y tocarlo con los dedos. Y estaba equivocada. Era su turno de vivir un sueño. 






FIN

Promesa: Capítulo 43

Paula miró a Pedro y él murmuró algo. ¿«Sé fuerte» o «Te quiero»? Fuera lo que fuera, estiró los hombros y levantó la barbilla. Pero cuando Valentina entró con Fernanda y Sofía, se dió cuenta de que había hecho bien cambiándose de ropa. Fernanda era una niña… o prácticamente una niña. Era rubia como Laura, la mujer que había sido amante de su marido, pero no tenía esa expresión resabida y un poco cínica que había visto en la fotografía del periódico. Todo lo contrario, era una chica rubia de expresión dulce. Una cría… que llevaba de la mano a una niña muy pequeña. Una niña rubia y regordeta con el pelo rizado. La pobre Fernanda tenía cara de susto y no parecía saber qué decir.


–¡Cuánto me alegro de conocerte! –exclamó Valentina, su hija, tan generosa.  Y luego se puso de rodillas para mirar a Sofía–. Hola, hermanita.


Quizá porque la niña reconoció unos ojos tan azules como los suyos o quizá porque los corazones sabían esas cosas, se echó en los brazos de Valentina como si la hubiera esperado durante toda su corta vida.


–Pero bueno… –empezó a decir Marcos–. ¿Qué es esto?


Estaba mirando a Fernanda con una expresión… la miraba como si jamás hubiera esperado ver algo así, como si no esperase que aquello fuera real. Era como si hubiese visto a Santa Claus. Pedro miraba de uno a otro, atónito.


–Yo soy Marcos –dijo, tomando su mano. 


Y Fernanda lo miraba como si no quisiera soltarlo nunca.


–Yo me llamo Fernanda Addison.


–Vaya, vaya, vaya –sonrió Pedro–. Esto sí que no me lo esperaba.


Diana anunció entonces que la cena estaba lista y, una vez sentados en sus respectivos sitios en el comedor, sitios que designó la anciana, naturalmente, la conversación resultó amena y divertida. Sofía olvidó su timidez infantil en diez minutos y se partía de risa mientras Valentina la ayudaba a comer su pavo. El perro observaba la escena tumbado en el suelo y Diana hablaba del pasado con añoranza. La pobre Fernanda, sentada al lado de Marcos, era tan tímida que estuvo a punto de atragantarse varias veces. Después de comer tanto que decidieron dejar el postre para más tarde, Marcos anunció que tenía una pelota de fútbol en la camioneta y que todos deberían jugar un partido en el jardín para hacer la digestión.


–Y ese pobre perro podría jugar con nosotros. Está aburridísimo.


–Yo voy a limpiar la cocina –dijo Paula.


–No, de eso nada. Te necesitamos en el equipo.


Una vez en el porche, Paula se percató de que Fernanda estaba a su lado. No era una casualidad, lo había hecho a propósito.


–Sólo quería decirle cuánto lo siento… lo de mi hermana y su marido.


La pobre debía de tener la edad de Valentina y estaba cuidando de una niña de dos años. Paula sintió compasión por ella. 


–Gracias. Son cosas que pasan, Fernanda… tú no tienes ninguna culpa. Y Sofía tampoco.


Media hora después, cansada de jugar, Paula se dejó caer sobre el balancín del porche. Y, unos segundos más tarde, Pedro se acercó. Pero en lugar de sentarse en el balancín, lo hizo en una silla, a su lado.


–¿Quieres que limpiemos la cocina?


–No, vamos a esperar un rato.


–Como tú quieras.


Paula señaló el balancín.


–¿Fue idea tuya?


–No, de Diana.


–Ah, debería haberlo imaginado.


–Para cualquier cosa, habla con Diana; ella es la que da las órdenes en esta casa. 

Promesa: Capítulo 42

 –Porque la masa ya estaba hecha.


–Los pavos también están hechos. Sólo hay que rellenarlos y meterlos en el horno. Además, no voy a hacerlo yo, va a hacerlo Diana.


–¿Diana? –repitió ella, incrédula.


–Sí, en fin, Diama viene con la casa.


–Ah, entonces me encantaría ir a cenar.


–Hay algo más que deberías saber –dijo Pedro entonces, como si no tuviera importancia, como si no estuviera a punto de soltar una bomba–. He invitado a Fernanda y a Sofía.


Paula tragó saliva.


–Valu quiere conocerla –siguió él–. Y me ha parecido una buena idea.  Además, las fiestas son muy duras para Fernanda. No tiene a nadie en el mundo más que a esa niña.


Paula asintió con la cabeza.


–Muy bien.


Por un momento, antes de que apartase la mirada, Pedro vió confianza en sus ojos y esperó merecerla.


–Diana ha dicho que debemos estar todos allí a las tres.





Paula se miró al espejo. Quizá se había pasado. Había ido por la mañana a la peluquería para darse reflejos y el conjunto era nuevo, pero más o menos lo que la antigua Linda habría llevado: un jersey de cachemir, pantalones de color marrón y un collar de perlas. Tenía un aspecto refinado e intocable.


–Perfecto –dijo en voz alta. 


No quería que la hermana de esa chica viera lo vulnerable que se sentía. «Paula, tú no querías saber la verdad sobre Antonio». Esa frase otra vez. Esa frase que la perseguía día y noche. Aunque quizá era cierto. Quizá no había querido ver la realidad de Antonio. ¿Por qué no se había enfrentado con él cuando no iba a casa a dormir? ¿Por qué no le había pedido nunca explicaciones? Quizá se resignó desde el primer momento. Quizá siempre había sabido que nunca podría amarla y se conformó con el amor de su hija. Si quería seguir adelante de verdad, disfrutar de la vida, debía ser sincera consigo misma, pensó. Y ella no quería ser la mujer perfecta, además. Esa mujer que veía reflejada en el espejo no era ella. De modo que se quitó el conjunto y las perlas y se puso unos vaqueros que Valentina la había convencido para que comprase. Luego sacó del armario un jersey de rayas y un pañuelo de colores. Nada de joyas. Ésa era ella. Se encontró con Valentina en el pasillo y su hija sonrió al verla.


–Qué guapa estás, mamá.


Paula miró a su hija, preguntándose cómo una niña podía crecer tan rápido. La universidad la había cambiado. Su hija era una jovencita, no una niña… y, quizá, invitar a Marcos a cenar había sido una equivocación. Pero no lo fue. Marcos, que había llegado antes que ellas y las esperaba en la puerta de la casa O’Brian, sonrió a Valentina como si la conociera de toda la vida.


–A Paula la llamo «mamá», así que supongo que tú eres mi hermana –dijo, abrazándola. 


Cuando entraron en la cocina, Pedro estaba discutiendo con Diana, lo que no resultaba raro, sobre cuánto tiempo tenía que estar el pavo en el horno. Al verlo allí, con un delantal, aceptando la presencia de la anciana en su casa y, quizá, un gesto de amor hacia ella, Paula se dió cuenta de algo: lo había perdonado. Lo había perdonado por no contarle la verdad sobre Antonio. Pedro era un hombre maravilloso, absolutamente maravilloso. Lo miraba como si no lo hubiera visto antes. Como ella, iba en vaqueros y estaba guapísimo. El mechón rebelde tieso como un palo.


–¡Mamá, esta casa es increíble! –exclamó Valentina cuando le enseñó el piso de arriba–. ¿Tú has hecho todo esto?


–Bueno, lo hemos hecho entre Marcos y yo.


–Tienes que decirme cómo. Yo no tenía ni idea…


«Nadie tenía ni idea, hija. Ni siquiera yo sabía quién era», pensó Paula.


–No sabes lo orgullosa que estoy de tí, mamá. ¡Tienes un talento asombroso! Esta casa es… genial. ¡Qué suerte tiene el tío Pedro! ¡Pero si es un palacio!


Cuando volvieron a la cocina, Pedro las esperaba con un martini en la mano y Marcos bromeaba con Valentina como si la conociera desde siempre. Pero entonces sonó el timbre; el momento que Paula había temido.


–Son ellas –dijo Valentina. 

Promesa: Capítulo 41

 –Pero todo eso ha desaparecido –siguió Valentina–. Y lo echo de menos. Aunque ésa era una parte de mi madre que yo no había visto nunca hasta ahora, no quiero que desaparezca, tío Pedro. Me duele mucho que haya perdido la alegría.


–A mí también –asintió él. Pero supo, nada más decirlo, que había hablado demasiado.


–¿Estás enamorado de ella, tío Pedro?


Él dejó escapar un largo suspiro.


–Sí, estoy enamorado de tu madre.


–Me alegro muchísimo. Tío Pedro, serán tan felices juntos… –dijo su ahijada entonces, sin poder disimular un sollozo.


¿Por qué lloraban siempre las mujeres cuando eran felices? 



–¿Valu?


–¿Sí?


–La próxima vez que llames, intenta recordar la diferencia horaria.


–Lo haré –rió su ahijada.


Pedro colgó el teléfono con una sonrisa en los labios. El perro, que había logrado subirse a la cama, abrió un ojo para comprobar si él lo había visto. Ya no era un cachorrito y empezaba a pesar bastante, pero no fue capaz de echarlo. Seguía sin ponerle nombre. Blackie, Zamboni… Paula le había regalado un libro con nombres para perros, pero ni siquiera así era capaz de elegir uno. Además del libro, le había regalado cosas para la casa. La semana anterior se presentó con unos cojines para el sofá, una fotografía enmarcada del perro para su estudio, una planta para la cocina… Había conseguido estar en la casa sin estar en realidad y Pedro se sentía a la vez frustrado y agradecido. Era hora de arriesgarse de nuevo, decidió. Hora de poner las cartas sobre la mesa. Ya había esperado demasiado. De modo que por la mañana fue a la casa en la que Paula estaba trabajando. Su coche estaba estacionado fuera, junto a la camioneta de Marcos. Al lado, un contenedor lleno de ladrillos y viejos armarios. Paula salió de la casa con una mascarilla tapando su boca y el pelo lleno de cal.


–Hola.

–Hola –sonrió ella, bajándose la mascarilla.


Estaba sonriendo, pero la sonrisa no llegaba hasta sus ojos. Y Rick echaba tanto de menos ese brillo de alegría en los ojos castaños…


–Voy por la C.


–¿Eh?


–De los nombres para perros.


–Ah, ya. ¿Y?


–Cletus.


–No vas a llamar a ese perro Cletus.


–¿Qué te importa a tí cómo llame a mi perro, Paula Chaves?


–No me importa. Llámale como quieras.


Pero él sabía que sí le importaba. 


–Pues muy bien, entonces le llamaré Cletus.


–Te doy una docena de galletas de chocolate si no lo llamas así –dijo Paula entonces.


–Ah, entonces te importa. Dos docenas.


–Hecho.


–En realidad, había venido para invitarte a cenar en casa el día de Acción de Gracias. Me parece una manera estupenda de inaugurar la casa de forma oficial. El olor del pavo al horno tiene que ser casi tan bueno como el de las galletas caseras.


Paula sonrió, pero la sonrisa desapareció enseguida.


–No puedo, Valen vuelve de la universidad y he invitado a Jason para que la conozca y… en fin, me va a odiar.


Paula podía decir que no creía en el amor y podía intentar endurecer su corazón, pero estaba claro que una parte de ella quería creer en el milagro de dos personas que estaban hechas la una para la otra.


–En realidad, Valu ha quedado en cenar en mi casa.


Paula se puso en jarras.


–¿Me robas a mi hija el día de Acción de Gracias?


–Marcos también puede venir.


–Bueno, la verdad es que suena bien. Esa casa está hecha para reuniones familiares –sonrió Paula entonces. Ese brillo de ilusión apareció otra vez, pero ella intentó esconderlo–. Aunque, si quieres que te sea sincera, Pedro, no te veo cocinando un pavo.


–Ja. Me has visto haciendo galletas. Y quedamos en que la mía era la mejor. 

martes, 17 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 40

El sonido del teléfono era incesante y agudo. Pedro Alfonso se incorporó, sobresaltado, y miró el despertador. Los números rojos marcaban las cuatro de la mañana. Una llamada a las cuatro de la mañana no podía anunciar nada bueno. Levantó el auricular, preparado para lo peor, pero esperando que fuese un borracho que había marcado mal el número.


–¿Dígame?


–¿Tío Pedro?


Los últimos vestigios de sueño desaparecieron. Pedro se sentó en la cama y apartó las sábanas de un tirón antes de buscar el interruptor de la lámpara, como si la luz pudiera ayudarlo.


–¿Valu?


–Perdona que te haya despertado. Quería hablar contigo antes de irme a clase.


–Perdona un momento… ¿No hemos hecho esto antes? –preguntó Pedro, mirando alrededor, desorientado.


Había elegido no dormir en el dormitorio principal de la casa O’Brian. Estaba reservándolo para una noche especial con la mujer que, esperaba, algún día sería su esposa. Algún día. Cuando estuviese preparada.


–Mi madre me contó hace unos días lo de esa niña, Sofía, y no he podido dormir desde entonces.


–Lo siento mucho.


–Tío Pedro, lo he pensado bien y quiero conocerla. Al fin y al cabo, es mi hermana.


Sólo alguien de menos de veinte años consideraría que pensar algo durante un par de días era pensarlo mucho. 


–¿Has hablado de ello con tu madre?


–Sí. Y me ha dicho que tú sabrías aconsejarme.


Pedro lo pensó un momento. Paula dejaba de su mano algo tan importante, tan frágil.


–Muy bien. Vas a volver a casa para Acción de Gracias, ¿No?


–Sí, claro. ¡El fin de semana que viene!


–Entonces veremos qué se puede hacer.


–¿Tío Pedro?


–¿Sí?


–¿Le pasa algo a mi madre?


–¿Por qué lo preguntas?


–No, es que antes cuando hablaba con ella la notaba tan feliz. Cuando estaba reformando esa casa… o cuando fue contigo de excursión en moto. Deberías haberla oído hablar ese día. De verdad, parecía una chica de quince años enamorada.


Pedro sonrió, recordando ese día. Se alegraba tanto de haber hecho esa excursión… y tenía tantas esperanzas de que hubiera más días como aquél. Pero también él había notado el cambio en Paula. Estaba seria, rara. Podía estar con él, pero parecía ausente, como perdida en sus pensamientos. Él sabía que contándole la verdad sobre Sofía se había arriesgado a perderla para siempre. La gente solía pensar que la sinceridad era lo mejor, pero él no estaba tan seguro. ¿Podrían algunas heridas ser demasiado profundas como para curar? Esperaba que no.


Promesa: Capítulo 39

Pedro sonrió.


–No, es verdad. Y no he comprado la casa por el perro –dijo entonces, acercándose. Paula no se atrevía a hablar–. Creo que la he comprado porque por primera vez en mucho, mucho tiempo quiero creer en el futuro. Quiero creer en un futuro para tí y para mí.


–Oh, Pedro.


Una semana antes habría llorado de alegría al oír eso.


–Sé que estás muy disgustada, pero quiero que sepas que te esperaré el tiempo que haga falta. Y no tienes que decir nada ahora. Puedo esperar, te lo aseguro. Soy un hombre paciente. 


Era lo que Paula había querido durante toda su vida. Tener alguien en quien apoyarse, alguien fuerte, alguien que despejase la soledad de su vida. Pero ahora que Pedro se lo ofrecía, no sabía qué hacer.


–Podemos ir despacio. Paso a paso.


–¿Empezando por dónde?


–Me vendría bien un poco de ayuda con la mudanza, por ejemplo. Y necesito a alguien con quien hacer galletas. Para que esta casa huela como un hogar.


Apenas conocía a Antonio cuando se casó con él y le prometió que lo querría para siempre. Esta vez podía ir despacio, se dijo Linda. De modo que puso su mano sobre la de Pedrp y él le dió un tierno beso en la mejilla.


Las semanas siguientes pasaron a toda velocidad. Pedro y Paula encontraron otra casa para reformar. No era como la casa O’Brian, sino una de los años treinta en un barrio de clase media. Ella siguió aprendiendo a montar en moto y salieron a cenar varias veces. Incluso llevaron al perro sin nombre a los mejores parques de Calgary, a Glenmore, a Sandy Beach, a Nose Hill y a Fish Creek, para que pudiese correr a placer. Paula sentía como si estuviera redescubriendo la ciudad en la que había nacido. Pedro era todo lo que una mujer podría desear. Tierno, leal, apasionado, divertido. Y, sin embargo, algo la contenía. La semana antes de Acción de Gracias, él le entregó un anillo. Ella miró la preciosa caja de terciopelo y trazó la simplicidad del diamante con un dedo. No era la clase de anillo que habría comprado Antonio. No había nada ostentoso en él. Era como el corazón de Pedro: fuerte y poco complicado. Se sentía tan honrada y tan bendecida porque un hombre así la quisiera… Su amor estaba en cada uno de sus gestos, en las notas que le dejaba en el coche y en los mensajes del contestador. Estaba en las flores que le enviaba y en los pequeños gestos de consideración que tenía para con ella cada día. Paula miró el anillo y luego a Pedro.


–No me digas que no. Piénsatelo. 


Y ella le prometió que lo haría. Pero entonces volvió a oír esas palabras otra vez, como una acusación, como una daga en su corazón: "Paula, tú no querías saber la verdad sobre Antonio". No, no podía aceptar el anillo.

Promesa: Capítulo 38

Qué bienvenidas habrían sido las lágrimas en ese momento, pero no llegaron. Paula deseaba sentir algo, pero no sentía nada en absoluto, salvo gratitud por la inauguración de la casa O’Brian al día siguiente. Si no tuviera eso, sería capaz de meterse en un agujero y no salir nunca. Pero tenía el día siguiente y ese día no habría tiempo para pensar en nada. Diana, vestida como una reina, se veía a sí misma como la auténtica anfitriona de la velada y llevaba a los invitados por todas las habitaciones, contando la historia de la casa y anécdotas sobre bodas y meriendas en el jardín… De ese modo, podía encargarse de los detalles: abrir botellas de vino, comprobar que los canapés tenían buen aspecto, llenar las copas. Hacía un día absolutamente precioso, uno de esos días de otoño en los que el sol bañaba el mundo con una luz dorada. Y la casa estaba llena de gente que admiraba el trabajo que habían hecho con aquella mansión. Debería sentirse feliz, pero esa frase… «Tú no querías saber la verdad sobre Antonio», seguía dando vueltas en su cabeza. Horas más tarde, cuando todo el mundo se había marchado, Paula sacó la basura al callejón. Sólo quedaba Diana.


–Vamos, Diana, te llevo a casa.


–¿Paula?


–¿Sí?


–Muchas gracias. Éste ha sido uno de los mejores días de mi vida.


–No sabes cuánto me alegro –sonrió ella. Y lo decía en serio.


