jueves, 27 de febrero de 2020

La Adivina: Capítulo 4

La mezcla de amarillo y marrón y el mural de un panal de abejas en la pared eran definitivamente alegres, pensó. Después de pedirle al camarero lo que quería, Paula sacó el móvil y llamó a su abuela.

–¿Cómo estás?

–Hola, cariño.

–Te noto sin aliento. No estarás haciendo algo que no debieras hacer, ¿Verdad?

–¿Para qué, para acabar sudando? No, eso no es nada divertido –contestó su abuela. Al fondo, Paula pudo oír una voz masculina–. Anda, calla, estoy hablando con mi nieta –oyó que le decía–. Estoy haciendo todo lo que me dice el fisioterapeuta, te lo aseguro.

De nuevo oyó la voz masculina y luego una risa. Su abuela se estaba riendo. Vaya, vaya.

–Bueno, pero ya hemos hablado de mí más que suficiente. ¿Has llegado a Blossom? ¿Qué ha dicho el alcalde?

El alcalde: alto, pelo oscuro, ojos grises, hombros anchos, nada simpático.

–No es un hombre muy agradable, la verdad. Ha dicho que no pensaba cambiar de opinión, que la prohibición existe porque la gente de Blossom fue estafada por un supuesto adivino hace unos años.

–Eso no suena bien.

–He estado investigando. Hace dos años, un supuesto adivino se puso de acuerdo con un estafador en un asunto inmobiliario. El adivino plantó la semilla contándole a la gente que pronto harían una buena inversión y luego, un par de semanas después de la feria, un hombre apareció en Blossom, el supuesto representante de una empresa inmobiliaria, diciendo que iba a construir un complejo de edificios de lujo. La gente invirtió dinero… pero poco después el adivino y el agente inmobiliario desaparecieron con medio millón de dólares.

–Un charlatán –dijo su abuela, enfadada–. Y ahora nosotras tenemos que pagar por ese engaño.

–Desgraciadamente. Pero no podemos culpar a la gente de Blossom. El año pasado ni siquiera tuvieron feria.

–Pues es una pena. Esos charlatanes no sólo les robaron el dinero, también les robaron el espíritu.

Rosa Chaves creía en la energía positiva, en los valores familiares, en el amor, en la felicidad, todo envuelto en algodón dulce y cálidas noches de verano en las ferias itinerantes que habían sido toda su vida. Paula creía en eso también, pero sabía que existían los canallas, que la gente se gastaba lo que no tenía y que la vida no era justa. Incluso en las ferias.

–No te preocupes –le aseguró a su abuela–. Yo no pienso rendirme.

–Ni yo tampoco. ¿Tienes algún plan?

–Un par de inocentes trucos de salón, nada más. La gente de Blossom es muy suspicaz con estas cosas, pero cuento con la curiosidad.

–Hay algo más, ¿Verdad? Noto algo en tu voz… Has conocido a alguien. ¿Un hombre?

Paula hizo una mueca. Había esperado terminar la conversación sin hablar de ello.

–Abuela, ¿No mantuvimos esta conversación cuando tenía dieciocho años? Quiero formar mi propia opinión sobre los hombres que conozco…

–No mantuvimos esa conversación, cariño. Ahora no estoy hablando del lobo feroz. Estoy hablando del príncipe azul.

«Ay, por favor». Paula estuvo a punto de hacer esa exclamación en voz alta. Pedro Alfonso podía parecer un príncipe, pero no lo era.

–Te aseguro que no estamos hablando del príncipe azul, abuela. Bueno, cuídate, cariño. Te llamaré cuando haya hablado con los de la inmobiliaria.

Rosa Chaves colgó el teléfono sin dejar de pensar en su nieta, hasta que una voz interrumpió sus pensamientos.

–Estabas hablando de hombres, ¿Verdad?

–Pues sí.

–¿Con tu nieta? –preguntó Luis Baxter, un ex policía de hombros anchos y pelo gris que estaba recuperándose de una operación de rodilla.

–¿Por qué lo dices en ese tono?

–He entendido la referencia al lobo feroz, pero ¿qué significa el príncipe azul en nuestros días?

Rosa tragó saliva. Aquel vaquero tan alto la ponía nerviosa. No se había sentido nerviosa con un hombre desde que Alberto la cortejó… un millón de años atrás. El dulce Alberto, su príncipe azul. La primera vez que la tocó supo que era su alma gemela. Habían vivido muchos años maravillosos juntos antes de perderlo por culpa de un ataque al corazón. Ahora tenía setenta y un años y apenas podía cruzar la habitación sin sujetarse a algo. Desde luego, ella no tenía nada que ofrecerle a aquel «lobo feroz».

Aun así, contestó a la pregunta sobre el príncipe azul:

–Me refería a su verdadero amor.

La Adivina: Capítulo 3

–Es maravillosa, ¿Verdad? –exclamó su secretaria–. Me ha dicho dónde podía encontrar el diagrama de la nueva sala de la biblioteca. Ya sabes, ése que llevo dos días buscando. Me dijo que se había caído detrás de la fotocopiadora y allí estaba. ¿A que es asombroso?

Pedro apretó los dientes.

–Llama al comisario, por favor.

Paula Chaves, Lady Pandora para su Señoría el alcalde de Blossom, Pedro Alfonso, sonreía mientras bajaba en el ascensor. Oh, la cara que había puesto cuando lo llamó «general». No tenía precio. Estaba segura de que poca gente había visto alguna vez esa sorpresa reflejada en los inteligentes ojos grises del alcalde. Con esos pómulos altos y esas facciones tan marcadas, seguro que corría sangre de guerrero por sus venas. Sangre india, celta, vikinga, no estaba segura, pero intuía que descendía de una larga línea de luchadores. No era de los que se daban por vencidos fácilmente, eso desde luego. Pero le había dejado sorprendido. Aunque no tenía mucho en lo que apoyarse, el lenguaje corporal y años de experiencia la habían enseñado a leer a una persona casi tan bien como su talento para la adivinación. Ella ya sabía que el alcalde iba a ser un problema. No sólo porque se negaba a darle una caseta en la feria, sino porque había conseguido que le picaran las palmas de las manos. Decididamente, no era una buena señal. Un mes antes, cuando visitó Blossom por primera vez, supo que iba a tener problemas. Pero no había contado con la distracción que representaba el atractivo alcalde. Ah, ojalá pudiera subir a su Harley y alejarse de allí. Pero la salud de su abuela era lo primero. La última operación había salido bien, pero sus días viajando de un lado a otro del país habían terminado.

Paula tuvo que sonreír, burlona. No había que ser adivinadora para saber que al guapo alcalde de Blossom no le haría ninguna gracia saber que dos adivinadoras iban a instalarse en su pueblo. Cuando salió del edificio, se puso las gafas de sol y echó un vistazo a la encantadora y clásica plaza de Blossom. Se sentía como en su casa con su ropa de cuero negro y su Harley Davidson… Sí, seguro, tan en su casa como una rana en la sartén de un cocinero francés. ¿A quién quería engañar? El alcalde tenía razón; por mucho que deseara un hogar, aquél no era sitio para ella. No, su sitio estaba en la carretera, moviéndose de un sitio a otro, de feria en feria para ganar dinero. Pero antes tenía que asegurarse una caseta en la feria de Blossom. Su abuela y ella habían conseguido que les aprobaran un crédito para comprar una casa, pero una de las condiciones era demostrar que podían hacer los pagos de los primeros seis meses. Habían ahorrado algo de dinero, de modo que tenían suficiente para la fianza, pero los gastos de hospital se habían llevado gran parte de esos ahorros. Y para reunir las condiciones que exigía el banco, tenía que trabajar en la feria de Blossom. Y para lograr eso, necesitaba que la gente del pueblo se pusiera de su lado.

Una mujer que salía del ayuntamiento en ese momento estuvo a punto de chocarse con ella y Paula la miró, sorprendida por el siniestro escalofrío que experimentó al tenerla cerca. Su habilidad para ver el futuro se debía casi siempre al roce, al tacto. Cuando trabajaba como adivinadora, usaba las cartas del Tarot. Ocasionalmente, si creía necesitar una lectura más profunda, leía la mano del cliente… pero siempre colocando un pañuelo para no tocarlo directamente. El contacto con la grosera mujer le recordó la siniestra sensación que había experimentado la primera vez que visitó el pueblo. Intentando librarse de aquella extraña premonición, sacudió la cabeza y se dirigió al restaurante BeeHive. Tenía un calendario que cumplir y ese calendario no incluía involucrarse en los problemas del pueblo. Eso era cosa del alcalde.

La Adivina: Capítulo 2

Pedro frunció el ceño. El golpe había ido directo al objetivo. Pero tampoco le pasó desapercibido el hecho de que sus palabras fueran un eco de sus propios pensamientos. Aunque era una coincidencia, claro. Él no creía en los adivinadores ni en los que, supuestamente, leían el futuro. Y si aquella chica esperaba que cambiase de opinión, no debía de ser muy buena en lo suyo.

–Señorita Chaves, me temo que está perdiendo el tiempo. Los ciudadanos de Blossom tuvieron un serio percance con unos supuestos «adivinos», por eso existe esa prohibición.

–Lamento oír eso porque estoy más que dispuesta y soy capaz de hacer mi trabajo en la feria. Estoy contratada por el director desde hace meses y eso significa que no puedo buscar trabajo en otro sitio. Y aunque pudiera, ahora ya es demasiado tarde.

Hablaba en voz baja, con una entonación tan serena que las palabras resultaban muy sugerentes. Pedro, sin darse cuenta, se había inclinado ligeramente hacia delante para poder oír cada palabra… Disgustado consigo mismo, se echó hacia atrás para romper el hechizo.

–La entiendo, pero ése no es mi problema.

–En realidad, lo es. Si fuera por mí, me marcharía ahora mismo de Blossom, pero necesito el dinero de esta feria. No sólo por mí sino por mi familia. Y su prohibición, además de ser insultante, frustra mi propósito.

Pedro volvió a fruncir el ceño al darse cuenta de que usaba términos legales. «Estoy dispuesta y soy capaz de hacer mi trabajo». «Su prohibición frustra mi propósito». Evidentemente, había estado hablando con un abogado. El contrato con la feria estaba firmado y él había dejado bien claro que no habría adivinadores de ninguna clase, pero eso no significaba que aquella chica no pudiera demandar al Ayuntamiento… si tuviese tiempo, dinero y ganas de hacerlo. Aunque dada su forma de vida, dudaba que hiciera ese esfuerzo. Admirando cómo el cuero negro se pegaba a cada una de sus curvas, casi lamentó tener que pedirle que se fuera. Pero lo último que Blossom necesitaba, o él, era el problema que aquella mujer representaba.

–Sigue sin ser mi problema, señorita Chaves. Contratamos la feria hace meses y dejé bien claro que no debería haber ningún adivinador o echador de cartas. Eso está en el contrato, de modo que tendrá que hablar con el director, no conmigo.

–Yo tengo una idea mejor –dijo ella, descruzando unas piernas larguísimas antes de levantarse para clavar los ojos en Pedro.

–¿No me diga?

–Así que es usted abogado además del alcalde de Blossom… La gente de este pueblo debe estarle muy agradecida por salvaguardar sus intereses. Pero no debe preocuparse, no tienen nada que temer.

Luego sonrió, con una sonrisa serena que no serenó en absoluto a Pedro, sino todo lo contrario.

–Creo que deberíamos dejar que los ciudadanos de Blossom decidan si yo debería tener una caseta en la feria.

Pedro se levantó para acompañarla a la puerta. El olor a cuero y a madreselva era una mezcla embriagadora que lo mareó durante un segundo, pero pudo recuperarse a tiempo. ¿Desde cuándo le gustaban a él las chicas con cazadora de cuero? Cuanto antes se fuera del pueblo, mejor.

–No hay nada que decidir, Lady Pandora. Lo lamento, pero no hay sitio para usted en Blossom.

Ella se dió la vuelta, moviendo las caderas provocativamente, pero se volvió para decir la última palabra:

–No hace falta que lo lamente –aquella vez su sonrisa era un puro reto–. Una disculpa cuando acabe la feria será más que suficiente. Usted no tiene ningún problema en admitir que se ha equivocado, ¿Verdad, Excelencia? ¿O debería llamarle general? –siguió Lady Pandora, haciendo un saludo militar.

–¿Qué? –exclamó Pedro, atónito. ¿Cómo podía saber aquella chica su apodo de la infancia? Su abuelo lo llamaba general cuando era niño…

–Puede que el contrato no esté tan cerrado como cree. Estaba usted distraído cuando lo firmó, ¿Recuerda? Alguien no se encontraba bien.

Camila. Su hija tenía la gripe en ese momento. ¿Cómo podía saberlo ella? Pero cuando iba a preguntar Lady Pandora había desaparecido y Pedro se acercó al escritorio para llamar a su secretaria.

–¿Sí?

–Ponme con el comisario Mc Cabe. Quiero saber todo lo que pueda sobre esta tal Lady Pandora.

La Adivina: Capítulo 1

Un mes más tarde


Pedro Alfonso seguía a una Harley Davidson hasta el estacionamiento del Ayuntamiento, esperando que sólo estuviera de paso por la ciudad. La feria llegaría a Blossom a principios de la semana siguiente y lo último que necesitaba era preocuparse por una invasión de moteros. Aunque eso podría ser bueno para el pueblo. Si los miembros del Comité de Comportamiento Ético veían aquella figura envuelta en cuero negro, eso podría distraerlos de sus objeciones a la feria. Tomó su maletín y salió del coche. El extraño había aparcado su moto y estaba levantando la pierna para bajar de ella. Extrañado por la gracia de sus movimientos y su pequeña estatura, no se sorprendió cuando, al quitarse el casco, apareció una melena de rizos cobrizos y un perfil delicado. Pero al verla sintió que su pacífica existencia estaba en peligro. Un miedo que fue confirmado cuando la exótica desconocida clavó en él una mirada tan negra como el cuero que la cubría de arriba abajo. El impacto de esa mirada fue como una caricia hasta que ella rompió el contacto visual, volviéndose para hablar con una mujer que entraba en el edificio.

Pedro dejó escapar un suspiro. Ya no había duda: acababa de llegar un problema a Blossom, subido sobre una Harley. Pero, con un poco de suerte, no se quedaría allí mucho tiempo. La vida se estaba convirtiendo en algo previsible. Como él quería: su hija, su familia, su pueblo. Cosas sencillas, felices, sanas. En su mayor parte. Sí, muy bien, su hija estaba creciendo sin una madre, su propia madre no quería saber nada de responsabilidades y el pueblo seguía recuperándose de un serio revés económico. La cuestión era que a todos les iba bien. Y, con el tiempo, les iría mejor, sin duda. Aferrándose a ese pensamiento consolador, apartó la mirada de la tentadora visión en cuero negro y se dirigió a su oficina. Diez minutos después, su secretaria lo llamaba por el intercomunicador:

–Pedro, ¿Tienes unos minutos para Lady Pandora?

¿Lady Pandora? Aquello era peor de lo que había pensado. ¿Cuántas posibilidades había de que dos exóticos visitantes hubieran llegado a Blossom en el mismo día?

–Dile que pase.

Pedro se levantó del sillón y esperó hasta que su secretaria entró en el despacho, acompañando a Lady Pandora que, como había esperado, resultó ser la joven vestida de cuero negro. Era más guapa de lo que le había parecido antes. Los rizos oscuros enmarcaban un rostro de facciones delicadas, pómulos altos, cejas ligeramente arqueadas y unos labios brillantes y generosos. De cerca, descubrió que sus ojos no eran negros, sino de un tono chocolate. Y brillaban con una especie de reto.

–Señorita… Pandora –dijo, ofreciéndole su mano, para recibir su guante como respuesta.

Ella le devolvió el apretón antes de sentarse graciosamente en una de las sillas que había frente al escritorio. Luego se quitó los guantes y bajó la cremallera de la chaqueta de cuero, revelando una especie de camisola negra de encaje. Pedro se sentó, secándose secretamente el sudor de las manos en el pantalón.

–¿Qué puedo hacer por usted?

–Puede dejarme el sitio que me corresponde en la feria –anunció ella, con voz clara y rotunda.

–¿Y qué sitio es ése? –preguntó Pedro.

Como si no lo supiera. Lady Pandora, seguro. Más bien, Lady Charlatana. Pedro hizo una mueca, decepcionado. Aquella preciosa y exótica criatura era un parásito de la peor clase. Tenía que ser la echadora de cartas a la que había prohibido la entrada en la feria el año anterior. En su experiencia, los echadores de cartas, adivinos y magos no eran más que unos sinvergüenzas que se aprovechaban de los más inocentes, dándoles falsas esperanzas y malos consejos. Y eso cuando no timaban descaradamente a la gente para sacarles los ahorros de toda una vida.

–Supongo que sabrá que en Blossom hemos decidido no tener una echadora de cartas en la feria, señorita Pandora.

–Llámeme señorita Chaves. Lady Pandora es mi nombre profesional. Y sí, como ha imaginado, soy echadora de cartas. Veo que usted lo desaprueba, pero creo que me juzga de una manera demasiado severa. Hay gente sin escrúpulos en todas partes, pero eso no significa que todos seamos unos sinvergüenzas o unos parásitos –replicó ella, mirándolo a los ojos–. Puede que le sorprenda saber, señor alcalde, que la opinión general de la gente es que los políticos son todos corruptos y faltos de integridad y que sólo les interesa su propio beneficio. En fin, que se aprovechan de las masas inocentes para forrarse el bolsillo.

La Adivina: Prólogo

Paula Chaves se inclinó para tomar la curva mientras el viento le daba en la cara. Le encantaban la velocidad y el poder de la motocicleta, le encantaba llevar el control. Saboreó el momento en un mundo que, repentinamente, parecía girar fuera de su eje. Especialmente porque cada kilómetro la acercaba un poco más al pueblo de Blossom, Texas. Una sensación extraña hizo que redujera la velocidad cuando estaba a las afueras.

Paula, que tenía dotes de adivinación, siempre prestaba atención a ese tipo de cosas y se miró hacia dentro para comprobar si la sensación tenía que ver con el pueblo o con que pudiera perder a su abuela allí. Cruzando los límites de Blossom, encontró la respuesta. El cielo era de color gris y había una sensación de tristeza, de pena, como si el espíritu del pueblo tuviese una herida infectada. Más que eso, a aquel sitio le esperaban malos tiempos. No era una buena premonición ya que, en poco más de un mes, ella sería parte de una feria que estaría en Blossom durante cuatro semanas. Y creía en las premoniciones. Genial, pensó. Más problemas. Tenía que preocuparse por la salud de su abuela, que sufría de artritis y estaba recuperándose de una operación de cadera llena de complicaciones. Sus días yendo de un lado a otro del país habían terminado y había elegido Blossom como el sitio en el que iban a instalarse definitivamente.

Lo único que Paula sabía sobre Blossom era que su madre había muerto allí. Tenía cinco años cuando su abuela recogió sus cosas, la metió en una canastilla y se lanzó a la carretera. Desde entonces, habían estado solas en el mundo. Pasara lo que pasara, encontraría una casa para su abuela, que había dedicado su vida a cuidar de ella. Ahora era su turno. Tenían que volver a operarla la semana siguiente en Lubbock, Texas, y quería que su abuela tuviera algo positivo en lo que apoyarse. Algo que representase su nueva casa en Blossom: folletos, anuncios, fotografías, todo lo que pudiera encontrar para darle ánimos. Añadió entonces otro objetivo a su lista: comprobar que el pueblo se merecía a su abuela. Siguió las indicaciones hasta el Ayuntamiento, en el centro de la localidad. El banco y los edificios de oficinas, junto con los edificios oficiales, estaban situados en una zona llamada «Parque del Ayuntamiento», un oasis de hierba y flores que contenía hasta un romántico cenador. Además de los edificios oficiales, había un salón de belleza, una tienda de moda, una ferretería y un restaurante llamado BeeHive Diner. Allí parecía desaparecer la nube gris que tanto la había preocupado. Una sensación de alegría alejó la amarga premonición. La promesa de una buena vida pareció florecer allí, junto con los pensamientos, las rosas amarillas y las sencillas margaritas. Por primera vez desde que entró en los límites de Blossom, sonrió. Sí, su abuela podría ser feliz allí. Aquel pueblo había sufrido, pero estaba recuperándose. Y, de repente, tuvo la visión de un Blossom más fuerte, más unido.

La Adivina: Sinopsis

Todo estaba en las cartas... y en sus ojos.

Con sólo ver aquellas interminables piernas, el alcalde Pedro Alfonso supo que los problemas habían llegado a Blossom, Texas. Se llamaba lady Pandora y aseguraba poder predecir el futuro. Aunque Pedro no creía en aquellos poderes, no podía evitar preguntarse si los besos de aquella mujer podrían cambiar su propio futuro... Paula Chaves, más conocida como lady Pandora, tenía buenas razones para ir a Blossom, pero ninguna de ellas era la de enamorarse de aquel atractivo vaquero y de su encantadora hija. Desgraciadamente, sus poderes sobrenaturales no podían competir con el poder del amor...

martes, 25 de febrero de 2020

Venganza: Capítulo 47

Era de noche cuando Paula se despertó lentamente. En ese momento de media ensoñación tuvo una momentánea sensación que le hizo abrir los ojos de repente para ver a Pedro a su lado, mirándola con gesto serio.

—Paula, nunca volveré a dejarte como lo hice aquella noche. Por eso nunca querías quedarte conmigo en la cama, ¿Verdad? Temías que al despertar, esa mañana volviera a repetirse…

Paula asintió tímidamente y él la besó con intensidad, para demostrarle su amor, su devoción por ella.

—Siento haberte hecho daño.

—Pues no lo sientas. Ahora tenemos una segunda oportunidad.

Pedro acarició su vientre desnudo.

—¿Crees que esa segunda oportunidad podría incluir intentar tener otro bebé?

—No tienes que decirlo sólo porque…

—No, pero me alegraría que sucediera cuando tú estés preparada.

—Creo que con la facilidad que tenemos para quedarnos embarazados, puede que incluso ya lo estemos…, pero por si acaso, no tiene nada de malo intentarlo de nuevo…




Seis semanas después, volvieron a casarse en una ceremonia sencilla en el jardín de la villa con el centelleante Mediterráneo como testigo. Juan, Diego y Simón habían viajado desde Inglaterra para estar con Paula.  Ésta recorrió descalza el pasillo de hierba del brazo de Juan, vestida con un traje sin tirantes de seda color crema que le caía sobre los tobillos. Su melena suelta, adornada con peonías, le caía sobre la espalda y no llevaba joyas a excepción de los pendientes de diamante que su marido le había regalado el día antes. Pedro contuvo las lágrimas al verla acercarse a él; nunca en su vida había visto una imagen tan maravillosa. Él también estaba descalzo y llevaba unos pantalones negros y una camisa blanca abierta en el cuello. Sus ojos no rompieron el contacto ni un segundo y, cuando llegó el momento del beso, después de intercambiar los votos, Pedro le tomó la cara entre las manos y, antes de rozar sus labios, le susurró:

—Juro amarte siempre y besarte tanto como me sea posible, señora Alfonso.

Paula contuvo las lágrimas y sonrió nerviosa.

—Bien. Pues date prisa y bésame, señor Alfonso —y lo hizo durante un largo, largo rato… hasta que los invitados comenzaron a aplaudir, a reír y a suplicarles finalmente que pararan para poder seguir con la celebración.




Ocho meses más tarde, y al despertar de la siesta, Paula sonreía adormilada al sentir unas fuertes manos apartarle a su hija del pecho.

—Es hora de que Olivia Malena y su papá estén un ratito juntos para que mamá descanse.

Paula abrió los ojos justo a tiempo de recibir un largo beso en la boca; antes de que Pedro, o Pepe, como lo llamaba con frecuencia, le guiñara un ojo y cruzara el jardín hacia la bahía con su hija acurrucada en su pecho. Ella se alzó para ver a su marido alejarse con unos pantalones de bolsillos y su suave y bronceado torso desnudo. El corazón le dió un brinco, como le sucedía siempre que lo veía. Y después, al no querer quedarse atrás, se levantó, se cubrió las caderas con un pareo, y fue a reunirse con su familia en la orilla del mar. Pedro la rodeó con un posesivo brazo y la mirada que compartieron lo dijo todo. Ella lo abrazó por la cintura y, juntos los tres, se quedaron en la playa contemplando la puesta de sol otro maravilloso día.






FIN

Venganza: Capítulo 46

Una hora después estaba esperando en las escaleras a que Tomás volviera con el todo terreno. Oyó un ruido detrás y se giró; era Horacio, e inmediatamente se sintió hundida.

—Lo siento —le dijo con lágrimas en los ojos. El hielo que había cubierto su corazón se estaba derritiendo.

—¿Qué sientes? Tienes que hacer lo que tienes que hacer.

—Gracias por entenderlo.

Tomás detuvo el coche en la puerta, y Paula se agachó para besar a Horacio en las mejillas. Él le agarró la mano y le dijo:

—No creo que lo sepas, Paula, pero Pedro no había vuelto a esta casa desde que se marchó cuando tenía diecisiete años. Y aun así te ha traído aquí porque creo que sabía que, por primera vez, estaba dispuesto a volver a arriesgar su corazón.

Se vió tentada a ir a buscarlo, a preguntarle, pero tenía que ser fuerte porque al final, pasara lo que pasara, acabaría con el corazón destrozado. Tenía que marcharse. Inmediatamente.

—Lo siento, Horacio —y con esas palabras subió al coche y giró la cabeza para que él no la viera llorar mientras se alejaba.

Cuando estaban llegando al aeropuerto y se disculpó ante Tomás por pedirle que diera la vuelta, el hombre no pareció sorprendido. Y cuando le pidió que se detuviera en Tharros y salió de una pequeña boutique vestida con un sencillo vestido de tirantes blanco estampado con pequeñas margaritas, el hombre no dijo nada. La villa estaba en silencio cuando regresaron y en ese momento creyó a Horacio, que en una ocasión le había dicho que hacía mucho tiempo que allí no se respiraba alegría. Se juró en silencio que haría todo lo que pudiera por cambiar eso, pero primero…

Paula respiró hondo y abrió la puerta del despacho de Pedro. Él estaba junto a la ventana, con las manos en los bolsillos, y se le veía tenso. Cuando se giró y la vió allí, en la puerta y con ese vestido blanco, le pareció estar viendo un espejismo. Tenía que serlo. Parecía un ángel. No podía ser real. Pero entonces ella comenzó a caminar hacia él y se puso de puntillas para rodearlo por el cuello y decirle:

—Siento haberme ido…, pero tenía miedo —lo miró con los ojos llenos de lágrimas—. No soy libre sin tí, Pedro. Tú eres mi libertad.

Su dulce aroma lo envolvió y le dijo que era real. Paula había vuelto a él vestida de blanco.

—Oh, Paula… —la abrazó tan fuerte que ella apenas podía respirar y hundió su cabeza entre su cuello y su pelo. La besaba mientras le susurraba—: La única razón por la que antes no he hecho nada es porque sabía que, si te tocaba, jamás podría dejarte marchar y después me odiarías por no haberte dado la oportunidad de irte. Pero no sabes lo duro que ha sido estar aquí y pensar que ibas a subir a ese avión…  Incluso he pensado en emborracharme para evitar salir detrás de tí y traerte de vuelta.

—No he podido hacerlo —dijo ella mientras buscaba su boca para besarlo—. Dejar la isla, dejarte, era demasiado.

Se besaron como si fuera la primera vez, como si hubieran estado años separados, y cuando finalmente se apartaron, ella lo miró y sonrió.

—Pepe… Pedro… te quiero tanto…

Él sonrió también y su cuerpo se excitó ante la mirada inocentemente sexual que vió en sus ojos, ante la suavidad de su cuerpo. Le rodeó la cara con las manos y, con voz temblorosa, le preguntó:

—¿Te casarás conmigo otra vez, Paula? Aquí, en el jardín, delante de las personas que queremos… para que pueda demostrarte lo mucho que te amo y que te necesito…

—¡Claro que me casaré contigo! Una y otra vez, si quieres —y acercó la boca a la suya para robarle el alma con el más dulce de los besos.

Venganza: Capítulo 45

Pedro se sentó frente a ella, que estaba temblando, y le tomó las manos.

—Ayer, cuando llegué a casa y te habías ido… cuando me enteré de que habías conducido y te encontré en la carretera creo que envejecí décadas en cuestión de media hora. Te imaginaba tirada en el fondo de un barranco.

—Pero estoy bien.

—Lo sé, pero eso me hizo ver algo. Desde el principio te juzgué como una mujer mala y manipuladora, como una cazafortunas, pero todas esas ideas comenzaron a caer mucho antes de que estuviera preparado para admitirlo. Fue cuando te ví firmar el acuerdo prematrimonial sin inmutarte, cuando ví la conexión que tienen mi padre y tú, tu determinación a vestir de negro. Y la noche de tu cumpleaños, que fue un desastre.

Cuando ella intentó protestar ante ese último comentario, él añadió:

—Lo fue. Y luego vino… el aborto… Perdimos al bebé por mi empecinamiento.

—Pedro, no puedes decir eso. No pienses eso. No fue culpa tuya.

—Tengo que dejarte marchar, Paula. Nunca debería haberte traído aquí. Siento mucho haberle traído más dolor y sufrimiento a tu vida. El bebé…

Paula no podía respirar. Se levantó. Sabía que debería estar contenta con esas palabras, pero se sentía como si se estuviera muriendo.

—Pero la deuda. Aún te debo la deuda —dijo en un intento patético de buscar una excusa para quedarse.

Pedro también se levantó.

—Ya está saldada.

—No.

—Ya está, Paula. Tú fuiste tan víctima de tu hermano como Malena. Hago esto por tí, y en su memoria. Ella no te desearía algo así y yo tampoco.

—Pero… —le costaba asimilar que él quisiera que se fuera y que ella no estuviera feliz ante la idea de quedar libre.

—Ya eres libre. Puedes irte a casa. Ya he buscado un piso en Dublín. Te lo compraré para ayudarte a empezar de nuevo y también puedo encontrarte un trabajo.

—No. No tienes por qué hacer eso —le dijo llorando.

—Claro que puedo.

Se quedaron en silencio un instante antes de que Pedro añadiera, mirándola a los ojos:

—Es lo mínimo que puedo hacer por la mujer que amo y a la que tanto daño he hecho.

A Paula se le detuvo el corazón. Y el tiempo se paró.

—¿Qué has dicho?

Pedro estaba quieto como una estatua.

—He dicho que es lo mínimo que puedo hacer por la mujer que amo.

—No… —dijo sacudiendo la cabeza, y sintiéndose como si el mundo estuviera derrumbándose a su alrededor.

—Sí. Me he enamorado de tí. Y desde el momento en que me alejé de tí aquella mañana en Londres, no he podido sacarte de mi cabeza. Habría buscado cualquier excusa para volver a tu lado. No tengo derecho a mantenerte aquí cuando lo que siempre has deseado ha sido tu libertad. No seré un tirano como tu hermano. Tienes el poder de vengarte de mí. Paula… si te vas. Me parecía justo decírtelo para que pudieras recibir alguna satisfacción. Pero si tu corazón te animara a quedarte y a darle a este matrimonio una oportunidad… me harías el hombre más feliz del mundo.

Paula no tenía ninguna duda de que él se sentía culpable por lo del bebé, de que estaba culpándose por haber desconfiado de ella, pero ¿Cómo podría sobrevivir si ahora se dejaba caer en sus brazos para ver cómo, en cuestión de meses o semanas, se cansaba de ella? Había sido un playboy hasta que la había conocido.

Sacudió la cabeza y, al hacerlo, vió el rostro de Pedro ensombrecerse, pero se dijo que estaba tomando la decisión correcta…, aunque no se lo pareciera.

—Tienes razón. Lo que siempre he querido ha sido ser libre y, si estás dispuesto a dejarme marchar… me gustaría hacerlo —su corazón se contrajo de dolor, pero se recordó que estaba protegiéndose a sí misma. No sería capaz de soportar más dolor ni más sufrimiento y, si se quedaba, eso era lo único que obtendría.

—Por supuesto, si eso es lo que deseas. Tomás te llevará al aeropuerto en una hora. Haré que recojan tus cosas y te las envíen. Te dejaré decidir en lo que respecta a nuestro matrimonio. He destruido el acuerdo, así que, aunque decidas separarte, no te faltará de nada. Lo único que te pido es que lo pienses bien antes de tomar la última decisión.

Si Paula necesitaba una señal, ahí la tenía: él ni siquiera había intentado convencerla para que cambiara de opinión. Al no poder articular palabra, simplemente asintió y después, antes de romperse en dos, salió del despacho.

jueves, 20 de febrero de 2020

Venganza: Capítulo 44

Al día siguiente, Paula se despertó algo desorientada porque había dormido casi catorce horas. Salió de la cama y se dió una ducha, tras la cual se puso un vestido de tirantes negro. Mientras se vestía una parte de ella se rebeló contra ese color y pensó que había llegado el momento de seguir adelante y empezar a liberarse de su pena, aunque el hecho de que Pedro hubiera precipitado ese cambio la puso muy nerviosa. Entró en el comedor, pero allí no encontró ni a él ni a Horacio. Imaginó que Horacio podía seguir durmiendo y fue al despacho.

—Buenos días. Los estaba buscando.

—Ahora mismo iba a ir a buscarte —le respondió Pedro cuando se toparon en la puerta del despacho. Estaba vestido con un traje de chaqueta—. Tenemos que hablar.

Cuando entraron en el despacho, él estaba tan serio que Paula se asustó. Le indicó que se sentara y, al hacerlo, ella se sintió algo estúpida, como si estuviera en una entrevista de trabajo. Miró a su alrededor y vio que los papeles con los que había estado trabajando no estaban allí.

—¿Qué has hecho con los papeles? Yo los habría colocado.

—Los he destruido.

—Pero aún no te había dado el informe.

—Sé lo que hizo Ariel y ya no supone una amenaza.

—Pero… entonces… eso podrías haberlo hecho hace semanas.

—Sí…, pero mientras yo aún te veía como una amenaza, tenía que asegurarme de que sabía lo que había hecho tu hermano.

—¿Y cómo sabes que ya no soy una amenaza?

—Aún lo eres, Paula. Ese es el problema, aunque no me refiero a esa clase de amenaza —la miró fijamente antes de levantarse e ir hacia la ventana—. Me llamas Pepe cuando hacemos el amor.

Paula se sonrojó e inmediatamente olvidó cuál era esa amenaza de la que estaba hablando. De pronto sintió la necesidad de protegerse, de defenderse.

—Lo siento… no significa…

Él sacudió la cabeza y sonrió.

—No, no te disculpes. Me gusta. Hace mucho tiempo que nadie me llama Pepe.

—Pero esa noche en Londres…

La sonrisa desapareció.

—Me presenté como Pepe, sí, porque cuando te conocí no tenía intención de llevarte a la cama. Mi único deseo esa noche era encontrarte y hacerte saber lo que creía que habías hecho. Pero lo cierto era que yo mismo me sentía culpable por no haberla protegido. Habíamos discutido unas semanas antes de que muriera y me dijo que no me metiera en su vida, que la dejara en paz…

—No es culpa tuya que conociera a Ariel.

—Lo sé, pero aun así… Cuando entré en el club y te ví allí sentada con ese vestido, y te giraste y me miraste… he estado perdido desde ese momento, Paula, y todo por lo que me hiciste al mirarme. Antes de conocerte habría tenido náuseas de pensar en sentirme atraído por la hermana de Ariel, pero después, en cuanto nos vimos, ocurrió todo lo contrario y me vi actuando por puro instinto y diciéndote que me llamaba Pepe… Fue como si tuviera que ser otra persona para justificar la atracción que sentía por tí. En mi mente me convencí de que estaba ocultando mi identidad para ver lo mercenaria y manipuladora que eras. Y cuando te pedí que vinieras a mi hotel y te negaste… En ese momento lo único que podía pensar era en lo furioso que estaba por el hecho de que me hubieras rechazado mientras que yo te deseaba tanto. Ví mi orgullo herido y casi olvidé para qué había ido a buscarte —dijo con una risa amarga.

—Pero después volví… —añadió Paula.

Él se acercó y la miró.

—Pero después volviste —sorprendiéndola, se arrodilló ante ella y le preguntó—: ¿Por qué volviste, Paula?

—Me sentí atraída. Jamás había conocido a alguien que me hiciera sentir así… y esa semana… había sido terrible. Saliste de la nada y de pronto fue como si en el mundo no existiera nada más que tú. Sólo… sólo quería perderme en esa sensación. Quería huir del dolor, de la pena.

Pedro volvió a asomarse a la ventana, con las manos metidas en los bolsillos. Finalmente, volvió a girarse hacia ella.

—Te debo una disculpa, Paula. Más que una disculpa. Por todo y, sobre todo, por esa noche, por la mañana siguiente. Estaba enfadado conmigo mismo por haber perdido el control y lo pagué contigo. Cuando apareciste en Dublín y me contaste lo del embarazo, te insulté porque pensaba que eras como las otras mujeres a las que había conocido en mi vida.

—Tu padre me contó lo de tu madre —le dijo ella en voz baja.

—Sí. Mi madre dejó una familia rota. Mi padre nunca se recuperó, y él y yo nos volcamos en Malena, la sobreprotegimos… como si con eso pudiéramos suplir el abandono de su madre.

—¿Era ésa la razón por la que pensabas que abandonaría a mi bebé a cambio de dinero?

El se estremeció y asintió lentamente.

—Yo nunca habría hecho eso, Pedro. Nada en este mundo me habría convencido para alejarme de mi bebé, de mi hijo. Nada. Me habría quedado. Por eso me resultó tan sencillo firmar el acuerdo prematrimonial. No me importa el dinero — «Y me importas tú», tuvo que admitirse a sí misma.

