martes, 18 de febrero de 2020

Venganza: Capítulo 37

Cuando alguien chocó con una de las camareras y las bebidas se le cayeron de la bandeja. Paula se levantó enseguida para ayudar a la chica. Y eso fue todo lo que sucedió. Una vez que ella había terminado con su actuación de la buena samaritana y Pedro le había dado a la camarera una importante propina, la sacó de allí.

—¿Te apetece caminar? No está lejos y podemos ir paseando por la playa.

—Suena bien —dijo ella aliviada.

Ese momento en el que caminaron por la playa bajo la luz de la luna y con los zapatos en la mano fue, para Paula, el momento más relajado de toda la noche. Se sentía culpable por no haberse divertido, pero ni ese lugar ni el club social iban con ella. El corazón se le encogió porque sin duda esos lugares sí que iban con Pedro, al igual que la villa donde él se «entretenía» y recibía a sus visitas.

—Es precioso —dijo Paula mirando al cielo—. Es como si pudiera tocar las estrellas con sólo alargar la mano.

Pedro estaba muy callado a su lado y cuando lo miró, lo vió de perfil, contemplando también las estrellas. Al llegar a la villa, accediendo por la parte trasera, Pedro le dió la mano para recorrer el camino de piedras. Paula se levantó el vestido para caminar con mayor facilidad y, cuando él la rodeó por la cintura con un brazo para llevarla hacia sí, se creó un momento de tensión.

—Pedro…

Pero sus palabras se las trago un apasionado beso. A Paula se le cayeron los zapatos de su temblorosa mano e instintivamente lo rodeó por el cuello. Lo había estado deseando durante las últimas semanas. Estar lejos de él había sido algo necesario para su salud mental y para recuperarse, pero había estado anhelando sus brazos, los mismos que la habían rodeado cuando lloró por la pérdida del bebé. Y su boca, sus besos. Se sentía como si Pedro le estuviera robando el alma con ese beso. Cuando se apartaron, él se la quedó mirando un instante antes de recoger los zapatos y entrar en la casa. A Paula no le importaba estar allí ni lo frío que pudiera resultarle ese lugar. Ella también se sentía fría por dentro, aunque sabía que sólo Pedro podía remediar eso. Él se giró hacia ella y, justo cuando la habría vuelto a tomar en sus brazos, se detuvo. Vió el deseo que se reflejaba en sus ojos verdes, vió su boca ya inflamada por sus besos… y también vio las bolsas ligeramente moradas bajo sus ojos y la vulnerabilidad de su cuerpo. No podía seguir ignorándolo. Las cosas estaban cambiando: o ella estaba jugando a ser una completa ingenua o esa chica era algo que él no creía que pudiera existir. La besó en la frente y la llevó a su dormitorio.

—Duerme, Paula. Estás cansada…

Durante un momento ella no dijo nada y entró en su dormitorio, pero tras unos pasos se giró y, sonriendo ligeramente, le dijo:

—Gracias por esto —se refería a los pendientes—, y por todo. Lo he pasado muy bien. Y cuando volvió a girarse el mundo de Pedro se puso del revés.

La noche siguiente Paula estaba sentada en la terraza después de haber cenado con Horacio y terminando la partida de ajedrez que habían comenzado tiempo antes. Estaba enfadada consigo misma. Debería haber estado tranquila, relajada, pero desde que Pedro le había informado de que estaría en Roma durante varios días por temas de negocios, se había sentido muy inquieta. Horacio la sorprendió diciéndole de pronto:

—Pedro no es un hombre de trato fácil. Soy bien consciente de eso.

—Horacio, por favor, no tiene por qué…

—¿Sabías que la madre de Malena y Pedro se marchó cuando él tenía doce años y ella cuatro?

Paula negó con la cabeza. ¿Era ésa la razón por la que siempre se mostraba tan desconfiado? Horacio suspiró con fuerza antes de mover ficha.

—Hacía tiempo que mi esposa y yo no éramos felices. Lo cierto era que el nuestro había sido un matrimonio concertado y que ella estaba enamorada de otro hombre, pero después de casarnos y de tener a los niños, creí que lo había olvidado.

Paula se quedó en silencio y vió en Horacio una expresión que le dió un aspecto más cansado, más mayor, más frágil.

—Comenzó a actuar de un modo extraño; salía a unas horas muy extrañas y se mostraba distante. Sospeché que se estaba viendo con alguien y se lo dije. Ella admitió que había estado viéndose con el hombre al que siempre había amado, que se había quedado viudo y al cuidado de un hijo. Ana me dijo que él le había pedido que volviera a su lado y que lo ayudara a criar al niño.

Paula dejó escapar un grito ahogado, pero Silvio no pareció oírlo.

—Le supliqué que se quedara, pero fue en vano. No sé qué sabían los niños exactamente, pero algo sabían. El día en que decidió marcharse estaban esperándola en el vestíbulo. Esa mañana se habían negado a ir al colegio. ¿Quién sabe? Tal vez nos oyeron discutir… Se quedaron allí, sin decir nada, los dos agarrados de la mano. Cuando Ana salió con su maleta, Malena echó a correr tras ella, gritando y llorando, suplicándole que se detuviera, aferrándose a su ropa. Ana tuvo que apartarla a un lado y fue en ese momento cuando Pedro salió corriendo. La siguió mientras le preguntaba por qué, por qué, por qué, una y otra vez. Ana iba a subirse al coche; su amante tenía el motor encendido y dentro también estaba el niño. Pedro sujetaba la puerta, no le dejaba que la cerrara. Al final. Ana se bajó del coche y lo abofeteó… tan fuerte que yo lo pude oír desde dentro de la casa. Sólo entonces Pedro dejó de preguntarle por qué.

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