Por mucho que tuviera el corazón roto, su vida aún podía tener sentido. Y tenía sentido ofrecerle momentos de alegría a otras personas. «Podría hacerme monja», pensó. Y que eso la hiciera sonreír fue otro rayo de esperanza. Pero después de dejar a Diana en la residencia para mayores en la que vivía, se sintió atraída de nuevo hacia la casa O’Brian. Abrió la puerta, encendió las luces y paseó por las habitaciones, pensativa. Le encantaba aquella casa, cada moldura, cada ventana. Se detuvo en aquel baño increíble, tocando la bañera que Pedro y ella habían comprado… y entonces sus ojos se llenaron de lágrimas. Qué absurdo llorar por una casa que no era suya y no haber llorado en absoluto por la traición de su marido. Qué absurdo sentirse tan apegada a aquella casa, verse viviendo en cada una de las habitaciones, bañándose en esa bañera, haciendo galletas en la cocina.  O quizá no era tan absurdo. Las casas, los objetos, no podían hacerte daño. La gente sí. Oyó entonces que se abría la puerta de la entrada y, unos segundos después, pasos en la escalera. Pasos masculinos, decididos. Era Pedro. Lo sabía, pero se negó a darse la vuelta cuando lo oyó entrar en el baño. Ese momento era de los dos. Porque Pedro era parte de esa casa tanto como ella; una parte de la increíble metamorfosis que había ocurrido allí.


–Paula, la casa está vendida.


–Era de imaginar –contestó ella, intentando que su voz sonara alegre y sin conseguirlo.


–Te has hecho un nombre en el negocio. A partir de ahora, el cielo es el límite.


–Ya.


–Paula, tengo que decirte algo.


Ella se volvió entonces. Pedro tenía aspecto de cansancio y el mechón rebelde estaba más de punta que nunca.


–Yo he comprado la casa.


–¿Qué?


–La necesito para el perro. El otro día me enviaron una carta de la Asociación de Vecinos diciendo que un perro tan grande no podía vivir en esa zona residencial. ¿Te lo puedes creer?


–¿Vas a ponerle un nombre a ese pobre perro?


–Sí, bueno, lo estoy pensando… esta semana lo he llamado Alfie, Mickey y Bartholomew.


–No le pega ninguno. 

Promesa: Capítulo 37

 –La hermana de Laura Addison –añadió Pedro entonces.


–La mujer con la que murió Antonio –murmuró ella entonces–. Ví su fotografía en el periódico. Era una chica muy guapa.


–Sí, supongo que sí. Pero Fernanda no se parece nada a su hermana.


–Fernanda y Laura, qué monas –dijo Paula entonces, irónica.


Pedro había pensado en mil maneras de decírselo, pero lo más sencillo era soltarlo abruptamente:


–Laura tuvo una hija, Paula. Fernanda cuida de ella. Se llama Sofía.


Ella lo miró, sin entender, y Pedro se dió cuenta de que iba a tener que ser más claro.


–Laura y Antonio tuvieron una hija hace casi dos años.


Paula cerró los ojos entonces. Luego se echó hacia delante y enterró la cara entre las manos, incrédula.


–Paula…


–Yo quería tener más hijos –dijo ella entonces, con la voz rota–. Yo quería tener una familia con muchos niños y niñas. Pero Antonio no quería… no quería ni hablar del asunto.


–Lo siento mucho, de verdad.


–¿Por qué no me lo has contado antes?


–No quería hacerte daño. Sabía lo mal que lo habías pasado con la muerte de Antonio y pensé que quizá no querrías saberlo.


–¿Y por qué no me contaste la verdad sobre Antonio, Pedro? Todo el mundo lo sabía. Todo el mundo cuchicheaba a mis espaldas. ¿Por qué no me lo contaste?


–Paula, tú no querías saber la verdad sobre Antonio.


–¿Perdona?


–Él te lo decía todos los días. Te lo decía de todas las maneras posibles… salvo con palabras. Te lo decía cuando no iba a dormir a casa, cuando pasaba fines de semana fuera. Te lo decía cuando tú encontrabas números de teléfono en el bolsillo de su chaqueta y manchas de carmín en el cuello de sus camisas. Te lo decía, pero tú no querías verlo.


Ella se quedó en silencio y, cuando Pedro intentó abrazarla, se apartó furiosamente.


–No me toques.


–Escúchame, por favor. Yo no sabía qué hacer sobre el asunto de Sofía. Tu marido dejó una carta para mí antes de morir… sólo entonces me enteré de la existencia de la niña… Pero esto no tiene por qué afectarte.


–¿Cómo que no? Valentina tiene una hermana. ¿Cómo no va a afectarme eso?


–Pero podríamos…


–Mira, Pedro, quiero estar sola.


–Pero…


–Vete, por favor.


Él obedeció, sin decir una palabra más. Sabía que no serviría de nada.


Cuando se marchó, Paula bajó al sótano y encontró una caja llena de platos que aún no había roto. Quería romper todo lo que Antonio había tocado hasta que quedase hecho añicos, pero sabía que eso no valdría de nada. Porque había algo que había tocado y que estaba roto sin posibilidad de reparación. Ella misma. De modo que se metió en la cama sin quitarse la ropa siquiera. Antes de quedarse dormida pensó en la ternura que había visto en los ojos de Pedro. Y luego en sus palabras, absolviéndose a sí mismo y a todos los demás, incluyendo a su marido, del crimen que se había cometido contra ella. «Paula, tú no querías saber la verdad sobre Antonio». 

jueves, 12 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 36

 Cuando por fin logró localizarla en el móvil, no sonaba como si hubiera estado llorando. Todo lo contrario.


–Hola, Paula, soy yo. Mira, sobre lo de anoche…


–Ah, hola, Pedro. Espera… me estoy quedando sin cobertura –la línea se cortó.


Pedro miró el móvil, airado. Cuando entró en la oficina, todo el mundo estaba trabajando en la fiesta de inauguración. Y todos parecían tan entusiasmados como ella.


–Ha encargado el catering en Fabio’s. Imagínate –le dijo una de sus secretarias–. Se tarda un mes en conseguir mesa, pero Paula ha conseguido que hagan el catering. Y esa tienda divina de la calle 17 va a prestar los muebles para la inauguración. Sin cobrar nada.


Muy bien, Paula Chaves estaba viviendo la vida y mientras tanto, ¿Qué hacía él? Entrenar a un perro para que hiciese caca en el jardín. Además, en el refugio le habían dicho que acabaría pesando más de cincuenta kilos. Al cachorro le había dado por aullar durante la noche o cuando lo dejaba solo,encerrado en el baño, donde podía hacer menos destrozos. Pero había recibido quejas. Su encantadora vecina, la gemela maligna de Diana, iba murmurando por ahí que el pipí del perro se estaba cargando la hierba de la zona residencial… Y esa noche, cuando llegó a casa, descubrió que en su buzón había una carta de la Asociación de Vecinos protestando y diciéndole que un perro más pequeño sería aceptable, pero no el suyo. Incluso le daban una lista de razas deseables. Pedro miró la lista, burlón. ¿Un terrier, un caniche, un yorkshire? Ésos no eran perros para hombres. De modo que tiró la lista y sentó al perro sobre sus rodillas, mirando sus patas con aprobación.


–Sí, señor, tú vas a ser un perro grande y fuerte, como tiene que ser. Y no pienso cambiarte por un caniche.


El perro, aún sin nombre, lanzó un gemido de aprobación mientras Pedro acariciaba sus orejas.


–Nadie puede decirme qué clase de perro puedo o no puedo tener. Estaríamos buenos.


Se quedó dormido en el sofá, con su perro. No sabía por qué, pero no le apetecía dormir en su cama. La noche que debía encontrarse con Paula en el restaurante Eau Claire, para charlar, según le había dicho, ella lo llamó por teléfono, casi sin voz.


–Pedro, estoy agotada. He estado moviendo muebles todo el día y los de la floristería se han equivocado con el envío. Nos han mandado las flores para el funeral de una tal Berta Cuthbertson…


–Ya, te comprendo.


La comprendía, desde luego. También él estaba agotado. Del trabajo y de cargar con dos secretos. El primero, sobre la hija de Antonio. El segundo, el de su amor por ella. Quizá confesarle el secreto de Antonio no sería tan buena idea, pensó Pedro. Pero tenía que hacerlo. Y tenía que verla de inmediato o cambiaría de opinión.


–¿Puedo pasarme por tu casa? Sólo será un momento.


–Sí, claro –contestó ella. Aunque no parecía muy convencida. 


Cuando abrió la puerta, Pedro entendió por qué había conseguido muebles gratis, por que Fabio’s iba a servir el catering, por qué todo el mundo parecía entusiasmado. Por ella. Lo hacían por ella, porque era maravillosa. Con la renovación de la casa O’Brian, su propia belleza había sido restaurada. Y esperaba que lo que estaba a punto de decirle no cambiase eso en absoluto.


–Entra. ¿Quieres un café?


–No, gracias. Tengo algo que decirte.


–Muy bien –murmuró Paula, con expresión preocupada.


–La otra noche, cuando llamaron por teléfono, tú pensabas que era una novia… pero no es así.


–De verdad, Pedro, no tienes por qué contarme…


–Créeme, tengo que contártelo –la interrumpió él–. Era una chica que se llama Fernanda Addison.


Por su expresión, Paula recordaba el apellido. Pero no dijo nada. 

Promesa: Capítulo 35

 –Dejándote esta carta, Antonio te cargó con una responsabilidad enorme. Y eso es algo que sólo haría una persona egoísta e irresponsable. Te colocó en una posición muy delicada… sin contar con tu permiso. Tú actúas como si hubieras consentido aceptar ese sucio secreto, pero no es así.


Pedro pensó en la niña de rizos rubios a la que había llevado al hospital esa mañana. No le gustaba que alguien hablase de Sofía como el «sucio secreto» de Antonio, pero sabía que no tenía ningún sentido aclarar el asunto. La niña no era el problema.


–Me confió su secreto porque sabía qué clase de hombre era yo.


–Sí, un tonto.


–Vaya, gracias.


–Ya sé que tienes buen corazón, pero Antonio se aprovechó de eso.


–¿Y qué hago ahora?


–Tú sabes lo que tienes que hacer.


–Tengo que contárselo a Paula –suspiró Pedro. 


