Pensacola, Florida. En la actualidad.
—¡Felicidades a la futura esposa, a mi pequeña princesa!
El brindis del padre de la novia llegó desde la cubierta del barco hasta el muelle en que se encontraba Paula Chaves. Estaba sentada en el borde, mojándose los pies en las aguas del golfo de Florida, cansada después de haber ayudado a su media hermana a organizar su fiesta de compromiso. Su padrastro había tirado la casa por la ventana por Delfina, excediendo las posibilidades que podía permitirse un recaudador de impuestos, pero nada bastaba para su «Pequeña princesa». A pesar de todo, había tenido que conformarse con una reserva el lunes por la noche para poder permitírselo. El sonido de las copas se mezcló con el del agua que acariciaba los pies de Paula. La comida había terminado y todo el mundo había quedado tan satisfecho que nadie la echaría de menos. Se le daba bien ayudar a la gente y mantenerse en segundo plano. Organizar aquella fiesta de compromiso había resultado una actividad agridulce, pues le había hecho pensar en su propia boda. Boda de la que su familia no sabía nada. Afortunadamente, un efectivo divorcio la había librado rápidamente de su impulsivo matrimonio, celebrado de forma totalmente improvisada a media noche. Normalmente lograba apartar los recuerdos, pero la organización de la fiesta de compromiso de Audrey le había hecho revivirlos con especial intensidad. Por no mencionar el críptico mensaje telefónico que había recibido aquella mañana de Paula. Ya había pasado un año, pero aún podía reconocer su profunda y sensual voz. «Paula, soy yo. Tenemos que hablar».
Paula apartó la coleta que la brisa se empeñaba en llevar hacía su rostro. Un año atrás decidió ir a conocer la herencia cultural de su verdadero padre. Aquello la había conducido hacia el hombre equivocado, un hombre con un intenso perfil vital que suponía una amenaza para su cuidadosamente protegido mundo, y también para los secretos que tan celosamente guardaba. Parpadeó para alejar los recuerdos de Pedro, demasiados, teniendo en cuenta el poco tiempo que pasaron juntos. Debería ignorar su llamada y bloquear su número. O al menos esperar a que su hermana estuviera casada antes de ponerse en contacto con él. El relajante sonido del agua que acariciaba los costados del muelle se vio interrumpido por el del motor de un vehículo que se acercaba. Miró por encima del hombro. Se acercaba una limusina. ¿Se trataría de algún invitado rezagado? Si era así, llegaba realmente tarde. Tomó sus sandalias mientras contemplaba el elegante y exclusivo Rolls Royce de ventanillas tintadas. La zona privada en que se encontraban era totalmente segura… ¿Pero había realmente algún sitio seguro, especialmente en la oscuridad? Sintió que se le ponía la carne de gallina y se le secaba la boca. Se puso las sandalias reprendiéndose por ser tan tonta. Pero lo cierto era que el prometido de Delfina era conocido por tener algunos contactos turbios. Su padrastro sólo era capaz de ver el dinero y el poder, y no parecía preocuparle el retorcido camino por el que solían circular éstos. Aunque ninguno de aquellos cuestionables contactos tenía motivos para querer hacerle daño a ella. En cualquier caso, le convenía volver a la fiesta. Se puso en pie. La limusina aceleró la marcha.
Paula tragó saliva, lamentando no haber tomado unas clases de autodefensa a la vez que terminaba sus estudios de bibliotecaria. Pero no tenía por qué ponerse paranoica. Empezó a caminar. En cuanto avanzara treinta metros podría avisar al hombre que vigilaba el acceso a la pasarela. El sonido del motor de la limusina aumentó a sus espaldas. Caminó más deprisa. El tacón bajo de sus zapatos se enganchó entre las tablas del muelle. Acababa de liberarlo cuando el vehículo se detuvo ante ella. Se abrió una de las puertas traseras, bloqueándole el paso. Sólo podía rodear el coche o lanzarse al agua. Frenética, miró a su alrededor en busca de ayuda, pero ninguno de los setenta y cinco invitados que había en el yate parecía haberse dado cuenta de su situación. Una pierna vestida de negro se asomó por la puerta del coche. El zapato Ferragano que ella reconoció al instante hizo que los latidos de su corazón se desbocaran. Sólo conocía a un hombre que los usara. Dió un paso atrás mientras el hombre salía del coche. Contuvo el aliento, con la esperanza de ver asomarse un pelo canoso o una buena barriga… Cualquier cosa… ¡Menos a Pedro! Pero no hubo suerte. El hombre alto y fuerte que salió del coche vestía de negro y llevaba suelto el botón superior de la camisa. Su pelo castaño le llegaba casi hasta los hombros y lo llevaba apartado del rostro, lo que realzaba la fuerza de su cuadrada mandíbula. Unas gafas de sol ocultaban sus ojos. Sintió que los nervios atenazaban su estómago. Obviamente, su ex marido no se había conformado con hacer una llamada y dejar un mensaje. El poderoso empresario internacional del que se había divorciado hacía un año había regresado. Pedro Alfonso se quitó las gafas, miró la hora en su reloj y sonrió.
—Siento haber llegado tarde. ¿Nos hemos perdido la fiesta?
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