Deseaba que él la creyera y su corazón se aceleró al ver cierta expresión en los ojos de Pedro.

—Lo sé —dijo él—. Te creo. Y no sabes cuánto me ha costado volver a confiar. Mi madre nos partió el corazón y desde ese día me he negado la necesidad instintiva de formar mi propia familia.

—Pero ¿Por qué insististe en casarte conmigo?

—Me dije que lo hacía porque estabas embarazada de mi hijo, me dije que era para detener un escándalo mediático, me dije que era para controlarte y castigarte haciéndote ver que no podrías sacar ningún beneficio de tu marido millonario…. pero la realidad es que mis razones para casarme contigo eran mucho más ambiguas —tomó aire antes de continuar—. Porque desde el momento en que nos conocimos, comencé a cambiar. Tú me has cambiado.

Paula tardó en asimilar esas palabras.

Venganza: Capítulo 43

Pedro no esperó a que la mujer terminara. Salió corriendo de la casa y se subió a su moto de un salto. Lo único que podía ver era el terror en el rostro de Paula aquel día en Dublín cuando pensó que iban a chocar contra un coche. Al llegar a la clínica descubrió que ella ya se había marchado. La veterinaria le estaba explicando que Bobby se había deshidratado y que se quedaría allí dos días ingresado, pero la interrumpió para preguntarle:

—¿Cuándo se ha marchado mi mujer?

—No hace mucho… estaba algo pálida. Le he preguntado si quería que llamara a alguien, pero me ha dicho que estaría bien…

De nuevo en la moto, Pedro se forzó a calmarse y a centrarse para poder encontrarla, pero justo en ese momento vio un pequeño coche aparcado al otro lado de la carretera y a Paula sentada sobre la hierba junto a la puerta abierta; estaba claro que había estado vomitando. Bajó de la moto y fue directamente a ella para tomarla en sus brazos. Estaba temblando y tan pálida que se asustó al verla así. En un momento de claridad, había sacado una botella de agua de una máquina en la clínica y la hizo beber.

—Pedro…

—Shhh. No hables. Ahora voy a llevarte a casa. Ya estás a salvo —le dijo mientras la tomaba en brazos.

—El coche. Es el coche de la enfermera. No lo he golpeado, ¿Verdad? —el miedo de su voz hizo que se le encogiera el corazón.

—No, cielo, el coche está bien. Y Bobby está bien.

Se subió a la moto y la sentó en su regazo. Le dijo que se agarrara y ella lo hizo, sin protestar. Ya de vuelta en la villa, Paula se sentía más fuerte… y también como una verdadera estúpida. En el camino de vuelta, al verse sola, sin Bobby, se había derrumbado y había rememorado el fatal accidente con todo lujo de detalles. Bajó de la moto sin ayuda y dijo temblorosa:

—Creí que podría hacerlo. Qué estupidez. Ni siquiera era yo la que conducía esa noche, pero no he podido…

—Lo entiendo, pero ¿En qué estabas pensando? ¿Por qué no me has llamado o has esperado a que Tomás y Lucía volvieran?

Paula miró a Pedro y pudo ver que había palidecido.

—¿Estás enfadado porque he salido de la villa?

—Claro que no. Estoy enfadado porque casi arriesgas tu vida por un perro.

—Pero se había desmayado, Pedro, no sabía si respiraba… Y después de todo lo que ha pasado no podía dejar que Bobby muriera sólo porque a mí me daba demasiado miedo conducir.

Pedro farfulló algo ininteligible y la metió en casa para llevarla al salón, donde la sentó antes de servirle una copa de whisky.

—No, gracias —dijo ella arrugando la nariz.

—Bien —Pedro se la bebió de un trago antes de sentarse a su lado—. Creo que es hora de que me cuentes cómo acabaste en el coche con ellos esa noche.

—No quiero hablar de ello —dijo Paula al levantarse—. Eso no te devolverá a tu hermana.

—No, pero creo que has estado castigándote demasiado por algo que no fue culpa tuya.

—Pues hasta hace poco tiempo te hacía muy feliz culparme por ello…

Pedro se levantó, sonrojado.

—Sí, es verdad, pero me equivocaba y lo hacía porque estaba hundido y porque pensaba que eras como tu hermano —se acercó a ella, le tomó las manos y la sentó en el sofá—. Paula, si no le cuentas a alguien lo que pasó esa noche, entonces nunca podrás liberarte.

—¿Pero es que no lo ves? Nunca me libraré de ello… si no hubiera estado allí, si no hubiera pensado que tenía que vigilarlos…

—Cuéntamelo, Paula. Merezco saber lo que le pasó a mi hermana.

¿Cómo podía negarle eso? Lo miró a través de un velo de lágrimas y comenzó a explicárselo todo: esa noche Malena y Ariel habían estado en el departamento y ella había cocinado para los dos. Después había oído a su hermano  hablar por teléfono y quedando en ir al club. Paula tenía la noche libre y por una vez Ariel no la había obligado a llevarlos porque tenía un coche nuevo con el que quería impresionar a Malena. Ese mismo día había descubierto que tenía planeado llevarse a Malena a Las Vegas en cuestión de semanas para proponerle matrimonio. Todo formaba parte de su plan para hacerlo sin que la familia de ella  interfiriera y no tuviera que firmar ningún acuerdo prematrimonial. En ese punto miró a Pedro.

—Apreciaba a Malena. Era muy dulce conmigo. No se merecía haber conocido a mi hermano… Ariel sabía que nos caíamos bien y por eso se aseguraba de que no la viera mucho —sonrió con tristeza—. Yo quería ayudarla, pero no sabía qué hacer… si hablar con ella o avisar a su familia… Malena los había mencionado en alguna ocasión, pero yo descubrí lo del plan de Ariel ese mismo día… y pensé que había tiempo. Aquella noche no podía dejar que la llevara a la ciudad estando tan borracho… y ella no estaba mejor. Lo convencí para que me dejara conducir, pensé que les estaría haciendo un favor, que estaría protegiendo a tu hermana. Me sentía tan mal por lo que tenía planeado que quería encontrar un modo de detenerlo…

Él le agarró la mano con fuerza.

—Paula, dime qué pasó.

—En el último minuto Ariel insistió en conducir y me subí al coche pensando que al menos así podría asegurarme de que condujera con precaución. Ninguno de los dos quiso ponerse el cinturón y después… comenzó a caer una lluvia torrencial. De pronto ví luces viniendo hacia nosotros, Ariel había tomado una vía de acceso equivocada y estaba conduciendo en sentido contrario. Eso es todo lo que recuerdo, hasta que alguien estaba ayudándome a salir del coche.

En ese momento Pedro se levantó y la levantó a ella del sofá. Paula se tambaleó ligeramente, porque aún se sentía algo aturdida.

—Estás agotada.

Asintió y no dijo ni una palabra cuando él la agarró de la mano y la llevó a la cocina. En silencio, le preparó una tortilla e insistió en que comiera. Después, Paula dejó que la llevara al dormitorio y, con un casto beso en la frente, se despidió de ella en la puerta.

—Que descanses, Paula. Hablaremos mañana.

Venganza: Capítulo 42

Pedro ya no pensaba de ningún modo que Paula tuviera que pagar esa deuda, pero algo le hizo decir:

—Tardarías años en pagar la deuda.

Vió cómo Paula palideció en un instante.

—Lo sé —dijo en voz baja y evitando mirarlo—. Eso es lo único que hay entre nosotros y lo que me separa de mi libertad —entonces lo miró—.  Pero mientras me sigas reteniendo aquí, quiero trabajar para enmendar lo que hizo Ariel. Es lo mínimo que puedo hacer.

Impulsado por la ira al oír que, básicamente, ella no era más que su prisionera, se acercó para decirle:

—La deuda no es lo único que hay entre nosotros, Paula.

—No volveré a acostarme contigo, Pedro.

—¿Ah, no? —y sin pensarlo, la tomó en sus brazos y la besó. Cuando ella no le ofreció su boca, comenzó a besarla tiernamente por la cara, por las sienes y la frente… hasta que Paula finalmente separó los labios…

Mientras la besaba, Paula sabía que había sucedido lo peor que podía haber pasado porque ahora él sabría lo mucho que lo deseaba y eso le daría un poder sobre ella más potente que la deuda o que el hecho de que aún fuera su prisionera. Aunque lo cierto era que siempre había sido una prisionera…, con la diferencia de que su prisión no tenía ni muros ni un candado.


Dos semanas después, Paula respiró tranquila por primera vez desde que Pedro y ella habían empezado a dormir juntos, y la única razón era que él había viajado a Roma para una reunión urgente. Ella intentaba por todos los medios resistirse, pero cada vez que la tocaba… no podía evitarlo. Durante el día mantenían las distancias, pero por la noche ambos se volvían insaciables de deseo. En cuanto él se quedaba dormido, ella se levantaba para volver a su dormitorio. Sabía que eso lo enfurecía y la noche anterior, cuando se había pensado que estaba dormido y había intentado levantarse. Pedro la había sujetado por el brazo y le había dicho: «Esta noche no te escapas». Se había quedado allí tumbada un largo rato, pero nada más ver el sol salir, había salido del dormitorio sin despertarlo. Había vencido esa vez, pero la mirada de Pedro antes de irse a Roma le había dejado bien claro que no volvería a escapar… y ésa era la razón por la que tenía que convencerlo para que la dejara marcharse de allí porque, a cada día que pasaba, se estaba enamorando más y más de aquel lugar… de Horacio… de Bobby… y de Pedro.

Horacio había estado dándole clases de italiano y Lucía le había enseñado a cocinar unos platos típicos. Su corazón estaba haciéndose ilusiones con poder entrar a formar parte de una familia, pero era demasiado peligroso seguir dándole pie a esa ilusión. Tenía que seguir adelante y recuperar su vida y aunque gracias a la deuda de Ariel nunca tendría una libertad plena, tal vez cuando ese matrimonio ridículo llegara a su fin y ella pudiera volver a casa y encontrar un trabajo, sentiría algo de paz. Ahora lo único que tenía que hacer era convencer a Pedro para que la dejara marchar.

El agotamiento que Pedro había estado sintiendo en el avión de vuelta a Sardinia se había desvanecido como por arte de magia nada más cruzar las puertas de la villa. Ya estaba deseando ver a Paula; tal vez estaba junto a la piscina… o jugando en el mar con Bobby… o echándose una siesta, lo que resultaba más tentador todavía… Pero cuando entró en la casa algo le dijo que ella no estaba allí. Un sexto sentido. Justo en ese momento la enfermera de su padre salió al vestíbulo.

—Ah, signore Alfonso. Si está buscando a su esposa, ha salido… —soltó una pequeña carcajada—. Ha sido bastante teatral, la verdad.

—¿A qué te refieres?

Al ver la expresión de Pedro, la mujer se apresuró a decir:

—Oh, no, no se preocupe, no ha sucedido nada. Es el perro… Estábamos en el jardín y de pronto… se ha desmayado. Lucía y Tomás habían salido a comprar y yo no podía dejar solo a su padre, así que Paula lo ha llevado al veterinario.

Se sintió aliviado de que a ella no le hubiera pasado nada, pero entonces… le entró el pánico.

—¿Has dicho que lo ha llevado al veterinario?

—Sí, pero de eso ya hace unas tres horas, así que a menos que aún siga allí…

—¿Cómo ha ido?

—Le he dicho que podía llevarse mi coche. No tengo prisa, mi turno no termina hasta las…

Venganza: Capítulo 41

Finalmente dejó de besarla con un gemido.

—Paula…

—Pepe… —respondió ella sin pensar y mientras le acariciaba la boca.

Lo había llamado «Pepe», pero él no podía racionalizar nada en ese momento. Para lo único que tenía fuerza era para tender a Paula bajo su cuerpo y tomarla. La levantó en brazos y la llevó a la cama, donde la tumbó. Su cabello le enmarcaba el rostro en un derroche de color. Las zonas más pálidas de su piel a las que el sol no había tenido acceso, sus pechos y esa parte entre sus piernas, lo animaron a besarlas y explorarlas mientras ella se retorcía de placer aferrándose a él desesperadamente.

—Pepe… por favor…

Lo único que Paula sabía era que Pedro tenía que adentrarse en ella en ese momento porque de lo contrario se moriría. La había besado ahí abajo, su lengua la había acariciado íntimamente, y ella había estado a punto de caer por el precipicio. Sintió el peso de su esbelto y fuerte cuerpo entre sus piernas y se arqueó hacia él que, lentamente la penetró, sin dejar de mirarla a los ojos con tanta intensidad que Paula sintió unas lágrimas acumulándose en ellos. La estaba matando con tanta sensualidad y con tanta ternura y no sabía si podría sobrevivir a ello. Pedro miraba esos ojos increíblemente hermosos y ella alzó las caderas para dejarle deslizarse por completo en su interior. Y con un gemido entrecortado, él se perdió en el fragante mundo de la mujer que tenía bajo su cuerpo, hasta que los dos cayeron en un placentero momento de inconsciencia y de dicha.

Cuando Pedro se despertó a la mañana siguiente, y aún con los ojos cerrados, recordó con todo detalle como Paula se había movido y lo había cautivado mientras la tomaba una y otra vez. Su cuerpo aún se excitaba ante la idea de poder alargar una mano y acariciar su sedosa piel. Y eso hizo…, pero no sintió nada. Abrió los ojos y se incorporó. La cama estaba vacía y fría. Hacía tiempo que ella se había ido. Furia y algo más lo invadieron cuando se vistió antes de salir al pasillo para entrar en su dormitorio. La cama estaba deshecha. ¿Había dormido allí? Pero entonces, ¿dónde demonios estaba ahora? El sol apenas había salido. Con una ira irracional y cada vez mayor, recorrió la casa de arriba abajo hasta que se vio frente a la puerta de su despacho. Con un nudo en el pecho, empujó la puerta y entró. Allí estaba ella, de espaldas a él, sentada en el suelo con unos vaqueros y una camiseta, el pelo recogido, y con Bobby a su lado, como siempre, y con montones de papeles a su alrededor. Ella alzó la vista al sentirlo a su lado y un fuego la invadió al ver ese imponente cuerpo. Cuando Pedro se había quedado dormido abrazándola, ella se había visto tentada a dormirse también, pero le había dado miedo despertarse después y encontrarlo sentado en un silla frente a la cama y mirándola, como había hecho aquella horrible mañana en Londres. Eso no podría volver a soportarlo, nunca, y por esa razón se había ido de su cama esa noche y también la noche de su boda, en Roma.

—¿Qué está pasando, Paula?

—Estoy trabajando con esto.

Él se agachó y alargó una mano para levantarla del suelo, que Paula tomó intentando ignorar el placer que la recorrió al hacerlo.

—Paula, no espero que sigas trabajando con esto. Ya está controlado —apretó los labios antes de añadir—: Aquella noche te dejé que me ayudaras para ponerte a prueba… para ver cuánto sabías de los asuntos de Ariel…

Eso no le resultó nuevo a Paula.

—Pero aún me siento responsable por lo que hizo mi hermano…

—No seas estúpida, Paula. Esto lo hizo tu hermano, no tú —dijo él sorprendiéndose a sí mismo, ya que días atrás nunca la habría defendido.

—Sí, pero me avergüenza lo que hizo y mientras esté aquí, no permitiré que tú te ocupes de esto. Y además, aún está pendiente el asunto de la deuda que tengo que pagar. Tal vez podríamos llegar a un acuerdo por el que me dejaras buscar trabajo para que pueda devolverte lo que te debo. Si pudieras darme una carta de referencia por el trabajo que he hecho aquí, me ayudaría a encontrar un empleo.

Pedro se pasó una mano por el pelo. ¿Por qué estaba actuando así? Horas antes había visto otra mujer, la mujer que había conocido en Londres. La mujer de la que quería ver más. Dulce, inocente, sexy… Pero ahora era como si lo de la noche anterior no hubiera pasado. No sabía si zarandearla para hacerla reaccionar o besarla.

martes, 18 de febrero de 2020

Venganza: Capítulo 40

Al verla algo nerviosa y reacia a contestar, Pedro le agarró una mano para tranquilizarla y eso la animó a hablar:

—Ariel era siete años mayor y yo lo veía como a un héroe. Solía seguirlo a todas partes y no entendía por qué él no quería que yo estuviera a su lado. Era un chico brillante, obtuvo una beca para un colegio privado, pero cuando los otros chicos comenzaron a burlarse de él porque nuestro padre era cartero, comenzó a renegar de nuestra humilde familia. Pero mis padres eran maravillosos. Murieron con un año de diferencia y Ariel, que ya llevaba tiempo en Londres, apenas vino a visitar a mi madre mientras moría de cáncer…

Pedro se sentía furioso de ver que una chica tan joven había cargado a sus espaldas, ella sola, con la muerte de sus padres.

—¿Y qué pasó cuando ella murió?

—Me fui a vivir con Ariel, pero cuando llegué allí no me dejó terminar mis estudios. Me puso a trabajar en su departamento. Yo estudié por mi cuenta para aprobar los exámenes y acceder a la enseñanza superior y después me matriculé en la universidad a distancia… —se detuvo un momento—. Estaba planeando marcharme, tenía mi título, tenía mi trabajo en el club… y ya sabía que no podía ayudar a Ariel. Lo único que estaba haciendo era ver cómo se autodestruía. Malena tuvo suerte de tener un hermano como tú. Yo, en cambio, siempre tuve la esperanza de que él cambiara… Es patético, lo sé.

—No lo es.

En ese momento Paula se dió cuenta de que eran los últimos clientes que quedaban en el restaurante y, cuando salían de allí, Pedro se detuvo, le besó la mano y le dijo:

—Gracias por contarme lo de tu hermano, Paula.

Cuando llegaron a la villa. Paula era un manojo de nervios. Durante el trayecto, a Pedro se le había subido la camiseta y sus manos habían estado en contacto directo con su piel. La tentación de explorar esa zona de su cuerpo y la que se extendía justo debajo de su abdomen había sido una verdadera tortura. Después de quitarse los cascos, él  la bajó en brazos de la moto y le dijo:

—Ya sabes que esta noche sólo puede terminar en un lugar, ¿Verdad?

Paula intentó respirar, intentó darle algo de racionalidad a la situación, pero lo único que veía en su mente era la imagen de Pedro. Sin embargo, le pidió que la bajara y se apartó de él evitando su mirada.

—Mira, no quiero…

—¿Qué no quieres, Paula? ¿Esto?

La llevó contra su cuerpo y ella se derritió; intentó resistirse, pero no pudo hacerlo.

—Te deseo, Paula —le rodeó la cara con ambas manos antes de besarla.

Ella cerró los ojos, ¡cómo lo deseaba! Y en esa ocasión, cuando él la levantó en brazos, simplemente asintió. Eso fue todo lo que Pedro necesitó. La llevó a su dormitorio y en la oscuridad la dejó en el suelo y encendió una lamparita. Ella comenzó a temblar y su respiración se entrecortó cuando él se situó detrás y, después de apartarle el pelo, la besó por el cuello. Paula podía sentir sus dedos desabrochándole los botones de la camisa y acariciando su piel desnuda. La sangre de él ardía; estaba tan excitado que sentía verdadero dolor. La giró hacia sí y miró esos enormes estanques verdes de sus ojos. No ignoraría su boca porque besarla era como saborear el más dulce néctar. Ella abrió la boca de un modo tan inocente que se olvidó de quitarle la camisa y se concentró en saborearla y explorarla. Fue entonces cuando notó que Paula estaba intentando quitarle la camiseta. Levantó los brazos para facilitarle el trabajo e inmediatamente ella sintió sus músculos moverse bajo esa satinada piel aceituna. Acarició unos duros pezones que se tersaron más todavía cuando se agachó para tocarlos con la lengua. Pedro enredó los dedos entre su cabello y, con delicadeza, le echó la cabeza atrás, ligeramente impactado de lo excitado que estaba.

Mientras le quitó la camisa, ella, con una respiración cada vez más acelerada, no dejó de mirarlo a los ojos. Después, él le desabrochó los pantalones y se los quitó. El material de su sujetador era muy fino y Paula notó sus pezones rozarse dolorosamente contra la tela. Pedro le cubrió un pecho con la mano antes de acariciar su dura cúspide con el pulgar. Ante la poderosa sensación. Paula tuvo que agarrarse a sus brazos para no caer. Enseguida él  la despojó del sujetador y con un rápido movimiento le bajó las braguitas. A ella la invadió una ráfaga de calor al verlo desprenderse de toda su ropa con impaciencia hasta que los dos quedaron desnudos, el uno frente al otro. Pedro se acercó y la besó con intensidad. No podía dejar de hacerlo y a ella no le importó. Que ese hombre la besara era como verse en medio de una vorágine de placer. Su erección ejercía presión contra su abdomen y ella se movía seductoramente contra él. El tuvo que controlarse para no estallar allí mismo. Cada experiencia con esa mujer resultaba más explosiva que la anterior.

Venganza: Capítulo 39

Paula no pudo evitar hablar con amargura. Al verlo junto al árbol observándola, se había hecho la ilusión de que algo había cambiado pero, por supuesto, no había sido así.

—Nada. La envié para daros el pésame —se giró para que él no pudiera ver la emoción que estaba intentando contener.

—¿Por qué no me dijiste que trabajabas en el club, Paula?

—¿Cómo te has enterado?

—Cuando llegué a Roma un tal Juan había estado todo el día llamando para contactar contigo. Finalmente hablé con él y me dijo que te debían parte del sueldo y que querían saber adonde enviártelo.

—No te lo dije porque no me habrías creído.

—También dijiste que para tí era como un segundo hogar —le dijo casi en tono acusatorio.

—Y lo era. Juan y su novio. Simón, y Diego, el portero, eran… son… como mi familia. Yo solía llevar allí a Ariel todas las noches, me utilizaba como si fuera su taxista y me hacía esperarlo en la calle. Una noche que hacía un frío horrible, estaba intentando estudiar en el coche y Diego me dijo que podía meterme en su pequeña oficina. Me preparó un té, me dió galletas… y eso se convirtió en una rutina.

—¿Y cómo acabaste trabajando allí?

—Una noche la chica que trabajaba con él en la puerta se puso enferma y yo me ofrecí a ayudarlo. Después, cuando ella dejó el puesto, comencé a trabajar allí. Ariel me dió permiso porque quería caerle bien a Simón y porque como yo ya estaba ganando dinero, ya podía cobrarme por la habitación donde dormía en su departamento.

—¿Te cobraba un alquiler? —¡Qué equivocado había estado!

—Ya te dije que las cosas no eran lo que parecían.

Paula deseaba que se marchara, que volviera a Roma o a cualquier otro sitio y la dejara sola; no quería seguir dándole detalles de su vida, pero de pronto Vicenzo se había acercado más y le había alzado la barbilla para que lo mirara a los ojos.

—¿Y las flores en la tumba de Malena?

—Me gusta subir allí, es un lugar muy tranquilo, pero si prefieres que no vaya…

—No. Gracias. Me ha gustado ver las flores allí.

Tenerlo tan cerca era demasiado; se sentía aturdida por poder oler su seductor aroma y dió un paso atrás.

—Cuando estábamos en la Costa Esmeralda mencionaste la clase de sitio donde te gustaría estar. Aquí hay un lugar parecido a ése, es el restaurante de un amigo. Cenaremos allí.

—Oh, no. No tenemos por qué ir…

—Sí, claro que sí. Es un sitio informal, así que no hace falta que te arregles…

Esa noche, mientras esperaba. Paula se dijo que no se trataba de una cita. Sabía que sólo seguía allí por el asunto de la deuda que quedaba pendiente, pero pensó que tal vez debería decirle a Pedro que la dejara marcharse para encontrar un trabajo y poder pagarle lo que le debía. Mientras pensaba en ello, él apareció en la puerta principal con dos cascos de moto en las manos. La recorrió con la mirada deteniéndose en sus vaqueros desgastados y en su camisa negra sin mangas y con cuello alto. Llevaba el pelo suelto y unos mechones rojizos dorados le caían sobre un hombro. Pedro pensó que no había visto nunca una imagen tan sexy, a pesar de que, como siempre, habría preferido que llevara unos colores más vivos. Pero ella no era una amante que se vestía a conciencia para seducirlo, aunque, sin darse cuenta, eso ya lo estaba haciendo. Era su esposa y entre ellos aún quedaban muchas revelaciones pendientes, además de un deseo más urgente y poderoso que nunca.

—¿Has montado en moto alguna vez? —le dijo al entregarle el casco más pequeño.

Ella negó con la cabeza.

—¿Cómo…? Quiero decir, ¿Cómo me subo?

Vió a Pedro alzar una pierna y sentarse sobre el sillín; la tela de sus vaqueros se tensaba sobre los músculos de sus muslos, y esa imagen le resultó tan erótica que las piernas se le hicieron gelatina. El le tendió una mano para ayudarla a subir y, una vez que ya estaba sentada y que los dos tenían los cascos puestos, le agarró las manos y las colocó alrededor de su cintura. Ella pudo notar los músculos de su abdomen moverse cuando Vicenzo arrancó la moto.

—Ahora, échate sobre mí y no te sueltes.

Y así se pusieron en marcha. En un principio. Paula sintió miedo de caerse, pero cuando cruzaron los portones de la villa, y se incorporaron a la carretera de la costa, comenzó a relajarse ante la espectacular y sobrecogedora vista del sol poniéndose sobre el mar. Se detuvieron a un lado de la carretera para no perderse detalle de la maravillosa escena y para Paula aquélla fue la experiencia más hermosa que había compartido con nadie. Tras conducir un rato más a lo largo de la costa, se detuvieron junto a una playa. Pedro bajó de la moto y la ayudó a descender agarrándola por la cintura. Unas olas cristalinas rompían contra la orilla y ella se descalzó para sentirlas en sus pies. Pedro se unió a ella y la tomó por sorpresa al agarrarle la mano.

—No pasa nada. No tienes por qué hacer esto —dijo Paula intentando soltarse.

—Paula, las cosas han cambiado. Lo sientes y yo lo siento, no podemos negarlo… —la llevó hacia sí y ella pudo sentirlo, excitado, contra su cuerpo. Un verdadero deseo la invadió—. Esto es lo único que importa ahora. Ni el pasado ni el futuro.

—Pero la otra noche… cuando no quisiste…

—¿En la villa?

Ella asintió levemente.

—No me parecía bien —y así era. A pesar de la fragilidad que vió en ella, le repugnó la idea de hacerle el amor allí y ahora se sorprendió a sí mismo al jurarse en silencio que vendería esa casa.

Dió un paso atrás y tiró de ella con delicadeza para que lo siguiera. Ella aceptó. En un momento ya estaban llegando a un restaurante con una terraza junto a la playa donde Pedro fue recibido calurosamente por una señora mayor, que enseguida abrazó a Paula y la colmó de besos. Ella no pudo evitar reírse, se sentía muy bien allí. Los llevaron a un piso superior donde había una única mesa con vistas al mar. Allí charlaron y Pedro le habló sobre cómo se había fundado el negocio familiar. Ella nunca lo había visto tan relajado, divertido y encantador. Mientras tomaban el café, la estaba mirando con tanta intensidad que Paula tuvo que preguntarle:

—¿Qué? ¿Es que tengo algo en la cara?

Él negó con la cabeza y a continuación le dijo:

—¿Por qué te quedaste con tu hermano tanto tiempo? ¿Por qué te obligaste a pasar por aquello?

Venganza: Capítulo 38

Se quedó fría por dentro. Esa era la razón por la que había pensado que ella sería tan cruel como para abandonar a su hijo. Miró a Horacio esperando que el horror que sentía no se reflejara en su rostro.

—No lo sabía.

—¿Y por qué ibas a saberlo? Sé que Pedro nunca ha hablado de lo que sucedió y yo sabía muy bien que no podía pedirle que se casara y tuviera hijos —la miró—. Y ahora… desde que Malena… todo ha cambiado. Pero Paula, por favor, tienes que saber que estoy muy feliz de tenerte aquí.

Antes de que Paula pudiera articular una respuesta, él dijo:

—Ahora, si me disculpas, querida, ya es hora de que me vaya a la cama.

Paula se levantó y lo ayudó hasta que llegó la enfermera para llevarlo a su habitación en la silla de ruedas. Volvió a sentarse en la terraza y se quedó contemplando la oscuridad durante un largo rato. Podía imaginarse el vínculo tan intenso que debió de crearse ese día entre Pedro y Malena. Sentía una profunda tristeza por lo que habían tenido que pasar, pero eso no cambiaba el hecho de que ella siguiera sin comprender a Pedro ni su personalidad. Lo único que sabía con seguridad era que había tantas probabilidades de que él se casara por amor como de que ella se librara para siempre de las deudas de Ariel. No era de extrañar que le hubiera resultado tan fácil casarse con ella. Para él, el matrimonio no significaba absolutamente nada. Sería cuestión de tiempo que disolviera el matrimonio, aunque por suerte para ella eso significaría que no tendría que volver a verlo. Sin embargo, al pensar en ello se le encogió el corazón. Y entonces lo único que pudo ver era el rostro adusto de Pedro y su poderoso cuerpo. Y cuando intentó reunir el odio suficiente y el deseo de venganza, no pudo hacerlo. Lo único que sentía era un intenso deseo de que la tomara…, pero la noche antes, en aquella impersonal casa, ya le había dejado bien claro que ella no le atraía en absoluto. Fue esa puñalada de decepción lo que la hizo meterse en la cama, donde estuvo dando vueltas de un lado para otro durante toda la noche mientras sus sueños se burlaban de ella.



Pedro miraba a Paula, sentada al borde de la piscina con el Mediterráneo de fondo. El corazón se le detuvo al darse cuenta de que la había echado de menos y también al saber que ella no estaba comportándose como él se habría esperado, basándose en las mujeres que conocía: un cuerpo cubierto de aceite bronceador bajo el sol… revistas por todas partes… y Lucía corriendo de un lado a otro llevando y trayendo bebidas. Finalmente tuvo que admitir que era completamente distinta a cualquier mujer que hubiera conocido. Tenía sus esbeltas piernas dobladas contra el cuerpo y la barbilla apoyada sobre las rodillas. Los ojos de Pedro recorrieron hambrientos su piel desnuda, donde su cintura entraba y salía en una delicada curva. Su biquini sencillo y negro, perfecto, le encendió la sangre y la libido más que las diminutas tiras de tela que había visto en numerosas mujeres a lo largo de los años. Tenía el pelo recogido en una cola de caballo y parecía más joven todavía. Porque era joven. Demasiado joven para todo lo que había sufrido. Bobby estaba tumbado a su lado y volvió a maravillarse ante la devoción que se tenía el uno al otro. Acababa de estar visitando la tumba de Malena, situada en una colina detrás de la villa, y había visto que tenía flores frescas. Su padre no lo habría hecho, dada su incapacidad para moverse; podrían haber sido Tomás o Lucia, pero…

Paula sintió que estaba allí antes incluso de que Bobby lo viera y comenzara a agitar el rabo. Se le puso la piel de gallina al verlo, apoyado contra un árbol, observándola. Estaba guapísimo vestido con unos vaqueros, una camiseta negra y el pelo mojado, como si estuviera recién duchado. Se sintió algo insegura por estar en biquini y se levantó para cubrirse con un pareo. Estaba respirando deprisa por la excitación de volver a verlo cuando él se acercó.

—Te ha dado el sol.

—Lo sé…

—Te sienta bien —la miró de arriba abajo antes de mostrarle una carta que ella reconoció. Era la carta de condolencias que había enviado a las oficinas de Alfonso en Londres hacía semanas—. Me la han entregado en Roma, la habían reenviado allí.

—La envié esa semana… después del accidente. No sabía qué hacer, cómo ponerme en contacto con ustedes.

Esa carta que, como pudo comprobar, se había enviado antes de que los dos se conocieran aquella noche, le había calado muy hondo.

—¿Por qué enviaste la carta, Paula? ¿Qué esperabas conseguir con ello?

Venganza: Capítulo 37

Cuando alguien chocó con una de las camareras y las bebidas se le cayeron de la bandeja. Paula se levantó enseguida para ayudar a la chica. Y eso fue todo lo que sucedió. Una vez que ella había terminado con su actuación de la buena samaritana y Pedro le había dado a la camarera una importante propina, la sacó de allí.

—¿Te apetece caminar? No está lejos y podemos ir paseando por la playa.

—Suena bien —dijo ella aliviada.

Ese momento en el que caminaron por la playa bajo la luz de la luna y con los zapatos en la mano fue, para Paula, el momento más relajado de toda la noche. Se sentía culpable por no haberse divertido, pero ni ese lugar ni el club social iban con ella. El corazón se le encogió porque sin duda esos lugares sí que iban con Pedro, al igual que la villa donde él se «entretenía» y recibía a sus visitas.

—Es precioso —dijo Paula mirando al cielo—. Es como si pudiera tocar las estrellas con sólo alargar la mano.

Pedro estaba muy callado a su lado y cuando lo miró, lo vió de perfil, contemplando también las estrellas. Al llegar a la villa, accediendo por la parte trasera, Pedro le dió la mano para recorrer el camino de piedras. Paula se levantó el vestido para caminar con mayor facilidad y, cuando él la rodeó por la cintura con un brazo para llevarla hacia sí, se creó un momento de tensión.

—Pedro…

Pero sus palabras se las trago un apasionado beso. A Paula se le cayeron los zapatos de su temblorosa mano e instintivamente lo rodeó por el cuello. Lo había estado deseando durante las últimas semanas. Estar lejos de él había sido algo necesario para su salud mental y para recuperarse, pero había estado anhelando sus brazos, los mismos que la habían rodeado cuando lloró por la pérdida del bebé. Y su boca, sus besos. Se sentía como si Pedro le estuviera robando el alma con ese beso. Cuando se apartaron, él se la quedó mirando un instante antes de recoger los zapatos y entrar en la casa. A Paula no le importaba estar allí ni lo frío que pudiera resultarle ese lugar. Ella también se sentía fría por dentro, aunque sabía que sólo Pedro podía remediar eso. Él se giró hacia ella y, justo cuando la habría vuelto a tomar en sus brazos, se detuvo. Vió el deseo que se reflejaba en sus ojos verdes, vió su boca ya inflamada por sus besos… y también vio las bolsas ligeramente moradas bajo sus ojos y la vulnerabilidad de su cuerpo. No podía seguir ignorándolo. Las cosas estaban cambiando: o ella estaba jugando a ser una completa ingenua o esa chica era algo que él no creía que pudiera existir. La besó en la frente y la llevó a su dormitorio.

—Duerme, Paula. Estás cansada…

Durante un momento ella no dijo nada y entró en su dormitorio, pero tras unos pasos se giró y, sonriendo ligeramente, le dijo:

—Gracias por esto —se refería a los pendientes—, y por todo. Lo he pasado muy bien. Y cuando volvió a girarse el mundo de Pedro se puso del revés.

La noche siguiente Paula estaba sentada en la terraza después de haber cenado con Horacio y terminando la partida de ajedrez que habían comenzado tiempo antes. Estaba enfadada consigo misma. Debería haber estado tranquila, relajada, pero desde que Pedro le había informado de que estaría en Roma durante varios días por temas de negocios, se había sentido muy inquieta. Horacio la sorprendió diciéndole de pronto:

—Pedro no es un hombre de trato fácil. Soy bien consciente de eso.

—Horacio, por favor, no tiene por qué…

—¿Sabías que la madre de Malena y Pedro se marchó cuando él tenía doce años y ella cuatro?

Paula negó con la cabeza. ¿Era ésa la razón por la que siempre se mostraba tan desconfiado? Horacio suspiró con fuerza antes de mover ficha.

—Hacía tiempo que mi esposa y yo no éramos felices. Lo cierto era que el nuestro había sido un matrimonio concertado y que ella estaba enamorada de otro hombre, pero después de casarnos y de tener a los niños, creí que lo había olvidado.

Paula se quedó en silencio y vió en Horacio una expresión que le dió un aspecto más cansado, más mayor, más frágil.

—Comenzó a actuar de un modo extraño; salía a unas horas muy extrañas y se mostraba distante. Sospeché que se estaba viendo con alguien y se lo dije. Ella admitió que había estado viéndose con el hombre al que siempre había amado, que se había quedado viudo y al cuidado de un hijo. Ana me dijo que él le había pedido que volviera a su lado y que lo ayudara a criar al niño.

Paula dejó escapar un grito ahogado, pero Silvio no pareció oírlo.

—Le supliqué que se quedara, pero fue en vano. No sé qué sabían los niños exactamente, pero algo sabían. El día en que decidió marcharse estaban esperándola en el vestíbulo. Esa mañana se habían negado a ir al colegio. ¿Quién sabe? Tal vez nos oyeron discutir… Se quedaron allí, sin decir nada, los dos agarrados de la mano. Cuando Ana salió con su maleta, Malena echó a correr tras ella, gritando y llorando, suplicándole que se detuviera, aferrándose a su ropa. Ana tuvo que apartarla a un lado y fue en ese momento cuando Pedro salió corriendo. La siguió mientras le preguntaba por qué, por qué, por qué, una y otra vez. Ana iba a subirse al coche; su amante tenía el motor encendido y dentro también estaba el niño. Pedro sujetaba la puerta, no le dejaba que la cerrara. Al final. Ana se bajó del coche y lo abofeteó… tan fuerte que yo lo pude oír desde dentro de la casa. Sólo entonces Pedro dejó de preguntarle por qué.

jueves, 13 de febrero de 2020

Venganza: Capítulo 36

—Somos una pareja de recién casados, ¿Te acuerdas? —le dijo al apartarse—. Sonríe para las cámaras.

Paula miró a su alrededor y los numerosos flashes de las cámaras la cegaron. Había vuelto al mundo real. Pedro la metió en un todo terreno con los cristales limados y se marcharon.

—Si tenías planeado esto para reafirmar ante todo el mundo tu nueva imagen como hombre de familia…

—Créeme, había olvidado que los paparazis siempre están por aquí esperando que llegue algún famoso.

Pero eso nunca le había sucedido cuando había ido allí con otras mujeres; siempre había estado atento y nunca lo habían fotografiado. Estaba claro que ver a Paula tan entusiasmada en el helicóptero lo había distraído. La villa a la que la llevó era totalmente distinta de la villa familiar en la que había estado alojada. Era el sueño de todo arquitecto: ángulos y esquinas abstractos, cristal por todas partes y totalmente blanca por dentro. Tenía una piscina infinita con vistas al Mar Tirreno. Era perfectamente agradable y bonita, pero… fría. Sin vida. Un lugar donde llevar a una amante. ¿Sería ése el lugar donde se reunía con ellas? El debió de imaginar en qué estaba pensando porque dijo:

—Aquí es donde me divierto y celebro reuniones sociales o de negocios…

Paula se sonrojó. ¿Acaso estaba planeando divertirse allí con ella? Intentó ponerle algo de entusiasmo a su voz, sin saber por qué sentía la necesidad de mostrarse simpática.

—Está… muy… limpia.

Él se rió a carcajadas, con la cabeza hacia atrás, y ese sonido le resultó tan extraño y su sonrisa tan maravillosa que se lo quedó mirando embobada.

—Nunca había oído a nadie usar esa palabra para describirla.

—Disculpa mi dificultad para expresarme —dijo ella, algo irritada.

En ese momento él se acercó y le agarró la mano para llevársela a la boca y besarla.

—Nos iremos en una hora. Te enseñaré dónde puedes cambiarte.

Una hora después, Paula entró en el salón y Pedro levantó la vista de unos documentos que había estado ojeando. Él llevaba un traje negro y una camisa blanca desabrochada en el cuello. Ella llevaba un vestido de seda ajustado desde el cuello hasta los pies, sin mangas y con la espalda al aire. Se había dejado el pelo suelto en un intento de no sentirse tan desnuda. Él se acercó y le dio una caja de terciopelo rojo.

—Por tu cumpleaños… y, además, hará juego con tu vestido —un vestido color azul real, que la hacía incluso más pálida, más vulnerable.

Paula lo miró a él, a la caja, y después volvió a mirarlo, vacilante, con desconfianza. Ante esa actitud. Pedro, furioso, abrió la caja esperándose ver la misma reacción de siempre: unos ojos abiertos de par en par, sorpresa fingida, algo de pavoneo ante el espejo y agradecimientos excesivos y algo pegajosos. Ella  abrió los ojos de par en par, bien, pero ahí terminó toda similitud. Miró a Pedro. Miró los impresionantes pendientes de zafiro que descansaban sobre terciopelo blanco. Alargó la mano para tocarlos reverentemente. Se sonrojó. Volvió a mirarlo y él tuvo que contenerse para no tirar la caja al suelo y tomarla en sus brazos. Estaba preciosa, sin apenas maquillaje y con una piel ligeramente dorada por el sol.

—Han debido de costarte una fortuna.

Así era, pero ninguna otra mujer había comentado nada nunca sobre el valor de las joyas.

—Son un regalo de cumpleaños… vamos, pruébatelos.

—Pero… ¿Y si pierdo uno?

—Están asegurados —no era cierto, pero si eso la hacía sentirse mejor…

—¿Estás seguro? —preguntó ella algo desconfiada.

Pensó en lo que habían costado en comparación con su inmensa fortuna.

—Sí.

Sólo en ese momento, y con el máximo cuidado. Paula los sacó de su hogar de terciopelo y se los puso. Ni siquiera se miró en el espejo.

—Gracias —le dijo fríamente.

—De nada —Pedro cerró la caja y tuvo la sensación de que el resto de la noche tampoco iba a ser exactamente como él había planeado.

Y así fue. La llevó a un restaurante nuevo con una lista de espera que se alargaba hasta el próximo año. Ella sonrió educadamente durante la velada, pero parecía incómoda y completamente ajena a las miradas de envidia que le dirigían las mujeres y a las de admiración de los hombres.

—¿Va todo bien? —le preguntó él en un momento de la cena.

—Oh, sí, es precioso… impresionante…

—¿Pero?

—Bueno, es un poco como la villa… limpio y elegante —sonrió, dejándolo sin aliento—. Siempre me ha gustado imaginarme en el Mediterráneo, sentada en una pequeña Iratloria con vistas al mar…

En ese momento se sonrojó y Pedro tuvo que controlar su impulso de agarrarla y llevársela muy lejos de todo aquello. Lo cierto era que él tampoco estaba disfrutando demasiado en ese lugar, y haber visto antes la villa a través de los ojos de Paula lo había hecho sentirse algo incómodo. Aun así, siguió insistiendo, quería forzarla a sacar su verdadera personalidad. Pidió champán y fresas. Le pidió que bailara con él, pero ella rechazó la invitación.

Venganza: Capítulo 35

Pero él reaccionó deprisa y la agarró de un brazo, haciéndola gemir… no de dolor, sino por el contacto de su piel. Cuando Pedro levantó la mano, ella agachó la cabeza.

—¿Creías que iba a pegarte? —le preguntó él horrorizado.

Paula tembló y lo miró y entonces supo que, de todas las cosas que temía de ese hombre, la violencia no era una de ellas. Sólo había levantado el brazo para sujetarla y calmarla.

—No —dijo con voz temblorosa—. No sé qué…

—Alguien te ha pegado. ¿Fue Mortimer?

Paula no podía comprender el salvaje brillo en los ojos de Pedro. Negó con la cabeza. Él la agarró con más fuerza. No la dejaría marchar.

—¿Quién te pegó, Paula?

—¿Por qué? ¿Por qué te importa eso? —le preguntó con desesperación; quería evitar que él viera su parte más vulnerable y secreta. Nadie lo sabía, ni siquiera Juan ni Diego. Le avergonzaba, le avergonzaba su debilidad.

—Dímelo, Paula.

Y entonces hizo algo ante lo que ella no pudo luchar; comenzó a acariciarle los brazos. Paula bajó la cabeza y dijo:

—Ariel. A veces cuando bebía, me pegaba. La mayoría de las veces lograba evitar los golpes, pero… otras veces…

Pedro maldijo para sí y la soltó. Inmediatamente, ella puso espacio entre los dos.

—Como te he dicho, no todo era lo que parecía.

En ese momento, alguien llamó a la puerta y allí apareció Lucia.

—El signore Alfonso está esperando a Paula en la terraza…

—Ajedrez… —ella miró a Pedro, pero él seguía con esa extraña expresión en la cara. No debería haberle contado nada—. Le prometí a tu padre que echaríamos una partida de ajedrez, pero puedo quedarme aquí…

—No —respondió él bruscamente—. Ve con mi padre. Yo puedo ocuparme de esto.

Pedro la vió salir del despacho y se pasó una mano por el pelo mientras recordaba su cara de tenor al pensar que iba a pegarla. Estaba comenzando a sentirse vulnerable ante todas las contradicciones que estaba viendo en ella, y no le gustaba tener que admitir esa emoción porque ya lo había devastado en una ocasión y no permitiría que volviera a suceder.

Esa noche, después de que Horacio se hubiera retirado, y cuando Paula se disponía a irse a la cama, Pedro la hizo detenerse antes de llegar a la puerta del comedor. Ella se giró con reticencia y él se levantó de la mesa y se acercó con las manos metidas en los bolsillos.

—¿Sí?

—Mañana es tu cumpleaños.

Paula palideció; desde que sus padres habían muerto, nadie había recordado su cumpleaños. Al día siguiente cumpliría veintitrés años.

—Sí —respondió vacilante.

—Tengo una villa en la Costa Esmeralda, en Porto Cervo. Te llevaré allí mañana por la noche y saldremos a cenar…

Paula agarró con fuerza el pomo de la puerta. De pronto la idea de salir de la villa la asustaba en extremo.

—Pero ¿por qué querrías hacer algo así?

Él se encogió de hombros.

—Digamos que podríamos firmar una tregua, ¿No te parece?

Ella también se encogió de hombros; no supo de qué otro modo responder.

—Bien. Nos marcharemos sobre las cuatro de la tarde.

La vió salir de la sala y se preguntó si se había vuelto loco. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué se sentía obligado a celebrar su cumpleaños? Se reconfortó diciéndose que ésa sería la última prueba a la que la sometería. La llevaría a un lugar donde descubriría cómo era esa mujer en realidad y así podría calmar las voces de duda que oía en su cabeza…

Al día siguiente, a las cuatro en punto, Paula esperaba impaciente en el vestíbulo con una bolsa en la mano. Pedro salió de su despacho y miró la pequeña bolsa de viaje.

—¿Esto es todo?

Paula asintió. Él se encogió de hombros y juntos montaron en el todo terreno. Tras diez minutos de trayecto, llegaron a un campo donde los esperaba un helicóptero. Cuando aterrizaron y la ayudó a salir, las piernas no le respondían, tanto por la emoción de haber hecho su primer viaje en helicóptero, como por haber estado sintiendo el impresionante cuerpo de Pedro a su lado en un espacio tan reducido. Y por si eso no había sido suficiente, él decidió sacarla en brazos. Cuando comenzó a protestar,  la besó durante un largo momento llenándole el cuerpo de deseo.

Venganza: Capítulo 34

Después del aborto, Paula estaba mucho más débil de lo que ella había pensado y concluyó que todo lo que le había sucedido, la muerte de su hermano, su embarazo y su infructuosa búsqueda de trabajo, le estaban pasando factura ahora. Al caer la tarde ya se encontraba exhausta y todos los días se iba a dormir a la misma hora que Horacio. Casi tres semanas pasaron mientras se recuperaba. Pedro se mostraba cortés en todo momento, pero distante. En ningún momento volvió a mencionar la deuda ni le dijo que se marchara. Paula encontró un gran consuelo en la compañía de Horacio, con el que hablaba a diario, leía o jugaba al ajedrez. Bobby, el perro de Malena, también había demostrado ser aliado suyo al seguirla a todas partes con clara devoción. Pedro aparecía por la casa de vez en cuando, después de viajar a Roma o a cualquier otra parte, y siempre que lo veía, no podía evitar sentir una sacudida por dentro, que se hacía más y más difícil de ignorar a medida que se recuperaba. Una noche después de que Horacio se hubiera ido a la cama. Salió a la terraza a tomarse una taza de té. Se tropezó al ver a Pedro sentado junto a la mesa de hierro forjado tomándose un café. Estaba mirando dentro de la taza, pero alzó la mirada al oírla. El corazón le comenzó a palpitar con fuerza.

—Lo siento… —se dió la vuelta para marcharse.

Él se levantó, y dijo:

—No, espera.

—Mira, en serio… —le dijo ella al girarse de nuevo hacia él. Se sentía algo incómoda.

—Paula, siéntate. No voy a morderte.

Él parecía cansado y, al acercarse, Paula pudo ver que tenía una pila de papeles sobre la mesa. Se sentó y, tras un momento, le preguntó tímidamente:

—¿Estás trabajando?

—Podría decirse —respondió él con una carcajada antes de mirarla fijamente—. Estoy arreglando lo que hizo tu hermano; estudiando la oferta de adquisición que nos hizo para que no vuelva a pasar.

—¿Aún sigues trabajando en ello? Si hay algo que pueda hacer… Conocía a Ariel, tal vez yo vea algo que a tí se te escape —y añadió a la defensiva—: Tengo estudios.

Pedro la miró; sus ojos se veían rojizos bajo la luz de la vela que titilaba sobre la mesa en el tranquilo aire de la noche.

—¿Por qué no? —dijo él tras pensárselo un instante—. Me vendría bien que alguien me ayudara con las cuentas. En unos días tengo que marcharme a Roma, pero me gustaría dejarlo todo solucionado primero.

Paula no dudó de que la estaba poniendo a prueba de algún modo y al instante se vio en el despacho de Pedro por primera vez. Era enorme, con ordenadores, faxes y fotocopiadoras por todas partes. Todo lo que se podría necesitar en una oficina moderna. La llevó hasta una mesa sobre la que había una hoja impresa con columnas y cifras e, inmediatamente. Se sintió como en casa. Sabía de números; se había refugiado en ellos durante los últimos años para escapar de Ariel.

—Lo que ves delante de tí es el desastre que aún intento solucionar. Una parte del ataque de tu hermano fue soltar numerosos virus en nuestro programa de contabilidad. He estado intentando solucionarlo primero aquí, para asegurarme de que no queda nada suelto.

Paula lo miró e intentó ocultar su impacto. Ver la realidad de lo que había hecho su taimado hermano resultaba desconcertante, por decir poco.

—Aunque ahora la empresa tiene más seguridad que nunca, no puedo evitar estar nervioso, y por eso estoy asegurándome de saber qué hizo tu hermano antes de que se enteren los demás.