Y en cuanto dijo esas palabras en voz alta supo que lo había sabido durante mucho tiempo. Y supo también que la razón por la que no se lo había contado no era por lealtad hacia Antonio, sino porque odiaba tener que ser él quien le diera ese terrible disgusto.


–Muy bien, me alegro de que ésa sea tu decisión –sonrió Nicolás–. Porque aunque supongo que Antonio dejó dinero para la niña, ¿Quién sabe? Quizá algún día alguien le aconseje que busque un trozo más grande del pastel. Piensa en la sorpresa que se llevaría Paula entonces.


Pedro lo pensó y no le gustó nada.


–¿A qué tendría derecho Sofía?


–Ah, ésa es la clase de pregunta con la que los abogados nos hacemos ricos. Venga, anímate. Para ser un hombre enamorado te veo muy triste.


–Porque todo esto es tan complicado…


–Bueno, acostúmbrate, así es el amor.


Nicolás tenía razón. El amor era un asunto complicado.



Pedro fue a la casa O’Brian para decirle a Paula  que tenía que hablar con ella, pero descubrió que no estaba allí. ¿No habría ido a trabajar por lo que pasó la noche anterior? Entonces estaría en casa curando sus heridas, seguramente comiendo galletas con chocolate mientras lloraba frente al televisor…


–¿Quieres echar un vistazo? –le preguntó Marcos–. Esto está quedando genial.


La casa tenía un aspecto extraordinario, desde luego. Los nuevos suelos de madera brillaban como espejos. Para las paredes, Paula había escogido colores de una paleta clásica y usado técnicas sutiles para llamar la atención hacia los techos altos y los grandes ventanales, ribeteados en blanco. La casa empezaba a tener un aspecto resplandeciente gracias a su amor. Su corazón estaba por todas partes.


–Tienes que ver el baño principal –dijo Marcos entonces–. Es lo mejor que he hecho en mi vida.


–En realidad, no tengo tiempo –sonrió Pedro, mirando el reloj. Pero la verdad era que no quería ver el baño.


–Paula quiere hacer una fiesta de inauguración y seguro que vende la casa ese mismo día. Te lo digo de verdad, estoy enamorado de esta vieja.


Pedro estuvo a punto de darle un puñetazo. ¿Paula, vieja?


–La casa… me refería a la casa –explicó Marcos al ver su expresión.


–Ah, bueno. ¿Dónde está Paula, por cierto?


–Me parece que está aprendiendo a montar en moto. Mola, ¿Eh?


¿Paula estaba aprendiendo a montar en moto? Pedro se quedó estupefacto. ¿No estaba llorando frente al televisor? Pues sí, el asunto del amor era bastante complejo, sí. 

Promesa: Capítulo 34

 –¿Valentina?


Sí, podría ser Valentina. No sería la primera vez que lo llamase de madrugada. Con desgana, Pedro levantó el auricular y se sentó al borde de la cama.


–¿Sí?


Paula intentó ver su rostro, pero se había puesto casi de espaldas, como si quisiera ocultarse. Podía oír la voz de una mujer al otro lado del hilo, pero la intuición le dijo que no era Valentina.


–Ahora no puedo hablar. Te llamo enseguida –dijo él antes de colgar–. Perdona, Paula.


–No, no hace falta que me pidas perdón. Menos mal que han llamado por teléfono. Salvados por la campana, ¿Eh?


Quería que Pedro le dijera que no, que la tumbase sobre la cama y volviese a besarla. Pero no lo hizo. Esa llamada de teléfono lo había cambiado todo.


–Pedro, olvida lo que ha pasado –suspiró Paula entonces.


Luego se dirigió a la puerta y él no la siguió. Cuando miró hacia atrás, seguía sentado en la cama, mirando al suelo. Él no iba a olvidar lo que había pasado. Y, desgraciadamente, tampoco podría hacerlo ella. 



Pedro la oyó bajar los escalones del porche y oyó después cómo arrancaba el Smart. Suspirando, enterró la cara entre las manos, avergonzado. Había visto su expresión de dolor cuando colgó el teléfono. Habría querido hacer cualquier cosa para asegurarle que no era lo que ella pensaba, pero… en realidad se parecía mucho. Era una mujer a la que siempre le habían escondido cosas. Y eso era lo que había visto en sus ojos. Había visto que Paula lo sabía, que sabía que le escondía un secreto. Y era el peor de todos. La llamada era de Fernanda Addison, la tutora de Sofía. Fernanda era demasiado joven para tener la responsabilidad de criar a una niña pequeña, aunque fuese la hija de su difunta hermana. La hija de Antonio y su amante. A veces lo llamaba, a cualquier hora, desesperada porque la niña lloraba o le pasaba algo. Ahora se preguntó qué querría. ¿Sería una emergencia? Aunque le pesaban los brazos como si fueran de plomo, aunque casi no podía hablar, hizo un esfuerzo para descolgar el auricular y marcar su número de teléfono.


–Perdona, es que antes estaba ocupado.


–Ya sé que no debería haberte llamado, pero es que Sofía lleva horas llorando y no sabía qué hacer.


Pedro podía oír los gritos de la niña al otro lado. Gritos que se habían convertido en alaridos.


–Fernanda, cuando un niño llora durante mucho tiempo hay que llevarlo al hospital. ¿Por qué no la has llevado?


–Por eso te llamé. He pedido un taxi, pero no viene y… había pensado que tú podrías venir a buscarme con el coche.


Pedro estuvo a punto de ponerse a gritar. Debería haber llamado a una ambulancia. Pero se mordió la lengua. Su irritación no tenía nada que ver con Fernanda. La pobre chica era demasiado joven y demasiado inexperta para saber qué hacer en caso de emergencia. Seguramente hasta ir sola al hospital le daría miedo. Cualquier adulto habría llamado a la compañía de taxis para quejarse, pero Fernanda carecía de recursos.


–Iré enseguida.


–Gracias. 


Horas después, dejaba a Fernanda y Sofía de vuelta en la casa que el dinero de Antonio les había permitido comprar. Sofía estaba dormida por fin, después de que le dieran un analgésico. No tenía nada, sencillamente le estaban saliendo los dientes. Pedro decidió ir a su oficina. Aún no había nadie, pero le dejó una nota a su secretaria para que cancelase todas sus reuniones. Luego fue a desayunar con su amigo Nicolás, en un restaurante al que solían acudir cada semana para hablar de sus cosas. Eran amigos desde la universidad. Nicolás era abogado y su bufete se encargaba de todos los asuntos legales de Star Chasers. Salvo el asunto del fideicomiso para Sofía.


–Tienes un aspecto horrible –le dijo su amigo.


–No me extraña. Mira, quiero enseñarte una cosa.


–¿Como amigo o como cliente?


–Como amigo –suspiró Pedro, sacando la carta que le había enviado Antonio, esa carta que había cambiado su vida.


Nicolás, que también había conocido a Antonio, arrugó el ceño.


–Menudo canalla. Sí, bueno, deja un dinero para la niña, pero… ¿Y Paula? Supongo que tú has seguido sus instrucciones, de modo que ella no sabe nada.


–Por eso necesito tu consejo –suspiró Pedro.


Su amigo lo miró, guiñando los ojos.


–Hay algo entre Paula y tú –dijo entonces, como si fuera el oráculo.


–Sí, bueno… No quiero hablar de eso ahora.


–Ah, lo que me imaginaba –sonrió Nicolás–. En fin, ésta es mi opinión profesional: esto no es un documento legal. No te obliga a nada. Y ahora, si quieres, puedo darte mi opinión como amigo.


–Sí, por favor. 

Promesa: Capítulo 33

 –En realidad, Pedro, creo que no hay nada más que hablar. 


-¿No?


–Acabo de decidir que sólo hay una manera de saber lo que quiero saber. Sin palabras. Sin el pasado complicándolo todo.


Paula dió un paso hacia él. Pedro sabía lo que le esperaba y sabía lo que debería hacer. Tenía que rechazarla. Pero su corazón no pensaba lo mismo. ¿De verdad abrió los brazos para ella? Desde luego, estaba entre sus brazos de repente. El albornoz se había abierto y sintió el roce de su pelo sobre su torso desnudo… y las pocas fuerzas que le quedaban desaparecieron por completo. Su plan se esfumó cuando la tuvo entre sus brazos. Nada le había parecido tan emocionante como aquel momento. «Quiero vivir este momento», se dijo a sí mismo. «Aunque sólo dure un minuto, quiero vivirlo». Pero también quería sus besos. Quería volver a besarla y estaba tan cerca, tan disponible. Se rindió al poder que Paula ejercía sobre él. Aceptó lo que le ofrecía. Aceptó la ternura de sus labios, la suavidad de su cuello, la dulzura de sus párpados cerrados. La besaba con el apetito de un hombre que había esperado toda su vida para saborear aquello. Sus curvas, generosas y femeninas, se apretaban contra su cuerpo. No llevaba absolutamente nada debajo del pijama y la sensación de estar tan cerca de su piel borró todo lo demás.


–Ah, Pedro…


En ese momento, Pedro se olvidó de todo y se entregó a ella por completo. Su mano, suave, tierna, encontró el cinturón del albornoz y empezó a acariciar su estómago, a explorar su torso, a torturar sus pezones, robándole el aliento.


–Yo no necesito un perro –dijo en voz baja.


Eso era absolutamente evidente.


–Pedro, te necesito a tí.


