Apartó la mirada de la tentadora curva de la boca de Pedro, una boca que le produjo un intenso placer explorando cada centímetro de su piel aquella noche…
—Todo el mundo sabe que el rey Enrique ya no vive en San Rinaldo. Nadie sabe con exactitud adonde fue con sus hijos. Sólo existen rumores.
—Rumores de que está en Argentina —Pedro se apoyó contra el cómodo respaldo del asiento, aparentemente relajado.
Paula recordó el día que lo conoció. Acababa de unirse a un grupo de restauración con el que tenía que hacer unas prácticas para una asignatura. Pedro estaba examinando unos planos con otro hombre en la obra. Al principio pensó que trabajaba con el grupo, lo que llamó su atención. Pero ya era tarde cuando descubrió quien era realmente. Un Alfonso, un miembro de toda una dinastía financiera y política. Ella apartó la mirada.
—No sé nada de eso.
Después de tanto tiempo, mentirle resultaba fácil.
—También parece que ni tú ni tu madre han estado en Argentina, pero no es eso lo que me preocupa —Pedro miró a Paula hasta que ésta se vió obligada a devolverle la mirada—. Me da igual dónde vivan tus padres auténticos. Lo único que me preocupa es que me mentiste y eso ha frenado en seco el proceso de nuestro divorcio.
Paula lo miró con gesto desafiante.
—No sé por qué te preocupas tanto. Si lo que dices es cierto, nuestro matrimonio sería nulo y por tanto no necesitamos el divorcio.
—Me temo que no es así. Me he informado. Puedes estar segura de que somos legalmente marido y mujer —Pedro deslizó los dedos por el pelo de Paula hasta dejar la mano apoyada en su cadera.
Ella se esforzó para no apartarse… Y para no acercarse. Tomó a Pedro por la muñeca y le retiró la mano con firmeza.
—Acúsame de abandono. O si quieres te acuso yo. Me da igual mientras las cosas se resuelvan rápidamente y con discreción. Nadie de mi familia está al tanto de mi… Impetuosa boda.
—¿No quieres discutir quién se queda con la porcelana y quién con las toallas?
Aquello ya era demasiado. Paula golpeó la ventanilla que los separaba del conductor hasta que se abrió.
—Lléveme de vuelta al muelle, por favor.
El conductor miró a Pedro, que asintió secamente.
Su autocrática actitud hizo que Paula quisiera gritar de frustración, pero no quería montar una escena. ¿Cómo era posible que aquel hombre tuviera el poder de hacerle hervir la sangre? Ella era una maestra de la calma. Todo el mundo lo decía, desde los miembros de la junta administrativa de la biblioteca hasta su profesor de atletismo en el colegio, que nunca logró convencerla para que fuera demasiado deprisa. Esperó a que la ventanilla se cerrara para volverse hacia Pedro.
—Puedes quedarte con todo lo poco que poseo si detienes esta locura ahora. Discutir no nos va a llevar a nada. Haré que mi abogado revise los papeles del divorcio.
Aquello era lo más que pensaba acercarse a admitir que Pedro había dado con la verdad. Desde luego, no podía confirmarlo sin que su abogado viera las pruebas que pudiera tener. Había demasiadas personas en juego. Aún había por ahí gente perteneciente al grupo que trató de asesinar a Enrique Medina y que asesinó a su mujer, la madre de sus tres hijos legítimos. Enrique ya era viudo cuando conoció a la madre de Paula en Florida, pero no se casaron. Ésta le dijo muchas veces a su hija que fue ella la que no quiso adaptarse a la forma de vida de la realeza, pero los labios le temblaban siempre que lo decía. En aquellos momentos, Paula comprendió a su madre más de lo que nunca podría haber imaginado. La relaciones eran muy complicadas… Y dolorosas. Afortunadamente, la limusina se estaba acercando de nuevo al muelle, pues ella no sabía cuánto tiempo más iba a poder aguantar aquella noche. El vehículo se detuvo junto a la entrada.
—Si eso es todo lo que tienes que decirme, Pedro, tengo que volver a la fiesta. Mi abogado se pondrá en contacto contigo a comienzos de la semana que viene — dijo Paula, y a continuación alargó la mano hacia la manija de la puerta para, salir. Pedro apoyó una mano en la de ella.
—Un momento. ¿De verdad crees que voy a perderte de vista tan fácilmente? La última vez que lo hice me dejaste plantado antes de comer. No pienso perder otro año buscándote si decidieras desaparecer de nuevo.
—No desaparecí. Vine a Pensacola —Paula trató de liberar sus manos, pero Pedro no se lo permitió—. Aquí puedes encontrarme.
De hecho, podría haberla encontrado a lo largo de los últimos meses si hubiera querido. Las primeras semanas tuvo esperanzas, pero el pánico se adueñó de ella mientras luchaba contra su deseo de ponerse en contacto con él. Ahora ya no tenían motivo para hablar.
—Ahora estoy aquí —dijo Pedro a la vez que le acariciaba la mano—. Y vamos a arreglar este asunto cara a cara.
—¡No!
—Sí —dijo Pedro a la vez que abría la puerta del coche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario