jueves, 21 de marzo de 2019

Corazón Indomable: Capítulo 12

Paula se preguntó sí ese día acabaría alguna vez. Sólo eran las diez de la mañana del lunes y estaba aburrida como un hongo. El día anterior no había sido tan malo, porque estaba cansada. Se había quedado en casa, en pijama, sesteando, leyendo un libro de misterio y riendo la televisión. Deseó con toda su alma que la cafetería no cerrase los lunes. Un día libre en ese pueblecillo era suficiente. Dos seguidos eran más de lo que podía soportar. Más deprimida que nunca, fue hacia la ventana y miró el día frío y nublado. Últimamente el tiempo era más sombrío que soleado. Se recordó que estaban a finales de febrero y no tenía por qué hacer calor. Suspirando, volvió al sillón y se sentó, encogiendo las piernas bajo ella. Tras mirar la pared un rato, sacó la cartera del bolso y desplegó una funda con fotos. La primera que vió fue la do su marido. Ariel había sido alto, moreno y muy guapo. Y, además, un hombre amable y dulce que las adoraba a ella y a su hija. Mientras miraba el rostro, le resultó difícil recordar qué había sentido cuando la tocaba. Sabía que lo había amado intensamente, pero no podía recordar cómo era. Todo se había difuminado con el tiempo.



No ocurría lo mismo con su hija. Cuando miró su foto un pinchazo de dolor la dejó sin aire. Su preciosa bebé, su bella nena. Su Valentina, alzando el rostro sonriente hacia ella. Saber que nunca volvería a verla ni a tocarla, aun cuatro años después, era impensable. Insoportable. Haber dejado a su hija en la fría y oscura tierra era lo que finalmente había podido con Paula, llevándola al borde de la locura. Tomó aire y se obligó a sonreír, aunque las lágrimas surcaban su rostro. Recordaba muy bien el día en que habían sacado esa foto. Valentina acababa de cumplir tres años y llevaba puesto un vestido rosa, con volantes y muy femenino. A pesar de sus rizos pelirrojos, el rosa le quedaba perfecto. Paula había puesto un lacito rosa entre los rizos, pero no había sido fácil. En cuanto Amber se bajó de su regazo, se lo arrancó.

—Renacuaja —había dicho Paula, volviendo a sentarla en su regazo y repitiendo el proceso.



Esa vez el lazo había seguido en su sitio, pero sólo porque Paula le había prometido a Valentina un helado si no se lo quitaba. A sus tres años, la niña era lo bastante lista para reconocer un chantaje, y para obligarla a cumplir su palabra. Valentina había exigido dos helados, aunque con voz dulce y una sonrisa encantadora. Si hubiera vivido, habría sido tan encantadora en su personalidad corno en su aspecto. Tenía la naturaleza amable de su padre. Cuando Valentina miraba a cualquiera con sus enormes ojos marrones, les derretía el corazón.



Paula se tragó un sollozo y cerró la cartera. Alzó la cabeza con la determinación de no ahogarse en sus lágrimas y se levantó. Hacía tiempo que no tenía uno de esos momentos de autocompasión. La culpa era de la añoranza de su casa y del aburrimiento. Y su soledad. Y de Pedro Alfonso con su condescendencia y desprecio. No podía olvidar eso.

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