El roce de su piel bajo los dedos la hacía sentir deliciosa, maravillosamente atrevida. Paula sabía que estaba comportándose de una forma casi lasciva, pero había querido una respuesta sobre lo que Pedro sentía por ella y la respuesta estaba entre sus brazos. Allí, a las tantas de la mañana, con un cachorro dormido en una esquina, empezó a temblar de emoción. De verdadera emoción por estar con un hombre… por primera vez en su vida. Ella era una mujer apasionada, sensual. Una mujer de verdad con necesidades, deseos y debilidades. Se dió permiso para ser todo eso, para disfrutar de los labios de Pedro y de los duros planos del cuerpo masculino apretado contra el suyo. El verde de sus ojos se había oscurecido hasta adquirir un tono que no había visto nunca. Y sus labios se volvieron menos tiernos y más exigentes. Había cierta fiereza en su forma de besarla y algo en ella despertó con la misma pasión.


–Paula, ¿Estás segura?


–Sí, lo estoy.


Pedro tomó su mano entonces para llevarla al dormitorio, un cuarto espacioso y limpio. La enorme cama perfectamente hecha, con sábanas blancas y un edredón de plumas, resultaba más que invitadora. Era una tentación irresistible. Se quitó el albornoz. Iba desnudo de cintura para arriba, con el pantalón del pijama colgando sobre sus delgadas caderas. Paula  se quedó sin respiración.  Había olvidado la belleza física de un hombre. La luz de la luna entraba por la ventana mientras él se acercaba, pero ella levantó una mano. Todavía no. Quería mirarlo unos segundos más. Admiró sus anchos hombros, la perfecta escultura de su torso. Vió los poderosos rasgos de su cara y el brillo que había en sus ojos. Era como un sueño. O un cuadro. Pedro tiró de ella para besarla en el cuello mientras metía la mano por debajo del pijama para acariciar sus pechos, y Paula supo que había llegado el momento, que ya no habría marcha atrás… Y entonces sonó el teléfono.


–No hagas caso –dijo él, en voz baja–. Nunca se puede esperar nada bueno de una llamada a estas horas.


Pero Paula se apartó. El sonido del teléfono la hizo recordar que tenía una hija a miles de kilómetros de allí. Que podía haberle pasado algo. Que quizá habían intentado localizarla en su casa y, al comprobar que no estaba, llamaron a su padrino…


–Pedro, contesta, por favor. Podría ser Valentina. 

martes, 10 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 32

 Pedro carraspeó. Ah, ésa era la razón para su visita.


–No lo adoptaste para tí, ¿Verdad, Pedro?


–¿Por qué dices eso?


–Porque eso es lo que he soñado. Que tú me regalabas este perro.


–Muy bien. Eso sí que es raro.


–¿Pero cierto?


–Desgraciadamente, sí. Pero me estás asustando. ¿Qué más cosas has soñado? A lo mejor eres capaz de predecir el futuro.


–¿Por qué me compraste un perro, Pedro?


–¿No lo viste en el sueño?


–No.


–Bueno, quizá si vuelves a la cama…


Ella negó con la cabeza.


–Muy bien. Te compré un perro para que tuvieras un amigo fiel y leal. Así no tendría que buscarte un hombre honesto, decente y sincero.


Paula no pareció muy contenta al oír eso. No había sido buena idea contarle la verdad, pero ningún hombre estaba en su mejor momento a las cuatro de la mañana.


–¿Ya estás contenta? ¿Eso era lo que querías saber?


–No exactamente –suspiró ella–. Al principio pensé que era por el perro, pero mientras venía hacia aquí me dí cuenta de que no era sólo eso.


–¿Entonces?


–Quería saber si eres lo que dices ser.


–¿Cómo?


–Quería saber si estabas… disponible.


Pedro se quedó paralizado. De pánico. Él no estaba disponible… querría estarlo, pero no lo estaba. Sobre todo para ella. Antonio lo había convertido en el guardián de su secreto y eso hacía imposible una relación entre los dos. Prácticamente había memorizado su carta: "No conozco a ningún hombre más íntegro que tú, Pedro. A veces eso me pone furioso porque me hace sentir inferior. Pero ahora estoy agradecido de que haya una persona en la faz de la tierra en la que puedo confiar por completo". Esa persona debería haber sido la mujer de Antonio pero, por supuesto, el secreto que revelaba la carta dejaba claro que no era así. Y a pesar de lo poco honorable que era ese secreto, la confianza de un hombre era algo sagrado. La confianza de un hombre muerto era una gran responsabilidad, tan indestructible como el acero. Antonio le había dado esa carta una semana antes de morir. Su amigo no era un hombre dado a premoniciones, pero había muerto y Pedro se quedó con un sobre que decía: "Abrir sólo en caso de defunción". Al final, Antonio había hecho una cosa bien en su vida: aceptar la total responsabilidad por el bienestar de su segunda hija. Pero Pedro sabía cosas que podrían volver a romper el corazón de Paula y, sencillamente, no quería ser él quien lo hiciera. ¿No la había visto más feliz que nunca esos últimos días? ¿No había visto que empezaba a confiar en sí misma y en la vida de nuevo? El deseo de callar para que no sufriera, aunque le costase su relación con ella, era una forma de amor. Más noble que ninguna otra. Amor. No había dejado que esa palabra entrase en su relación con Paula. Ahora que lo había hecho, ¿Podría volver a mirarla sin pensar en ella, sin oír esa palabra como un susurro? 


–Brutus –dijo de repente.


–¿Qué?


–Para el perro. Brutus es un nombre muy bonito.


–¡Pero no estábamos hablando del nombre del perro!


No, era verdad. Estaban hablando del alma de un hombre.


–Estábamos hablando de tí y de mí –insistió Linda, dando una patada en el suelo–. ¿Me compraste un perro para no tener que buscarme novio?


–Paula…


–¿No crees que sería capaz de encontrar un hombre si quisiera hacerlo?


–Ah…


–¡Por favor! Y yo he sido tan tonta como para pensar en ti día y noche cuando no sabes ni contestar a una simple pregunta. ¿Estás disponible o no?


–Paula, quizá deberíamos hablar de esto en otro momento.


No ahora, cuando acababa de descubrir que estaba enamorándose de ella. Y encima Paula le decía que sentía lo mismo… Al menos, eso era lo que le había parecido oír.


Promesa: Capítulo 31

No lo dijo en voz alta, pero estaba claro: «sola». Pedro empezaba a sentir un gran resentimiento por Antonio. Por cómo la había hecho sentir, por lo egoísta que había sido. Antonio seguramente no se quedaría con el perro. Sería una molestia para su estilo de vida, exigiría demasiado. Algo que él no estaba dispuesto a soportar.


–Muy bien, muy bien, me quedaré con el perro.


–Entonces será mejor que le pongas un nombre –sugirió Paula.


Pedro se encontró a sí mismo sonriendo. ¿Qué otra cosa podía hacerlo sonreír a las cuatro de la mañana? Era como si estuviera vivo por primera vez. Como si fuera el mejor momento para discutir sobre el nombre de un cachorro. «¿Por qué estás aquí?» parecía una pregunta irrelevante en aquel momento.


–¿Alguna sugerencia?


–Va a ser un perro grande, de modo que Chico o Renacuajo podrían estar bien. 


–Tú estás loca. Además, yo había pensando algo así como Rex o Rover.


–No tienes imaginación.


En realidad, sí la tenía. Estaba haciendo un gran esfuerzo de imaginación para ver su pijama bajo la chaqueta y, si lo animaban un poco, podría incluso quitarle otra capa de ropa.


–Supongo que estarás preguntándote qué hago aquí.


–Por el atuendo, supongo que tu casa se ha incendiado –contestó él, burlón.


–No, es que he soñado que tú me regalabas un perro –le confesó Paula.


–¿Ah, sí? –nada podría haberlo sorprendido más–. ¿Quieres entrar y contármelo? No creo que vuelva a dormirme enseguida.


–No, es igual. No tiene importancia.


–¿Cómo que no tiene importancia? Has salido de tu casa a las tres y media de la mañana para contármelo. Así que entra.


–Muy bien, de acuerdo.


–No te puedes imaginar la cantidad de pis que es capaz de generar este enano –suspiró Pedro, mientras entraba en la cocina–. En fin, menos mal que he dejado la cafetera encendida. Venga, dame tu chaqueta.


–No, no…


–Ya sé que llevas el pijama debajo. Y te recuerdo que ya he visto ese pijama antes.


–Está bien –rió Paula–. ¿Qué vas a hacer con… Fido cuando tengas que ir a trabajar?


–No pienso dejarlo aquí. Mira esa pobre jirafa del salón… me la traje de África y este vándalo la ha destrozado –suspiró él.


Paula se dió cuenta entonces de que sólo llevaba el pantalón del pijama. Se le había abierto un poco el albornoz y era evidente que iba desnudo de cintura para arriba. Al percatarse, prácticamente corrió hacia el salón para investigar el destrozo que el perro había hecho en la jirafa.


–¿Eso son marcas de dientes?


–Sí –contestó Pedro, saliendo de la cocina con dos tazas en la mano–. ¿Y qué dice en el libro de educación canina sobre cachorros que muerden jirafas? Nada. Miente.


–El pobre necesita juguetes para morder. ¿No tienes ninguno?


–No.


–¿Porque no esperabas convertirte en dueño de un perro? 

Promesa: Capítulo 30

Al principio Pedro pensó que estaba soñando. Parpadeó varias veces y se pasó una mano por los ojos. Era imposible que Paula Chaves hubiera ido a su casa a las tres y media de la mañana… casi las cuatro. No podía ser más que una extraña coincidencia que un coche idéntico al suyo estuviera pasando por su calle. Pero cuando pasó bajo la farola comprobó que era Paula quien iba al volante. Ella se detuvo en seco frente a la casa y salió del coche. Por la desgana que había en sus movimientos, intuyó que se sentía incómoda… o culpable por algo. Y que habría preferido que no la viera. Pero ¿Qué podía querer de él a esas horas?


–Hola.


–Hola –contestó Pedro. 


Si no estaba equivocado, debajo de la chaqueta llevaba el pijama rosa. Y, por primera vez en su vida, entendió que la gente se pellizcara para comprobar si estaban despiertos.


