—Ahórrate tu preocupación fingida. Seguro que te alegrarías si me achicharrara viva.
Pedro le lanzó una fría mirada antes de dar un paso atrás e indicarle que fuera entrando en la villa.
Lucía, la sonriente ama de llaves de Pedro y esposa de Tomás, la llevó hasta un lujoso dormitorio. La barrera idiomática hizo que Paula se limitara simplemente a sonreírle para darle las gracias e indicarle mediante gestos que ella misma desharía su equipaje. La casa por dentro era blanca y luminosa, llena de espacios abiertos y muy acogedora. Había visto un gran salón con una enorme televisión de plasma y estanterías cargadas de libros. También había visto un comedor con una gran mesa blanca y veinte sillas a juego y un jarrón con unas exóticas flores rojas en el centro. Su nuevo dormitorio también era blanco y había sido un alivio ver que, aparentemente, no era el dormitorio de Vicenzo. Era demasiado femenino. Verse forzada a compartir una cama con él sería demasiado y sabía que no podría soportarlo. Las puertas del patio se abrían hacia un gran jardín interior con columnas de piedra sobre las que se sostenía una pasarela que conectaba la sección interior de esa parte de la villa. Había vasijas con flores por todas partes que creaban un ambiente lleno de encanto. La tranquilidad y la paz de ese lugar le aliviaron un poco el alma. Alguien llamó a la puerta y ella la abrió con cautela para encontrarse allí a Pedro, guapísimo con unos pantalones chinos y una camisa lisa blanca. ¡Maldito sea por hacerla sentir así cuando lo odiaba tanto!
—Vendré a buscarte a las ocho para cenar.
—Ya he visto dónde está el comedor. Puedo encontrarlo…
—Iremos juntos. Mi padre utiliza otra parte de la villa, pero no hay duda de que esperará que compartamos la cama de matrimonio —se acercó, y Paula retrocedió automáticamente y con el corazón acelerado. Pedro sonrió—. Y como tendremos que dormir juntos. Paula, estoy seguro de que apreciarás que no quiera compartir una cama contigo más tiempo del necesario.
Paula sintió pánico; esa sensación ya estaba empezando a ser demasiado habitual.
—Si no te importa, estás bloqueando la puerta.
Con una última sonrisa burlona que ella deseó poder borrarle de la cara de un bofetón, Pedro dió un paso atrás y Paula tuvo que controlarse para no cerrar de un portazo.
A las ocho de esa noche los dos estaban en la puerta del comedor. A Paula se le encogió el estómago y unas gotas de sudor le cubrieron la frente. Llevaba un vestido negro de cuello alto y por las rodillas, lo más inofensivo que había encontrado para conocer al padre de Pedro. Era bien consciente del dolor por el que debía de haber pasado el hombre y se sentía culpable en nombre de su hermano, por la estela de destrucción que había dejado tras él. Pedro la agarró del codo, la metió en el comedor y le presentó a su padre. Ella vio un viejo rostro marcado por las arrugas y oscurecido por el sol, un cabello plateado y unos ojos sorprendentemente brillantes. Tuvo la inmediata impresión de que era un hombre bueno y amable. Bueno, pero hundido. ¡Dios! No tenía duda de que Pedro iba a disfrutar cada minuto. No tenía duda de que eso era parte de su plan: haberla llevado allí para verse cara a cara con la devastación causada por los actos de su hermano. A medida que se acercaba, también se dió cuenta de que el hombre estaba sentado en una silla de ruedas. Se detuvo ante él e hizo algo completamente instintivo. Se agachó para quedar a su misma altura y, embargada por la emoción, le dijo:
—Signore Alfonso, lamento mucho su pérdida, y…
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