Pedro tenía que estar bromeando, se dijo Paula, tensa. Se había esforzado realmente por no dejar rastro. Su madre le había advertido de lo importante que era que tuviese cuidado, que se mantuviera por encima de todo reproche, que nunca atrajera en exceso la atención. Miró distraídamente por la ventanilla. Realmente parecía que el conductor estaba conduciendo sin destino, que no se dirigía a ningún sitio concreto… Como el hotel de él.
—Firmamos los papeles del divorcio —dijo.
Pedro entrecerró sus intensos ojos azules.
—Al parecer olvidaste decirme algo, un secreto que has mantenido celosamente guardado todo este tiempo.
Paula se mordió el labio para reprimir las impulsivas palabras que tenía en la punta de la lengua mientras se recordaba que debía estar agradecida por el hecho de que Pedro no hubiera descubierto su más reciente secreto. El estómago se le encogió a causa de los nervios. Trató de calmarse respirando profundamente, pero debía enfrentarse a una verdad que había aprendido hacía tiempo. Sólo podía relajarse trabajando en la biblioteca.
—¿Qué secreto?—preguntó, siguiendo la arraigada costumbre de la negación. Hasta entonces nadie había sacado aquel tema, de manera que su estrategia había funcionado—. No sé de qué estás hablando.
Pedro no ocultó su irritación.
—¿Es así como piensas llevar el asunto? De acuerdo —se inclinó hacia Paula, a la que no se le pasó por alto el aroma de su loción para el afeitado, aroma que aún no había olvidado—. Olvidaste mencionar a tu padre.
—Mi padre es un recaudador de impuestos en Pensacola, Florida, y hablando de Florida, ¿Por qué no estás en tu casa de Hilton Head, en Carolina del Sur?
—No hablo de tu padrastro, sino de tu padre biológico.
Pedro trató de disimular el estremecimiento que recorrió su cuerpo.
—Ya te hablé de mi padre biológico. Mi madre estaba sola cuando nací. Mi verdadero padre era un vagabundo que no quería formar parte de su vida.
Su padre, poco más que un donante de esperma por lo que a ella se refería, rompió el corazón de su madre cuando la dejó para que criara sola a su hija. Era posible que su padrastro no fuera precisamente un príncipe azul, pero al menos se había ocupado de ellas.
—¿Un vagabundo? Un vagabundo perteneciente a la realeza —dijo Pedro—. Una interesante dicotomía.
Paula cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que fuera igual de fácil librarse de las repercusiones de lo que había descubierto Pedro. Su padre biológico aún tenía enemigos en San Rinaldo. Había sido una tontería tentar al destino acudiendo a España con la esperanza de averiguar algo sobre sus orígenes en la pequeña isla cercana. El miedo era algo bueno cuando mantenía a una persona a salvo. Hizo un esfuerzo por contener los latidos de su corazón.
—¿Te importaría no mencionar eso?
—¿A qué te refieres?
—A lo de la realeza —a pesar de que su padrastro llamaba frecuentemente a Delfina su «Pequeña princesa», ni él ni el resto del mundo sabían que Paula era la que tenía verdadera sangre real circulando por sus venas gracias a su padre biológico.
Nadie lo sabía, excepto ella misma, su madre, ya muerta, y un abogado que se ocupaba de cualquier posible comunicación con el rey depuesto. El padre de Paula. Un hombre aún perseguido por la facción rebelde que había tomado el poder en San Rinaldo.
—Puede que hayas logrado engañar al mundo todos estos años, pero yo he descubierto tu secreto —dijo Pedro—. Eres la hija ilegítima del depuesto rey Enrique Medina.
Paula hizo un esfuerzo por mostrarse despreocupadamente relajada.
—Eso es ridículo —dijo, aunque era cierto. Si Pedro había logrado descubrir su secreto, ¿Cuánto tardarían en averiguarlo otros? Debía persuadirlo como fuera de que estaba equivocado. Luego decidiría qué hacer si lo que le había contado él sobre su divorcio era cierto—. ¿Qué te ha hecho llegar a una conclusión tan absurda?
—Descubrí la verdad cuando volví a Europa recientemente. Mi hermano y su esposa decidieron renovar sus votos matrimoniales y aprovechando que estaba por la zona pasé por la capilla en la que nos casamos.
Paula se sorprendió al escuchar aquello y no pudo evitar recordar la noche en que se casaron. Ella estaba emocionalmente hundida tras la muerte de su madre y acababa de llegar a Europa para terminar sus estudios. Compartió unas bebidas con el hombre por el que estaba secretamente chiflada y lo siguiente que supo fue que estaban buscando un cura o un secretario de juzgado que aún estuviera levantado. Visitar el lugar en el que hicieron sus votos sonaba sentimental. Como si aquel día significara más para Pedro que el mero recuerdo de un error cometido a causa del alcohol.
—¿Volviste allí? —preguntó sin poder evitarlo.
—Estaba por la zona —repitió Pedro, pero su mandíbula se tensó visiblemente, primer indicio de que lo sucedido debió afectarle tanto como a ella.
Paula recordó que la dejó ir fácilmente, que, en lugar de pedirle que se metiera de nuevo en la cama y decirle que ya lo hablarían más tarde, aceptó que habían cometido un error. Su parte más irracional habría querido que no le hiciera caso. Pero no fue así. Pedro la dejó ir, como hizo su padre con su madre. Y con ella.
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