Pedro alzó la cabeza. ¿Era emoción eso que había oído en su voz? La había visto desde la puerta, moviéndose por la cocina, con una sencilla camiseta negra y una falda negra, y el color negro lo había enfurecido. Suponía que debía de estar enfadada porque ahora sabía que estaba verdaderamente atrapada; había firmado el acuerdo prenupcial esa mañana y aunque no lo había mostrado, no debía de haber sido fácil para ella renunciar a la fortuna que podría haberle reclamado de no haber habido acuerdo. Él se lo había puesto muy fácil y lo había dejado claro: si se marchaba y renunciaba al niño, sería bien recompensada. No dudaba ni por un segundo que ella fuera a tomar esa opción. Sin embargo, tenía que admitir que la noche anterior casi había esperado que Paula lo sedujera para intentar asegurarse más dinero…, pero no lo había hecho. Había sido él el que se había abalanzado sobre ella. Se centró en extraer el sorprendentemente grande cristal y la oyó gemir de dolor al hacerlo; después buscó algo para limpiar la herida. Oír ese sonido de dolor lo había afectado más de lo que quería admitir. Le levantó la cara, pero sus ojos estaban cerrados y tenía la boca apretada formando una fina línea. Pudo ver una lágrima cayéndole por la mejilla. Se sintió conmovido de algún modo e instintivamente le secó la lágrima con su pulgar.
—Ya te he quitado el cristal.
A Pedro le ardía la sangre, no podía evitar hacer lo que había estado queriendo hacer desde aquella noche en Londres, lo que ella le había impedido hacer antes… la besó. Le rodeó la cara con las manos y le soltó el cabello para que le cayera sobre la espalda. Paula sabía que debía rebelarse, aunque apenas podía respirar al sentir la boca de él ejerciendo una cálida y embriagadora presión sobre sus labios. Pero el dolor seguía ahí, su rechazo seguía vivo y no podía creer que le hubiera dejado verla llorar. Estaba hecha un lío; allí estaba, con su enemigo mortal, un hombre que la había hecho un daño inmenso, y aun así lo único que quería era perderse en su abrazo. Todo era como aquella primera noche: el intenso deseo tomando forma en su interior y borrando sus preocupaciones, las razones por las que no debería estar haciendo eso… La lengua de Pedro recorría sus labios con más intensidad, pero ella seguía sin ceder. Sin embargo, su traicionero corazón había comenzado a latir de nuevo y en ese instante supo que estaba perdiendo fuerza. No podía vencerlo. Y así, con un diminuto gemido de frustración. Paula dejó de apretar los labios. Pedro le sujetó la cabeza con más fuerza y se situó entre sus piernas, encendiendo un fuego dentro de ella; y después, con una finura devastadora, la besó hasta que ella no pudo resistirse más y abrió la boca, aceptando la invasión de la lengua de Pedro, permitiéndole saborearla exactamente como ella había deseado que hiciera aquella noche en Londres. La mezcla de alivio y deseo la estaba mareando mientras se aferraba a sus fuertes hombros en esa vorágine de sensaciones.
—Rodéame con tus piernas —le dijo él con una voz grave e intensa.
Y ella lo hizo automáticamente. Pedro posó una mano sobre su trasero y la sacó de la cocina. Ella deseaba que la besara otra vez y que nunca dejara de hacerlo. Deseaba que le hiciera olvidar, como lo había hecho antes. Pero, ante todo, lo deseaba a él. Lo besaba por el cuello, por la mandíbula, por todos los lugares adonde alcanzaba. El sabor de su piel bajo su boca estaba haciendo que su sangre y su vientre ardieran. Cuando él la tendió sobre la cama de su dormitorio, se desnudó con impaciencia y con su gloriosa desnudez, se tumbó a su lado. Le quitó la camiseta y el sujetador y, al deslizar una mano sobre uno de sus tersos y sensibles pechos, ella arqueó la espalda y cerró los ojos mientras se mordía el labio. Pedro le bajó la falda y durante un instante se quedaron mirándose fijamente a los ojos. Después, él agachó la cabeza y tomó su boca en un largo beso. Paula había temido que no volviera a besarla, pero ahora sus lenguas se enredaban acaloradamente. Ella se arqueó contra él, para sentir el roce de sus pechos contra su torso. Tras recorrerle la espalda con una mano, dejando una línea de fuego a su paso, Pedro cubrió una de sus nalgas y le quitó las braguitas. Ella podía sentir ese familiar deseo en su interior, esa humedad entre sus piernas… y con un movimiento instintivo, lo rodeó con una pierna y ese gesto hizo que él gimiera con intensidad. Paula deslizó una mano para acariciar su sedosa erección, que parecía acero cubierto de terciopelo. Él se tensó y ella lo miró a los ojos. Había soñado con ese momento todas las noches desde lo que sucedió en Londres… por mucho que odiara admitirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario