Aquello que dijo sobre poder comprarla parecía ser fruto de algo que pensaba de las mujeres en general. Esa revelación y el hecho de que Paula no tuviera curiosidad por saber a qué se debía esa forma de ver a las mujeres, hizo que durante el trayecto de vuelta al apartamento no se dirigieran la palabra.
Varias mañanas después, Paula se despertó para ver que Pedro se había ido, al igual que todas las mañanas, dejándole únicamente una nota en la que le comunicaba que un guardaespaldas estaría esperándola abajo si quería salir y visitar la ciudad. No había sido tan tonta como para creer que Pedro estaba preocupado por su seguridad, pero había aprovechado la oportunidad de recorrer la ciudad y quedar encantada con su belleza antigua e imponente. A su regreso, entró en el comedor y se asomó a la ventana, sintiéndose insoportablemente sola. Lo que más la asustaba era que se sentía sola por no tener… conexión y relación con Pedro. La conexión que había pensado que existía la noche que él la había seducido. Durante esos breves momentos cuando le había hecho el amor, se había sentido segura y a salvo. Y, cuando la había tomado, había sentido algo que iba más allá de lo meramente físico. Intentó ignorarlo, pero anhelaba esa conexión y se reprendió severamente por ello. Tenía que borrar esa noche de su cabeza; para él no había sido más que parte de una venganza. Pepe estaba muerto. Él nunca había existido. Había sido Pedro todo el tiempo y cuanto antes lo recordara, mejor. El teléfono sonó en ese justo momento y Paula se sobresaltó antes de responder.
—¿Diga?
—Nos han invitado a una fiesta privada esta noche.
—¿A los dos?
—Tienes que estar preparada a las siete. Será positivo que nos vean juntos en la víspera de nuestra boda.
Paula abrió la boca para hablar, pero lo que emitió fue un sonido de indignación al darse cuenta de que él ya había colgado. Colgó el teléfono con un golpe y le agradeció lo que había hecho… porque era un buen recordatorio de por qué nunca había existido ninguna conexión entre los dos.
Esa noche Paula salió del dormitorio para dirigirse al salón principal. Había oído a Pedro llegar a casa y ya eran las siete en punto, la hora a la que tenía que estar lista. Odiaba sentirse nerviosa. Quería aferrarse a la rabia que había sentido antes, pero estaba abandonándola como un cobarde traidor. Respiró hondo y entró para encontrarlo sirviéndose un whisky, o algo parecido, en un vaso de cristal. La noche caía sobre Roma como una manta malva, con las luces parpadeando haciendo de la escena algo impresionantemente seductor. Se giró para mirarla y Paula tembló, al sentirse demasiado arreglada y expuesta. Pedro agarró el vaso con fuerza en un acto reflejo. El vestido no tenía mangas, era negro y ajustado, con un solo hombro al aire. Le llegaba justo por debajo de las rodillas y tenía el detalle de un bolsillo en la cadera que acentuaba su esbelta figura. Unas sandalias de tacón de aguja plateadas llamaron la atención de él, que se fijó además en sus pequeños pies y en el delicado tono coral de sus uñas haciendo que se sintiera extrañamente protector hacia ella. Tenía el pelo recogido en un moño suelto y llevaba unos pendientes de aro que le rozaban el cuello. Ni un maquillaje exagerado ni joyas caras, sólo esas pestañas increíblemente largas y su evocativo aroma. Su boca de un suave tono rosado le hizo lamentar no haberla besado de nuevo y de pronto quería besarla con intensidad.
—No estaba segura de cuánto tenía que arreglarme…
—Así está bien —la interrumpió.
La voz de Paula hacía que su cuerpo se tensara contra sus pantalones. Se bebió la copa de un trago y se acercó para agarrarla del brazo y sacarla de allí antes de llegar a cometer una estupidez como besarla. Había estado en su mente todo el día, y lo único en lo que había sido capaz de pensar era en la revelación de su virginidad y en lo mucho que deseaba volver a hundirse dentro de ella.
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