–¿Qué haces aquí fuera? –le preguntó Paula.


–El libro sobre educación canina dice que es más fácil entrenarlo si lo saco un par de veces cada noche.


–Para eso hace falta mucha disciplina –asintió ella, con gesto de aprobación.


Ese gesto le recordó que debía tener cuidado con Paula. Un hombre podía buscar su aprobación y olvidarse completamente de preguntar qué demonios hacía allí a las cuatro de la mañana, por ejemplo.


–¿Sabes ya qué nombre vas a ponerle? –preguntó Paula entonces, señalando al cachorro.


Sólo quería ganar tiempo y, por alguna razón, Pedro se lo permitió. Era una situación mágica estar allí, en su calle, a las cuatro de la mañana, los dos en pijama, hablando de un perro. Había viajado por todo el mundo en busca de experiencias y aventuras cuando la persona adecuada, o al menos esa persona, podía cambiar su mundo en el jardín de su casa. Era como un misterioso destino para él. Un hombre tardaría una vida entera en conocerla.


–No lo sé. Le llamo Caquitas o Cagón, depende de si estoy de buen o mal humor. Pero aún no he decidido un nombre. Y mejor no te cuento lo que le he llamado cuando se ha hecho caca en el jardín de la vecina.


–No, en realidad, quiero que me lo cuentes.


Un detalle pequeño, insignificante, pero lo había dicho como si de verdad tuviera interés por él, como si quisiera conocerlo todo, incluso sus momentos menos elegantes. Así que le contó el horrible insulto que había lanzado sobre el pobre animal y Paula soltó una carcajada.


–No sabes con qué cara me ha mirado la vecina. Es una señora tipo Diana.


–Ah, ya veo que no tienes mano izquierda con las ancianas.


–No, desde luego que no. Pero la verdad es que no sé si voy a poder quedarme con él.


–Eso es lo que yo pensaba después de las primeras noches con Valentina. No es que me preguntase si podría quedármela, claro, pero pensé que nunca sería capaz de hacerlo bien. 

Promesa: Capítulo 29

Esa noche, Paula soñó con el cachorro. En su sueño, llevaba un precioso lazo rojo y Pedro se lo daba como regalo. Cuando despertó, sorprendida, recordó su encuentro con él en la casa O’Brian. Recordó su expresión cuando le mostró el cachorro, como si no supiera lo que estaba pasando… ¡El cachorro había sido un regalo para ella! De repente, irracional o no, tenía que saber si era verdad. Si Pedro le había comprado un cachorro o todo era fruto del sueño. Y quería saberlo en persona.  Miró el despertador. Eran las tres y media de la mañana… No podía ir a casa de Pedro a las tres y media de la mañana. Por otro lado, decidió, ser impulsiva estaba bien. De modo que se puso una chaqueta y unos vaqueros sobre el pijama y subió al coche. Estaba casi llegando a casa de él cuando se dió cuenta de que lo que iba a hacer era una locura. ¡Pero si iba en zapatillas! Además, no podía hablar con Pedro sobre el cachorro sin saber si lo quería o no. Era un cachorro monísimo, pero ella no quería un perro. En aquel momento de su vida, lo importante era ella misma. Sería fácil dejarse llevar por lo que otras personas esperaban de ella. Sería muy fácil dejar que la ternura que sentía por él nublara su juicio… Entonces se dió cuenta de algo. Aquel viaje de madrugada hasta la casa de Pedro Alfonso no era por el cachorro. Era para ver si estaba solo. Un hombre como él no podía estar solo. Seguramente, sería igual que Antonio… No le gustaba pensar así de Pedro. No le gustaba sentir ese peso en el corazón. Por otro lado, ya la habían engañado una vez y eso le había dejado una marca imborrable. ¿No sería mejor ser precavida ahora que lamentarlo más tarde?


–Muy bien –dijo en voz alta–. ¿Qué pasaría si fuera a su casa? Si no hay otro coche en la puerta, sabré que está solo.


Pero cuanto más se acercaba, más se daba cuenta de que no quería hacer eso. Quería confiar. En Pedro, desde luego. Pero sobre todo en sí misma. Quería ser la clase de mujer que sabe juzgar a la gente, que puede confiar en su instinto. Además, si se dejaba llevar por la tentación, ¿Qué haría después? ¿Llamar por teléfono en medio de la noche? ¿Hacer de detective con los números de su móvil?


–No quiero ser esa persona.


Pero era demasiado tarde porque ya estaba en la calle de Pedro, una calle sin salida, y no había forma de escapar de allí si no era llegando hasta el final para luego dar la vuelta. La casa estaba a oscuras y no había otro coche estacionado. Pero cuando estaba empezando a respirar, aliviada, se encendió la luz del porche y él salió de la casa con un albornoz oscuro sobre el pijama y el cachorro en brazos. Medio dormido, dejó el cachorro en el suelo y miró alrededor. Y entonces la vió. Y se quedó inmóvil. Paula quería esconderse debajo del volante o pisar el acelerador, pero era demasiado tarde. Suspirando, se dio cuenta de que iba a tener que salir del coche y darle una explicación. Ninguna excusa, tendría que confesarle su crimen. Quería confesarle su crimen. Porque quería lo que nunca había tenido. Quería que la quisieran como era. Quería que la quisieran aunque se mostrase suspicaz, desconfiada. Quería que la quisieran a pesar de sus heridas; heridas que no tenían nada que ver con él. Si pudiera confiar en su corazón… porque le estaba diciendo que Pedro Alfonso podía ser el hombre que la querría tal y como era. 

jueves, 5 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 28

Paula lo acompañó, esperando que fuese un catálogo. Pero Pedro abrió el capó del coche y sacó una cesta… una cesta en la que había una bolita de pelo negro mirándola con cara de sueño.


–¡Dios mío, un cachorro!


Pedro tomó al cachorro y lo apoyó sobre su hombro.


–Dámelo, qué monada. Es precioso.


El animalillo bostezó perezosamente y apoyó la cabeza en su pecho.


–Es bonito, ¿Verdad?


–Siempre te he imaginado con un perro, Pedro.


–¿A mí?


–Sí, claro. La verdad, empezaba a preocuparme que tuvieras miedo del compromiso. Y un perro es un compromiso tremendo. Además, evidentemente éste es un perro para un hombre… mira qué patas. Va a ser enorme.


–Pero…


–Parece mezcla de labrador y newfoundland. ¿Dónde lo has encontrado?


–En un refugio. En realidad, no era lo que pensaba llevarme, pero me miró con esos ojazos marrones y no pude evitarlo.


–Pues vas a ser un papá estupendo para él –sonrió Paula–. ¡Y yo iré a verte a casa de Pedro! –añadió después, acariciando la cabecita del animal–. ¿Te parece bien?


–Sí, bueno, supongo que sí –contestó él, desconcertado.


¿Qué le pasaba? ¿Por qué no le decía que era para ella?


–Puede que yo algún día adopte un perro –dijo Paula entonces–. Pero anoche me dí cuenta de lo maravilloso que es ser responsable sólo de mí misma durante un tiempo.


–¿Ah, sí?


–Sí, claro. Ven, vamos a ver si encontramos un palo.


Paula dejó al cachorro en el suelo. Era demasiado joven para estar interesado en palos, pero se dedicó a explorar el jardín. Al principio, Pedro se quedó mirándolo, con las manos en los bolsillos del pantalón y gesto indiferente, pero al final el cachorro lo enamoró. Pronto estuvieron corriendo tras él, las orejitas al viento, riéndose al verlo hacer monadas. Después, ella le enseñó cómo iba la renovación de la casa. Aunque la había visto dos días antes, los cambios eran enormes. Aquel día habían puesto armarios de roble en la cocina y encimeras de mármol negro. Estaba quedando espectacular.


–Paula, estás haciendo un trabajo extraordinario. No sé si voy a poder vender esta casa.


–¿Sabes por qué me gusta tanto?


–¿Por qué?


–Porque me da esperanzas. Una casa vieja, descuidada… con todos esos elementos geniales, esa materia prima increíble, esperando que alguien le prestase atención.


–¿Y eso te da esperanzas?


–Claro. Porque yo creo que a la gente le pasa lo mismo.


–No estarás diciendo que tú eres vieja y descuidada, ¿Verdad?


–Sí, bueno, era las dos cosas. Y ahora siento que lo que me pasa a mí es lo que le está pasando a esta casa. Me estoy renovando.


–¿Ah, sí?


–Mi espíritu se está renovando. Y quiero darte las gracias por ello. Sé que habría encontrado el camino de vuelta en algún momento, pero me alegro mucho de que tú me hayas dado un empujón.


Se salvaron de un momento incómodo cuando el cachorro empezó a hacer pis sobre la inmaculada camisa blanca de Pedro. Riendo como niños, los dos salieron corriendo a la puerta.


–Gracias por restaurarme –dijo Paula.


Luego se puso de puntillas, le dió un beso en la cara y volvió al interior de la casa para evitar el mal trago. 

Promesa: Capítulo 27

 Entonces empezó a sonar el teléfono y corrió a la cocina para contestar. Era Valentina.


–No te imaginas lo que he estado haciendo estos días.


Le contó a su hija lo de la casa O’Brian, la excursión en moto con Pedro, le habló de Diana, de Marcos… hasta le contó el destrozo de cristales que había en el sótano.


–¿Mamá?

Paula se dió cuenta entonces de que Valentina estaba llorando.


–¿Qué te ocurre, cariño?


–No me pasa nada. Es que hacía años que no parecías tan feliz. Y eso me hace muy feliz a mí.


–Quieres decir que no me habías visto tan feliz desde que murió tu padre.


–No, no quiero decir eso. Quiero decir que nunca te había visto tan feliz.


