Pedro se sentó frente a ella, que estaba temblando, y le tomó las manos.
—Ayer, cuando llegué a casa y te habías ido… cuando me enteré de que habías conducido y te encontré en la carretera creo que envejecí décadas en cuestión de media hora. Te imaginaba tirada en el fondo de un barranco.
—Pero estoy bien.
—Lo sé, pero eso me hizo ver algo. Desde el principio te juzgué como una mujer mala y manipuladora, como una cazafortunas, pero todas esas ideas comenzaron a caer mucho antes de que estuviera preparado para admitirlo. Fue cuando te ví firmar el acuerdo prematrimonial sin inmutarte, cuando ví la conexión que tienen mi padre y tú, tu determinación a vestir de negro. Y la noche de tu cumpleaños, que fue un desastre.
Cuando ella intentó protestar ante ese último comentario, él añadió:
—Lo fue. Y luego vino… el aborto… Perdimos al bebé por mi empecinamiento.
—Pedro, no puedes decir eso. No pienses eso. No fue culpa tuya.
—Tengo que dejarte marchar, Paula. Nunca debería haberte traído aquí. Siento mucho haberle traído más dolor y sufrimiento a tu vida. El bebé…
Paula no podía respirar. Se levantó. Sabía que debería estar contenta con esas palabras, pero se sentía como si se estuviera muriendo.
—Pero la deuda. Aún te debo la deuda —dijo en un intento patético de buscar una excusa para quedarse.
Pedro también se levantó.
—Ya está saldada.
—No.
—Ya está, Paula. Tú fuiste tan víctima de tu hermano como Malena. Hago esto por tí, y en su memoria. Ella no te desearía algo así y yo tampoco.
—Pero… —le costaba asimilar que él quisiera que se fuera y que ella no estuviera feliz ante la idea de quedar libre.
—Ya eres libre. Puedes irte a casa. Ya he buscado un piso en Dublín. Te lo compraré para ayudarte a empezar de nuevo y también puedo encontrarte un trabajo.
—No. No tienes por qué hacer eso —le dijo llorando.
—Claro que puedo.
Se quedaron en silencio un instante antes de que Pedro añadiera, mirándola a los ojos:
—Es lo mínimo que puedo hacer por la mujer que amo y a la que tanto daño he hecho.
A Paula se le detuvo el corazón. Y el tiempo se paró.
—¿Qué has dicho?
Pedro estaba quieto como una estatua.
—He dicho que es lo mínimo que puedo hacer por la mujer que amo.
—No… —dijo sacudiendo la cabeza, y sintiéndose como si el mundo estuviera derrumbándose a su alrededor.
—Sí. Me he enamorado de tí. Y desde el momento en que me alejé de tí aquella mañana en Londres, no he podido sacarte de mi cabeza. Habría buscado cualquier excusa para volver a tu lado. No tengo derecho a mantenerte aquí cuando lo que siempre has deseado ha sido tu libertad. No seré un tirano como tu hermano. Tienes el poder de vengarte de mí. Paula… si te vas. Me parecía justo decírtelo para que pudieras recibir alguna satisfacción. Pero si tu corazón te animara a quedarte y a darle a este matrimonio una oportunidad… me harías el hombre más feliz del mundo.
Paula no tenía ninguna duda de que él se sentía culpable por lo del bebé, de que estaba culpándose por haber desconfiado de ella, pero ¿Cómo podría sobrevivir si ahora se dejaba caer en sus brazos para ver cómo, en cuestión de meses o semanas, se cansaba de ella? Había sido un playboy hasta que la había conocido.
Sacudió la cabeza y, al hacerlo, vió el rostro de Pedro ensombrecerse, pero se dijo que estaba tomando la decisión correcta…, aunque no se lo pareciera.
—Tienes razón. Lo que siempre he querido ha sido ser libre y, si estás dispuesto a dejarme marchar… me gustaría hacerlo —su corazón se contrajo de dolor, pero se recordó que estaba protegiéndose a sí misma. No sería capaz de soportar más dolor ni más sufrimiento y, si se quedaba, eso era lo único que obtendría.
—Por supuesto, si eso es lo que deseas. Tomás te llevará al aeropuerto en una hora. Haré que recojan tus cosas y te las envíen. Te dejaré decidir en lo que respecta a nuestro matrimonio. He destruido el acuerdo, así que, aunque decidas separarte, no te faltará de nada. Lo único que te pido es que lo pienses bien antes de tomar la última decisión.
Si Paula necesitaba una señal, ahí la tenía: él ni siquiera había intentado convencerla para que cambiara de opinión. Al no poder articular palabra, simplemente asintió y después, antes de romperse en dos, salió del despacho.
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