jueves, 19 de junio de 2025

Chantaje: Prólogo

 Madrid, España. Un año atrás.



Quería cubrirla de joyas.


Pedro Alfonso deslizó los dedos por el brazo desnudo de la mujer que dormía a su lado e imaginó que joyas de la familia quedarían mejor con su pelo negro. ¿Los rubíes? ¿Las esmeraldas? ¿O tul vez las perlas? Normalmente no solía echar mano del tesoro familiar. Prefería vivir del dinero que ganaba con sus propias inversiones. Pero estaba dispuesto a hacer una excepción por Paula. La luz del amanecer entraba por los ventanales de la casa del siglo diecisiete que había alquilado para el verano. Una ligera brisa agitó las cortinas. Paula había parecido tan cómoda caminando entre las ruinas del castillo español que al principio no se había dado cuenta de que era de los Estados Unidos. Y muy exótica. Y ardiente. Mientras ella caminaba tomando notas por entre los andamios, él había perdido el hilo de su conversación con los inversores. La mayoría lo consideraban el impulsivo de la familia, aunque le daba igual lo que pensaran. No había duda de que corría riesgos en los negocios y en su vida privada, pero siempre tenía algún plan. Y siempre le funcionaba. Al menos hasta ahora. La noche anterior, por primera vez, no había planeado nada. Simplemente se había lanzado de lleno a por aquella intrigante mujer. No sabía qué sucedería a la larga, pero estaba seguro de que iban a disfrutar de un fantástico verano.


—Umm —Paula giró en la cama y apoyó una mano en la cadera de Pedro—. ¿He dormido demasiado?


Aún tenía los ojos cerrados, pero Pedro recordaba a la perfección su intenso tono oscuro, que encubría la altivez de una emperatriz otomana. Miró el reloj de la mesilla de noche.


—Son sólo las seis de la mañana. Aún tenemos un par de horas antes del desayuno.


Paula enterró el rostro en la almohada.


—Aún estoy tan dormida…


No era de extrañar. Habían estado despiertos casi toda la noche, disfrutando del sexo, dando cabezaditas, duchándose… y acabando nuevamente uno en brazos del otro. No ayudó que hubieran bebido un poco. Pedro se había limitado a un par de copas, como Paula, aunque parecían haberle afectado más a ella. Acarició su largo pelo negro, tan suave que se deslizó por sus dedos como lo había hecho cuando la había tenido encima, debajo…  Él salió de la cama.


—Voy a llamar a la cocina para que nos suban aquí el desayuno. Si te apetece algo en especial, dilo.


Paula se tumbó de espaldas en la cama con los ojos aún cerrados y se estiró. Sus redondeados y perfectos pechos llamaron de inmediato la atención de Pedro.


—Umm… Me da igual —murmuró ella, adormecida—. Estoy teniendo un sueño maravilloso… —hizo una pausa, frunció el ceño y entreabrió ligeramente los ojos—, ¿Pedro?


—Sí, ese soy yo —dijo Pedro mientras se ponía los calzoncillos y tomaba su teléfono.


Paula miró rápidamente a su alrededor, tratando de orientarse. Tomó el edredón y tiró de él hacia arriba para cubrirse. De pronto se quedó paralizada.


—¿Qué sucede? —preguntó Pedro, extrañado.


 No era posible que Paula fuera a mostrarse repentinamente tímida después de lo de aquella noche.


—¿Pedro…? —repitió ella, claramente aturdida.


Pedro se sentó en el borde de la cama y esperó, pensando en varias formas de entretenerla a lo largo del verano. Paula extendió el brazo y abrió los dedos de las manos. La luz que entraba por la ventana destelló en el anillo de casada que él había puesto en su dedo anular la noche anterior. Parpadeó deprisa, obviamente horrorizada.


—¡Cielo santo! —exclamó—. ¿Qué hemos hecho? 

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