jueves, 27 de febrero de 2020

La Adivina: Capítulo 1

Un mes más tarde


Pedro Alfonso seguía a una Harley Davidson hasta el estacionamiento del Ayuntamiento, esperando que sólo estuviera de paso por la ciudad. La feria llegaría a Blossom a principios de la semana siguiente y lo último que necesitaba era preocuparse por una invasión de moteros. Aunque eso podría ser bueno para el pueblo. Si los miembros del Comité de Comportamiento Ético veían aquella figura envuelta en cuero negro, eso podría distraerlos de sus objeciones a la feria. Tomó su maletín y salió del coche. El extraño había aparcado su moto y estaba levantando la pierna para bajar de ella. Extrañado por la gracia de sus movimientos y su pequeña estatura, no se sorprendió cuando, al quitarse el casco, apareció una melena de rizos cobrizos y un perfil delicado. Pero al verla sintió que su pacífica existencia estaba en peligro. Un miedo que fue confirmado cuando la exótica desconocida clavó en él una mirada tan negra como el cuero que la cubría de arriba abajo. El impacto de esa mirada fue como una caricia hasta que ella rompió el contacto visual, volviéndose para hablar con una mujer que entraba en el edificio.

Pedro dejó escapar un suspiro. Ya no había duda: acababa de llegar un problema a Blossom, subido sobre una Harley. Pero, con un poco de suerte, no se quedaría allí mucho tiempo. La vida se estaba convirtiendo en algo previsible. Como él quería: su hija, su familia, su pueblo. Cosas sencillas, felices, sanas. En su mayor parte. Sí, muy bien, su hija estaba creciendo sin una madre, su propia madre no quería saber nada de responsabilidades y el pueblo seguía recuperándose de un serio revés económico. La cuestión era que a todos les iba bien. Y, con el tiempo, les iría mejor, sin duda. Aferrándose a ese pensamiento consolador, apartó la mirada de la tentadora visión en cuero negro y se dirigió a su oficina. Diez minutos después, su secretaria lo llamaba por el intercomunicador:

–Pedro, ¿Tienes unos minutos para Lady Pandora?

¿Lady Pandora? Aquello era peor de lo que había pensado. ¿Cuántas posibilidades había de que dos exóticos visitantes hubieran llegado a Blossom en el mismo día?

–Dile que pase.

Pedro se levantó del sillón y esperó hasta que su secretaria entró en el despacho, acompañando a Lady Pandora que, como había esperado, resultó ser la joven vestida de cuero negro. Era más guapa de lo que le había parecido antes. Los rizos oscuros enmarcaban un rostro de facciones delicadas, pómulos altos, cejas ligeramente arqueadas y unos labios brillantes y generosos. De cerca, descubrió que sus ojos no eran negros, sino de un tono chocolate. Y brillaban con una especie de reto.

–Señorita… Pandora –dijo, ofreciéndole su mano, para recibir su guante como respuesta.

Ella le devolvió el apretón antes de sentarse graciosamente en una de las sillas que había frente al escritorio. Luego se quitó los guantes y bajó la cremallera de la chaqueta de cuero, revelando una especie de camisola negra de encaje. Pedro se sentó, secándose secretamente el sudor de las manos en el pantalón.

–¿Qué puedo hacer por usted?

–Puede dejarme el sitio que me corresponde en la feria –anunció ella, con voz clara y rotunda.

–¿Y qué sitio es ése? –preguntó Pedro.

Como si no lo supiera. Lady Pandora, seguro. Más bien, Lady Charlatana. Pedro hizo una mueca, decepcionado. Aquella preciosa y exótica criatura era un parásito de la peor clase. Tenía que ser la echadora de cartas a la que había prohibido la entrada en la feria el año anterior. En su experiencia, los echadores de cartas, adivinos y magos no eran más que unos sinvergüenzas que se aprovechaban de los más inocentes, dándoles falsas esperanzas y malos consejos. Y eso cuando no timaban descaradamente a la gente para sacarles los ahorros de toda una vida.

–Supongo que sabrá que en Blossom hemos decidido no tener una echadora de cartas en la feria, señorita Pandora.

–Llámeme señorita Chaves. Lady Pandora es mi nombre profesional. Y sí, como ha imaginado, soy echadora de cartas. Veo que usted lo desaprueba, pero creo que me juzga de una manera demasiado severa. Hay gente sin escrúpulos en todas partes, pero eso no significa que todos seamos unos sinvergüenzas o unos parásitos –replicó ella, mirándolo a los ojos–. Puede que le sorprenda saber, señor alcalde, que la opinión general de la gente es que los políticos son todos corruptos y faltos de integridad y que sólo les interesa su propio beneficio. En fin, que se aprovechan de las masas inocentes para forrarse el bolsillo.

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