Todos esos años intentando organizar el cumpleaños perfecto, haciéndole disfraces para las fiestas del colegio, ocupándose de que hiciera los deberes a tiempo y decorando la casa para Navidad… nada de eso había podido engañar a una niña.  Siguieron charlando durante un rato y, después de colgar, Paula se acercó a la ventana. Ahora entendía su fascinación por esa garza real. Ese ave representaba lo que ella no había tenido nunca: libertad. La oportunidad de ser feliz. Era la primera vez en muchos años que era responsable sólo de sí misma. Podía romper todas las figuritas de cristal que quisiera, tumbarse en la hierba, comprar el coche que le diera la gana, vestirse y peinarse como mejor le pareciese. Se abrazó a sí misma, mirando las estrellas, y pidió un deseo: saber lo que era alcanzar una de ellas, perseguir un sueño y poder tocarlo con los dedos. A la mañana siguiente, estaba en una ampliación del porche trasero de la casa O’Brian, una ampliación porque no estaba en el plano original, con Marcos. La madera estaba por completo carcomida, pero no le importó porque el sentimiento de felicidad que había experimentado la noche anterior seguía con ella.


–Yo creo que deberíamos tirarlo.


–Estoy de acuerdo. 


Estaba quitándose telarañas del pelo cuando vió el coche de Pedro en la puerta… Paula se quitó el mono de trabajo a toda velocidad y Marcos la miró de arriba abajo, apreciativo.


–¿Qué vas a hacer para el día de Acción de Gracias, Marcos?


–Pues… no lo sé.


–Mi hija volverá a casa de la universidad. A lo mejor te gustaría cenar con nosotras.


–¿Tu hija? –repitió él, sorprendido–. Sí, bueno, no sé… ya hablaremos.


Después de eso, se alejó hacia el otro lado de la casa.


–¿Dónde va con tanta prisa? –preguntó Pedro.


–Le he preguntado si quería cenar conmigo y con Valentina el día de Acción de Gracias… pero me parece que no le ha gustado mucho la idea.


–Ya me imagino. Una madre sólo quiere presentar a su hija cuando tiene ciertas intenciones. Además, la hija podría tener dos cabezas o pesar doscientos kilos.


–Yo no tengo ninguna intención. Y ya sabes que Valentina tiene una sola cabeza y pesa lo que tiene que pesar.


–Sí, yo lo sé. Pero no creo que Marcos lo sepa.


–¿Se puede saber qué tienes contra Marcos?


–Nada. Pero es un hombre. Y yo sé cómo piensan los hombres. No quiere salir con tu hija porque tendría que ser decente con ella… ya que te conoce a tí.


–¡Pedro! Eres un cínico.


–Sí, bueno, ¿Qué se le va a hacer? Ven, tengo algo para tí en el coche. 

Promesa: Capítulo 26

 Él no estaba preparado. No quería ver a Paula saliendo con otro hombre. Cuando colgó el teléfono, Pedro intentó decidir qué significaba eso. De repente, tuvo una inspiración. No iba a darle esos libros. Y tampoco iba a darle su número de teléfono a alguien como Ramiro. Nada de lecturas sobre los peligros del mundo. Paula nunca encontraría al hombre perfecto porque él sabía por experiencia que no había ningún hombre perfecto. La respuesta era tan evidente. La felicidad de Paula no pasaba por encontrar a un hombre. Ésa era una idea antigua y debería darle vergüenza haberlo pensado. No, la felicidad estaba en tener un propósito en la vida, como la casa O’Brian. De modo que tenía que encontrar un pasatiempo para ella. Algo que hacer cuando volviese de trabajar. ¿Qué sabía de ella? Le gustaban los pájaros, le gustaban las cosas antiguas. Le gustaba cocinar… ¡Clases de cocina! Eso era. La convencería para que fuese a una escuela de gastronomía. Pero ¿En qué estaba pensando? Eso debía de ser el equivalente a un club de solteros para mayores de treinta años. No, no. De vuelta a la casilla número uno. Unos buenos libros, quizá algunas películas en DVD. De nuevo, encendió el ordenador y se puso a buscar en Internet: Observación de aves para principiantes. Restauración de muebles antiguos. Una guía para hacer pan casero. Sonreía mientras llenaba su carrito virtual. Y entonces se detuvo. Por alguna razón, recordó su expresión mientras le preguntaba a Marcos cómo esperaba que fuera su futuro. Cuando Marcos contestó que quería tener un cachorro, Paula prácticamente se derritió. ¡Eso era, un cachorro! Una tonelada de libros y un cachorro para Paula Chaves. ¡Su vida estaría llena de cosas que hacer! ¿Y dónde iba a encontrar compañía más perfecta que la de un perro? Un amigo leal, afectuoso. Incluso podría aportarle seguridad en ese barrio tan poco seguro que había elegido para vivir. Silbando de alegría por haber encontrado, al fin, la respuesta, sacó del maletín todos los libros sobre cómo encontrar al hombre perfecto y los tiró a la basura. Ahora, lo único que tenía que hacer era encontrar al perro perfecto. 




Paula estaba sentada en el cuarto de estar, rodeada de cajas. Abrió una, sin el menor interés: fiambreras. Qué emocionante. Cerró la caja y escribió: "Cocina". Luego abrió la siguiente: toallas. Suficientes toallas para una mansión con cuatro cuartos de baños. Toallas que Antonio había usado. Cerró la caja y escribió: "Para la parroquia". No quería pensar en Antonio, de modo que dejó las cajas y fue al baño. Le gustaba lo que veía en el espejo: el pelo despeinado, las mejillas rojas del sol.  Sus ojos eran los de una persona que había decidido vivir. Y confiar. Pensó en Pedro dándole absurdos consejos para conocer hombres y tuvo que sonreír. Qué buen amigo. ¿Algún día sería algo más que eso? Él la hacía reír. En cierta forma, era tan cómodo como un sillón viejo y, por otro lado, era excitante estar con él. Había un mundo inexplorado en el verde de sus ojos.


–No te pases –dijo en voz alta–. Tienes que ir despacio. 


Eso era lo que le había enseñado la vida. Y, sobre todo, la muerte de su marido, mezclada con el descubrimiento de su infidelidad. Antonio había muerto en el incendio de un hotel en compañía de su amante de la que Paula jamás supo nada. Su marido había estado engañándola durante años mientras ella se ocupaba de dirigir la casa y criar a su hija. Pero las cosas entre ellos nunca fueron bien. Antonio se había casado con ella por obligación. Ese matrimonio y la niña habían sido su razón de vivir y una condena para él. De modo que siempre intentó compensarlo, tratando desesperadamente de ser lo que él quería para que no la odiase. Ni a ella ni a Valentina. Paula respiró profundamente. ¿Por qué seguía teniendo tanta influencia sobre ella? ¿Cómo se había atrevido a hacerla sentir culpable por el nacimiento de Valentina? ¿Cómo se había atrevido a tratar la idea de tener más hijos con desdén? ¿Cómo se había atrevido a tratar su amor por él como una obligación?  La siguiente caja que abrió estaba llena de carísimos objetos de cristal. A Antonio le encantaban los símbolos de riqueza. En los cumpleaños, aniversarios o Navidades siempre le regalaba algún objeto de cristal para añadir a su colección sin pensar siquiera que lo único que ella quería era un regalo hecho con cariño. Cerró la caja, pero no puso una etiqueta. La bajó al sótano y, después de dejarla sobre el duro suelo de cemento, tomó una figurita de cristal… que lanzó contra el suelo con todas sus fuerzas. Cuando terminó con la caja, el sótano estaba cubierto de cristales y ella había gritado hasta quedarse ronca. Había insultado a Antonio como no lo hizo jamás en veinte años de matrimonio. Y ahora, agotada, miró la pila de cristales y le dio un ataque de risa. Paula Chaves, sola en el sótano de su casa, gritando como una loca, diciendo palabrotas que harían sonrojar a un marinero. Pero ahora se sentía en paz. 

Promesa: Capítulo 25

Si era sincero consigo mismo, no le hacía mucha gracia. No quería pensar en Paula saliendo con otro hombre. El mundo era una jungla y, al final, alguno de ellos le haría daño. Entonces volvió a mirar la lista. Una cosa estaba clara: el hombre perfecto para Paula era él. Salvo por una cosa. Aún no había sido completamente sincero con ella. Y como le había dado su palabra de honor a un hombre muerto, nunca podría serlo. Pedro pensó en el secreto de Antonio, sintiendo un peso en el corazón. Había una niña por ahí. Ahora tendría casi dos años. Su tía Fernanda, la hermana de la amante de Antonio, joven y asustada, se había hecho cargo de ella. Pedro controlaba el fideicomiso que Antonio había dejado para ella y estaba en contacto con la joven, que no siempre sabía qué hacer con una niña tan pequeña. El secreto de Antonio. Y el suyo. Suspiró, enterrando la cara entre las manos. ¿Por qué pensaba en contárselo a Paula? ¿No había sufrido ya suficiente? ¿Qué conseguiría contándole la doble traición de su marido? Pero ese secreto, y su papel en él, significaba que no era el hombre perfecto para ella. Y eso lo entristecía y lo aliviaba al mismo tiempo. Se obligó a sí mismo a mirar la lista de nuevo, analizándola para ser práctico. Si no podía ayudarla a encontrar al hombre perfecto, al menos podría ayudarla a desarrollar un criterio adecuado. Pero él no podía ser ese hombre porque Paula no le perdonaría nunca que le hubiera escondido la existencia de la otra hija de Antonio. Por eso, haber pasado el día con ella había sido un error. Porque él sabía algo que Paula no sabía: que nunca podría haber nada entre ellos. Aun así, se sentía tan responsable por ella como por el secreto de Antonio. De modo que tomó el teléfono y marcó su número.


