jueves, 28 de mayo de 2020

Dulce Amor: Capítulo 12

Pero era como si el demonio estuviese tentándola, creando una poción perfecta para alejarla de la vida que había elegido. Y Franco era parte de esa poción, adorable y dulce a pesar del llanto. El niño giró la cabeza para mirarla solemnemente, con la carita roja de tanto llorar.

—Hola, cariño… —murmuró Paula.

El niño dejó de llorar y la miró con una mezcla de recelo y esperanza.

—Mamá…

—Lo sé, cielo, echas de menos a tu mamá, ¿Verdad?

El niño asintió con la cabeza antes de alargar los bracitos hacia ella y Paula soltó el bolso sobre el sofá para tomarlo. Pero el calor del cuerpecillo infantil contra su pecho hizo que se le encogiera el corazón.

—Se llama Franco —dijo Pedro.

—Hola, Franco, yo soy Paula.

—Mamá —repitió el crío mientras Paula miraba las cortinas desenganchadas, un triciclo tirado en medio del salón, una bolsa de pañales por el suelo… Antes de sentarse en el sofá tuvo que apartar varios juguetes con la mano libre.

—Tu mamá volverá a casa enseguida. ¿Sigue tomando el biberón? —le preguntó a Pedro.

—No lo sé.

—Ve a la nevera a ver si tu hermana tiene biberones guardados.

—¡Aquí están! —exclamó él unos segundos después.

—Calienta uno en el microondas durante unos segundos.

Pedro volvió al salón con el biberón en la mano.

—¿Lo has probado para ver si está demasiado caliente?

—¿Quieres que pruebe el biberón?

—No, échate unas gotitas en la muñeca.

Paula suspiró mientras lo veía echarse unas gotas en una muñeca fuerte, cuadrada, masculina.

—¿Lo ves? Eres una experta, ya lo sabía yo…

Sacudiendo la cabeza, Paula tomó el biberón y se colocó a Franco sobre el brazo izquierdo para dárselo. Mirando a su tío con cara de malas pulgas, el niño tomó la tetina y empezó a chupar cerrando los ojitos… Unos minutos después se había dormido, y Pedro la miraba como si acabase de multiplicar los panes y los peces.

—No me lo puedo creer…

—Estaba agotado —dijo Paula.

—Te debo una.

—Desde luego que sí.

Su gratitud no duró mucho. Pedro cruzó los brazos sobre el pecho y se balanceó sobre las plantas de los pies.

—Tres entrevistas y nada de presidir el desfile.

—Veo que deberíamos haber negociado mientras el niño estaba llorando —dijo ella, aunque estaba saboreando su victoria.

Iba a hacerlo, iba a ayudarla a salvar a Kettle Bend llevando gente al pueblo durante las fiestas.

—Te advierto que no se me dan bien las entrevistas. Tengo un talento especial para decir la frase equivocada en el peor momento.

—Afortunadamente para tí, yo he entrevistado a mucha gente y sé qué clase de preguntas te harán. ¿Por qué no hacemos una lista y ensayamos un poco?

¿Qué tenía eso que ver con alejarse de Pedro Alfonso lo antes posible?

Joaquín entró en el salón entonces como una tromba y se quedó mirándola.

—Hola.

—Hola, yo soy Paula.

—Tengo hambre. Alfonso ha quemado la cena.

—¿No te llama tío Pedro? —le preguntó ella, sorprendida.

—Nadie me llama Pedro.

—¿Quién es Pedro? —preguntó el niño—. ¡Tengo hambre!

—¿Cuál es tu comida favorita? —le preguntó Paula.

—Macarrones con queso. Y los ha quemado.

—¿Cuál es tu segunda comida favorita? —insistió ella.

De repente, se imaginó fregando platos con Pedro… Y se enfadó consigo misma. ¿Tan patética era su vida que hasta imaginarse fregando platos con un hombre le parecía romántico? Claro que pocas cosas no serían románticas con alguien como él, pensó, mirando al hombre en cuestión. Y eso era un problema.

—Mi segunda comida favorita son las hamburguesas de Hombre’s —respondió Joaquín.

Hombre’s era una de las mejores hamburgueserías del pueblo.

—Yo creo que esa es una solución perfecta para cenar —dijo Paula, levantándose. Y una en la que ella no tendría por qué intervenir—. Puedes meter a Franco en el cochecito y llevarlos a los dos. Parece que la emergencia ha terminado, Pedro.

—¿Quién es Pedro? —repitió Joaquín.

—No te vayas —le suplicó Pedro—. El niño despertará tarde o temprano y volverá a llorar.

—No puedo quedarme aquí toda la noche.

-No, es verdad. Pero puedes ir a Hombre’s con nosotros… Te invito a una hamburguesa. Es lo mínimo que puedo hacer.

Sentarse a su lado en un restaurante sería peor que fregar los platos con él. Sería la fantasía de una familia feliz. Claro que si tenía que juzgar por su propia familia, era eso exactamente: Una fantasía. Una en la que ella había creído siempre, a pesar de su infancia. O tal vez por eso. Una que la había hecho necesitar cariño de tal forma, que se había enamorado de la persona equivocada. Y ese era un demonio contra el que siempre tendría que luchar.

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