Paula se sintió avergonzada.

—Tengo que admitir que el hecho de que tú, su hermana, esté ofreciéndose a solucionarlo es bastante irónico.

Paula alzó la barbilla, no permitiría que nada de lo que él dijera la afectara.

—¿Por qué no me dices qué quieres que haga?

Pedro miró hacia donde Paula estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y rodeada de papeles. Habían trabajado juntos hasta muy tarde la noche anterior y, cuando había entrado en su despacho por la mañana, se la  había encontrado allí, trabajando en lo que había comenzado por la noche. En las últimas semanas la culpabilidad y una emoción mucho más perturbadora habían estado combatiendo en su interior. Él había hecho todo lo que había podido por darle espacio, pero aún tenía preguntas pendientes… demasiadas preguntas. Lo único sobre lo que no tenía dudas era que no quería dejarla marchar ni tener que decirle adiós. Ella estaba vestida de negro y tenía el pelo recogido y sujetado por un lápiz. Vicenzo podía ver la exquisita línea de su cuello y la seductora forma de sus firmes pechos. Sus piernas eran claras y largas. De vez en cuando, ella alargaba una mano para acariciar a Bobby, que estaba tendido a su lado y mirándola con adoración. Y mientras la veía acariciar la cabeza del perro, Pedro que él también quería sentir su mano sobre él, acariciándolo. Por todas partes.

Paula oyó a Pedro moverse en la silla. Era difícil intentar concentrarse en las cuentas mientras lo oía moverse por detrás. Al ver que se acercaba, se levantó. Él se apoyó contra la mesa y se cruzó de brazos. Ella se preparó para lo que pudiera pasar.

—Si no fuiste a la universidad, ¿Cómo obtuviste el título?

La inofensiva pregunta la sorprendió.

—Lo hice a través de la universidad a distancia… Ariel no me dejaba asistir a clases en la facultad.

—¿Y siempre hacías lo que tu hermano te decía? —le preguntó él con mofa—. No sé por qué, pero me cuesta creerlo… aunque lo veo lógico. No hay duda de que le eras más útil sin tener que ajustarte a los horarios de las clases que se interpusieran en sus ajetreadas vidas sociales.

Paula apretó los puños. Había hecho lo que su hermano le había dicho porque no había tenido elección… a menos que hubiera preferido vagabundear por las calles de Londres desde los dieciséis años. Admitir que había tenido la esperanza de que Ariel cambiara algún día y se convirtiera en el hermano protector y afectivo con el que siempre había soñado era algo que ahora la avergonzaba.

—Ya te he dicho que mi vida con mi hermano no era como piensas.

—¿Y eso por qué, Paula? ¿A cuántas ilusas herederas embaucaron hasta hacerles creer que él las amaba para luego poder quedarse con su dinero?

Paula se sintió dolida. ¿Cómo podía haber olvidado que una vez que estuviera recuperada, Pedro volvería a atacarla? Se giró para marcharse.

—No tengo por qué escuchar esto…

Venganza: Capítulo 33

—Por favor, no —le dijo con una mano extendida hacia él y dando un paso atrás.

Pedro siguió acercándose más y más, con una intensa expresión en su rostro hasta que estuvo tan cerca que ella pudo olerlo, pudo sentir su calor envolviéndola y la quebradiza coraza que la había ayudado a seguir adelante desde que había salido del hospital se resquebrajó. La emoción brotó en forma de un entrecortado llanto y todo lo vió borroso a través de las lágrimas que le inundaban los ojos y le caían por las mejillas. Pero antes de que se derrumbara, él ya estaba allí, envolviéndola con sus brazos y abrazándola como si nunca fuera a dejarla marchar. Cuando el llanto de Paula se había desvanecido hasta convertirse en hipo, se dió cuenta de que estaban sentados en el borde de la cama y de que él tenía la camisa empapada. Comenzó a apartarse y él la soltó. No podía mirarlo. Pedro le dió un pañuelo de papel y se sonó la nariz ruidosamente. Se secó los ojos.

—Lo siento…

—No.

La vehemencia del tono de Pedro le hizo mirarlo.

—No. No digas que lo sientes. Tú no tienes culpa de nada, Paula.

Se puso de pie y se alejó mientras su cuerpo desprendía una tensión que ella podía captar. Algo estaba cambiando, algo estaba cambiando a su alrededor. Paula podía sentirlo y eso la hacía sentirse mucho más nerviosa que nunca al lado de ese hombre. Él se giró bruscamente, pasándose una mano por el pelo con impaciencia.

—Soy yo el que tiene que disculparse. Es culpa mía; es culpa mía que acabaras en el hospital.

—No, Pedro. El médico ha dicho que lo me sucedió es muy común. No es culpa de nadie.

Pedro no podía entender por qué Paula no estaba despotricando contra él y por qué estaba desaprovechando la oportunidad de culparlo. Cuando había estado en sus brazos, sus desgarradores sollozos le habían hecho una brecha en su interior y sentir su suave cuerpo contra el suyo había despertado en él un instinto de protección hacia ella. Paula lo había puesto en una situación que no le había permitido nunca a ninguna mujer y sabía que hasta el momento no había sido capaz de afrontar la realidad y que tal vez ella no habría aceptado el dinero a cambio de alejarse de su bebé… del bebé de los dos. Necesitaba desesperadamente algo de equilibrio, algo familiar a lo que aferrarse. Aún no creía del todo que ella no hubiera sido cómplice de su hermano, pero eso era algo que estaba cambiando, que estaba empezando a ver con menos claridad.

Paula se levantó para recoger su bolso, pero Pedro la detuvo agarrándole la mano.

—¿Qué estás haciendo?

—Me marcho. Esto debe de ser lo que querías.

Pedro retrocedió y por un momento Paula podría haber jurado que lo que vió en sus ojos fue verdadero dolor.

—Yo no le habría deseado a nadie esto por lo que has pasado, Paula—su rostro reflejaba furia… y algo más.

Algo que hizo que Paula se sonrojara.  Ella sabía instintivamente que, independientemente de lo que hubiera pasado entre los dos, Pedro no era tan despiadado y que tal vez él ya estaba sufriendo su propio caos interno.

—Lo siento, no me refería a eso. Lo que quería decir es que ahora querrás que me vuelva a mi casa.

—¿No estás olvidándote de la deuda?

Paula palideció, y Pedro se maldijo a sí mismo; no sabía qué le pasaba con esa mujer que le hacía decir sin pensar lo primero que se le pasaba por la cabeza… Lo primero que se le pasó por la cabeza para intentar que se quedara allí, bajo su control.

—Mira, olvida lo que he dicho. No estás en condiciones de ir a ninguna parte, Paula. Estás débil y aún no te has recuperado emocionalmente. Mi padre está preocupado por tí.

Se sentía dolida por el hecho de que, a pesar de todo lo que había sucedido. Pedro siguiera teniendo en mente su venganza. ¿Por qué, si no había mencionado la deuda que todavía le debía? Se forzó a parecer más fuerte de lo que se sentía.

—Sí, pero no me importa irme. Tal vez sea lo mejor, antes de que tu padre llegue a esperar algo más de nosotros…

—No, Paula. No dejaré que te marches así. Necesitas descansar y recuperarte. Eso, por lo menos, debes admitirlo —la miró de arriba abajo antes de añadir—: No puedes mantenerte en pie y estás tan pálida como un fantasma.

En ese momento, como si su cuerpo estuviera aliado con Pedro, se mareó y se balanceó ligeramente.

—Ya está. No discutas. Voy a decirle a Lucía que te suba algo de comida —le dijo sentándola en la cama— y que te ayude a meterte en la cama. Tienes que dormir.

Paula intentó protestar, pero lo cierto era que no tenía fuerzas. Apenas se dió cuenta de que Pedro se había marchado ni de que Lucía volvió para llevarle un delicioso plato de pasta, un zumo y pan. La mujer, muy amablemente, la ayudó a ponerse una camiseta, se aseguró de que comiera y la metió en la cama.

Paula estaba dormida cuando Pedro volvió a entrar en la habitación un rato después. Se sentó en una silla en una esquina para verla dormir. Paula Chaves era un enigma. O era la cazafortunas y manipuladora hermana de un hombre tan corrupto como ella… o era algo para lo que él no tenía referencia. Recordaba que la noche que sufrió el aborto le había dicho que su vida no se había parecido en nada a la de su hermano y ahora tenía una cosa clara: no la dejaría marchar a ninguna parte tan pronto, no hasta que descubriera quién era en realidad.

martes, 11 de febrero de 2020

Venganza: Capítulo 32

—Eres la última persona en el mundo que quiero ver o con la que quiero hablar ahora mismo, Pedro. Vete.

Él no se movió, pero Paula deseaba que se fuera con todo su ser. Necesitaba estar sola. Como respondiendo a su súplica silenciosa, finalmente Pedro se marchó. Ella giró la cabeza hacia la otra pared y lloró desconsoladamente por el bebé. Pero sabía que también estaba llorando por otra cosa, mucho más oscura y perturbadora. Así era. Pedro Alfonso no dudaría en echarla de su vida en ese mismo instante y lloró todavía más al reconocer que vivir con Ariel le había enseñado a no valorarse a sí misma porque… ¿Cómo podía estar tan consternada por el hecho de que una conexión tan endeble finalmente se hubiera roto entre un hombre que la detestaba y ella?


Pedro caminaba de un lado a otro fuera de la habitación del hospital de Paula, como si eso pudiera mitigar los sentimientos que amenazaban con estallar en su interior. El modo en que ella lo había mirado lo había destrozado, desterrando cualquier posible duda que le hubiera podido quedar sobre su paternidad. Sabía que nunca había llegado a aceptar el hecho de que Paula hubiera llevado dentro a su bebé porque la posibilidad de que ese niño existiera había amenazado todas las defensas emocionales que había erigido para protegerse a lo largo de los años. Pero ya no podía negarlo más. Y ahora era demasiado tarde. Sintió una inmensa emoción que lo sorprendió; era la misma sensación terrible y cargada de furia e impotencia que había tenido cuando había mirado el cuerpo sin vida de su hermana. Se trataba de verdadero dolor, de una profunda pena, y por un segundo lo invadió amenazando con arrasarlo todo a su paso. No había aceptado a su propio hijo. Y lo más inquietante era que ahora sentía el fuerte y visceral impulso de enmendar lo que había pasado. Eso lo impresionó más que nada porque por primera vez en su vida tenía que admitir que estaba deseando algo que siempre había estado negando. Las palabras del doctor lo perseguían: «Ha debido de estar bajo mucho estrés para que haya sucedido esto». Su mujer. Su bebé. Su culpa.


Paula estaba guardándolo todo menos el dolor que sentía por dentro. El médico había explicado que no podría haberse evitado de ningún modo y que no había razón por la que no pudiera llevar un embarazo perfectamente normal y sin problemas en cuanto su marido y ella quisieran intentarlo de nuevo. Estaba moviéndose por su dormitorio recogiendo sus escasas posesiones. Después de unos días ingresada en el hospital, Pedro acababa de llevarla de vuelta a casa. Había intentado hablar con ella en varias ocasiones durante los últimos dos días, pero ella lo había ignorado. No podía soportar que la tratara con lástima. Le sorprendía el profundo dolor que sentía por la pérdida del bebé. En cuanto había descubierto que estaba embarazada, había sentido un amor por ese ser que había sido lo suficientemente fuerte como para animarla a enfrentarse a Pedro…  Algo que había resultado ser el mayor error que había cometido nunca. Se sentó en la cama durante un momento. Su embarazo la había obligado a buscarlo, pero de pronto la posibilidad de no haber descubierto que estaba embarazada y de no haber tenido una razón de ir tras él, la llenó de un inexplicable dolor tan agudo que la desgarró por dentro. Estaba llorando cuando Pedro  entró en el dormitorio y verlo fue demasiado para ella. Se obligó a calmarse y se levantó. Él tenía un gesto adusto, pero también… se le veía agotado, hundido. Sin embargo, ella todavía estaba demasiado impactada como para fijarse en eso. Lo único que sabía era que tenía que irse.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó él al ver la pequeña maleta sobre la cama.

Paula no pudo mirarlo.

—¿A tí qué te parece, Pedro? Me marcho. No hay razón para que esta farsa…

—Paula, cara…

Ella se giró furiosa.

—No me llames así. Sé lo que significa esa palabra en italiano y yo no soy tu «cariño». Es irónico, pero de donde yo vengo. Cara significa «Amigo», aunque está claro que tú tampoco eres amigo mío.

Él dió un paso adelante y para su vergüenza, Paula sintió una emoción que había estado conteniendo cada vez que había sentido sus ojos puestos en ella, cada vez que él había intentado hablarle. Y tenía que seguir así, no podía dejar que la emoción se desbordara.