–Hola. ¿Qué tal si cenamos juntos mañana?


–Sí, claro –Paula parecía sorprendida y contenta a la vez.


Con los libros envueltos en papel de regalo, Pedro se sentó a cenar con Paula al día siguiente. Pero el momento perfecto para sacar los libros del capó del coche no parecía llegar nunca. De modo que pasó por la casa O’Brian al día siguiente. Y allí estaba ella, con el pelo cubierto de polvo. Era una especie de visión de lo que sería dentro de treinta años. Sería tan guapa con el pelo blanco como lo era en aquel momento. Y él terminó hablando de la casa en lugar de darle los libros. Bajo la supervisión de Paula, la casa empezaba a parecer una auténtica mansión. Sus ideas sobre el color y los materiales la estaban transformando por completo. Incluso Diana, que estaba allí para ayudar a elegir los azulejos de la cocina, le sonrió. Y Pedro decidió invitarlas a comer. Se juró a sí mismo que le daría los manuales para encontrar al hombre perfecto la próxima vez que la viera. Pero entonces le invitaron a ver una casa que acababa de ser renovada. ¿A quién le gustaría eso más que a Paula? La recogió en la casa O’Brian y fueron paseando por las agradables calles del viejo barrio. Las hojas empezaban a volverse rojas y doradas y crujían bajos sus pies. La casa en venta era de un competidor con el que Pedro mantenía una buena relación y estuvieron haciendo comparaciones y buscando ideas. Luego le presentó a su competidor, Ramiro Jurrassi, un hombre al que apreciaba y respetaba. 


Ramiro lo llamó por la noche.


–¿Hay algo entre la mujer con la que fuiste a la inauguración y tú? ¿Has dicho que era la directora de uno de tus proyectos?


–Y la viuda de Antonio.


–Ah.


Un «ah» cargado de significado. Todo el mundo se había enterado de lo de Antonio.


–Mira, no sé si te importará que la llame un día de éstos.


–¿Como qué, como directora de algún proyecto?


Ramiro rió, incomodo.


–No, algo de naturaleza más personal.


Pedro se quedó callado. ¿No era eso lo que quería para Paula? ¿Un hombre respetable, con dinero, maduro? Un hombre que era, en su opinión, absolutamente honorable. Ramiro era viudo también y un buen padre para sus hijos.


–No está preparada –se oyó decir a sí mismo–. La muerte de Antonio aún está muy reciente. 

martes, 3 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 24

 En la puerta de su casa, Pedro observaba a Paula, que se despedía de él sacando la mano por la ventanilla de su diminuto coche. «Esto no ha salido como yo quería», pensó. Su objetivo aquel día había sido educarla, ayudarla a entrar en el mundo de los solteros… un mundo lleno de hombres lujuriosos que le mentirían para aprovecharse de ella. Al fin y al cabo, Paula era una mujer muy guapa y con dinero. Eso podría convertirla en el objetivo de muchos sinvergüenzas. Pero el objetivo se le había olvidado por completo, perdido en su risa, en la sensación que provocaba tener sus brazos alrededor mientras iban en la moto, sus piernas rozando las suyas. ¿Cómo iba a recordar un hombre lo que debía hacer en esas circunstancias? Seguramente habría hecho el ridículo, pero al menos había descubierto que Paula no era tan ingenua como pensaba.


–O sea, que ahora hay mujeres mayores que buscan chicos jóvenes para salir –le había dicho, irónica–. Pero eso ha ocurrido siempre, hombre.


–Sí, bueno, es posible. Pero ahora ocurre más a menudo.


–¿Y tú crees que yo podría ser una de esas mujeres?


–¡No, por favor! Pero un chico joven, Marcos, por ejemplo, podría pensar que es así.


En fin, si Marcos la llamaba «mamá» eso sería un poco difícil.


–¿Y dónde has aprendido tú esas cosas? –sonrió Paula.


–En la televisión. ¿Es que tú no ves la televisión?


–No, cuando tengo tiempo libre prefiero leer.


Pedro asintió con la cabeza. Allí, en el restaurante, tomando un café, se daba cuenta de lo a gusto que estaba con ella. Una mujer de su generación, que entendía la vida como él, con tantas cosas en común. Hablaron sobre Valentina, sobre casas viejas y nuevas… La conversación fluía con facilidad y se reían de todo. No sabía que su vida se había vuelto tan seria hasta que Paula le devolvió la risa. Después del café, dieron una vuelta por las tiendas de antigüedades de la zona: Longview, Black Diamond, Turner Valley, Bragg Creek. No había esperado que se les hiciera de noche, pero así fue. Y, sin embargo, no le apetecía nada que terminase el día. Pero había sido ella quien insistió en volver a casa.


–¡Tengo que sacar las cosas de las cajas! Aún no he podido abrirlas todas.


Ahora, viéndola alejarse en su diminuto coche, recordó que había prometido ayudarla. ¿Debería ir a su casa? No. Ése no era el plan. Desde el primer momento, Pedro había sabido que necesitaría un plan para tratar con Paula Chaves. Y aquel día no había puesto el plan en acción. Todo lo contrario. Disciplinado, entró en su casa y encendió el ordenador para hacer una lista de todo lo que ella debía controlar cuando tratase con un hombre: saber si tenía trabajo y durante cuánto tiempo había trabajado en la misma empresa. Averiguar cuánto dinero ganaba, preguntarle por sus relaciones pasadas y cómo se llevaba con su familia. Debía descubrir si era una persona de confianza, si tenía amigos, si tomaba drogas, si hacía algo por la comunidad… No podía dejar que volviera a salir con hombres sin darle toda esa información. Le gustaba leer, de modo que buscó libros para ella en Internet. Había una gran selección de libros de autoayuda: Cómo encontrar al compañero perfecto, Cómo descifrar el lenguaje de los hombres… Pedro estaba agotado cuando terminó. Pero había pedido media docena de libros, los que le parecían más prometedores. 

Promesa: Capítulo 23

 –Sólo somos amigos –se dijo a sí misma–. Y vamos a pasar el día juntos. Nada más.


Pero no era eso lo que vio en los ojos de Pedro cuando salió del baño.


–Estás muy guapa.


Paula lo fulminó con la mirada. Ésa no era manera de empezar un día con un amigo.


–¿Por qué me miras con esa cara?


–No quiero que las cosas se compliquen entre nosotros, Pedro.


–Muy bien. Nada de bañeras, nada de galletas y nada de besos.


–Perfecto –asintió ella–. Eso es lo que quiero.


Mientras salían de la casa, Pedro dejó escapar un suspiro. Pero se encargó muy mucho de disimular.


Paula había pensado que tendría miedo de viajar en la moto, pero Pedro conducía tan bien que, en cuanto salieron a la autopista, se sintió encantada. Además, era evidente que estaba en forma. Tenía que abrazarlo por detrás y podía jurar sobre la Biblia que no tenía una onza de grasa en el estómago. Hacía un día maravilloso, perfecto para ir de merienda. Las hojas de los árboles empezaban a volverse doradas y el sol caía suavemente sobre los campos que bordeaban la carretera. Pronto se cruzaron con un grupo de vaqueros moviendo ganado a los pastos del norte y, en la distancia, podían ver las Rocosas.


–Mira –dijo Pedro, deteniendo la moto en el arcén.


Estaba señalando un pájaro enorme que Paula reconoció porque había comprado recientemente un libro sobre aves. Era un águila dorada, más grande incluso que el águila calva. Estaba apoyada en un árbol, mirándolos. Pero, de repente, abrió las alas y salió volando.


–¿Qué tal? –preguntó Pedro, volviendo la cabeza.


–Bien, me encanta. Es tan… liberador. Seguramente viajar en moto es lo más parecido a volar.


–Y no tienes que usar paracaídas.


Estuvieron observando al águila durante unos segundos y luego Pedro arrancó de nuevo. Pronto llegaron a una carretera vecinal flanqueada por álamos y, unos minutos después, los árboles dieron paso a la hierba. Estaban en los famosos prados de Alberta. Cuando llegaron al pueblo de Longview, decidió parar en un restaurante para tomar café. Pero, con una sonrisa diabólica en los labios, pidió también dos galletas de chocolate.


–Prometiste que nada de galletas –protestó Paula.


–Debo tentarte con algo.


–¿Por qué?


–Porque te traído aquí con un motivo secreto.


–¿Ah, sí?


–Quiero que me cuentes qué sabes de la vida de los solteros.


–No te entiendo.


–Por ejemplo, ¿Tú sabes que ahora la gente se acuesta en la primera cita? Eso no pasaba cuando nosotros éramos jóvenes.


–¿Se puede saber qué clase de pregunta es ésa? –preguntó Paula, después de atragantarse con la galleta.


–Sólo era una pregunta. Por hablar de algo.


–Eso no es verdad.


–Sí, bueno, lo cierto es que estoy un poco preocupado por tí. Ya sabes, volver al mundo de los solteros… los jóvenes te encuentran atractiva y podrías… en fin, pasarlo mal.


–¿Los jóvenes me encuentran atractiva?


–Pues claro. Marcos, por ejemplo.


–Marcos me llama «señora» –sonrió Paula–. Incluso mamá.


–¿Ah, sí?


–Es que el otro día le llevé un bocadillo y limonada casera.


–Bueno, yo no estaba pensando específicamente en Marcos. Más bien en… no sé, hombres en general, desconocidos. Creo que deberías saber lo que puedes esperar.


Paula se alegraba de haber dejado la galleta porque seguramente volvería a atragantarse cuando le diera la risa. Pedro parecía haber olvidado que tenía una hija de dieciocho años, de modo que estaba muy al día sobre los «métodos» de ligoteo de los chicos y chicas de hoy en dia.


-Qué buena idea. ¿Por qué no me cuentas todo lo que sabes?