jueves, 21 de mayo de 2020

Dulce Amor: Capítulo 3

¿Había alguien en la faz de la tierra que no lo supiera? Pedro estaba empezando a odiar la palabra Internet más que nada en el mundo. La anciana no pensaría que era tan bueno si supiera cuántas veces había deseado haber dejado que al perro se lo llevase la corriente. Recordó entonces cómo el animal se pegó a él cuando llegaron a la orilla, intentando respirar. El cachorro, empapado y muerto de miedo, se había acurrucado sobre su pecho… En realidad, no habría sido capaz de dejar que se ahogase. El problema era que un tonto con un móvil había grabado el momento en el que se tiró al río Kettle para colgarlo luego en Internet donde, por lo visto, lo había visto el mundo entero.

—¿Cómo está el perro?

—Sigue en el veterinario —respondió Pedro—, pero se pondrá bien.

—¿Alguien lo ha reclamado?

—No.

—Bueno, eso no será un problema. Si no aparece el dueño, alguien querrá adoptarlo.

—Sí, ya.

Por culpa del vídeo, el departamento de policía de Kettle Bend tenía que soportar docenas de llamadas diarias sobre ese perro. Pero siguió el camino de cemento que llevaba a la parte de atrás y poco después llegó a un jardín… No había ninguna palabra para describir aquel jardín lleno de árboles y flores. Salvo tal vez «encantado». Se quedó mirando la profusión de flores sobre la hierba recién cortada… Tenía la sensación de haber entrado en un santuario privado. Sagrado. Hizo una mueca, pero esta vez sintiéndose un poco inquieto. Y entonces la vió. Inclinada arrancando malas hierbas, totalmente concentrada en lo que hacía, su rostro escondido bajo un sombrero, la punta de la lengua entre los labios. Llevaba una camiseta de flores y un pantalón corto blanco manchado de tierra… Y tenía unas piernas largas y bronceadas que lo dejaron sin aliento. Mientras la miraba, ella tiró de una mala hierba y cuando consiguió arrancarla, se vió catapultada hacia atrás. Pero cuando recuperó el equilibrio se quedó muy quieta, como si supiera que alguien estaba observándola. Y cuando se dio la vuelta Pedro, descubrió que Paula Chaves no era una mujer de mediana edad, no tenía el pelo fosco y no llevaba maquillaje. Unos rizos de color cobrizo escapaban del sombrero, enmarcando una carita de duende. Tenía pecas en la naríz respingona y una barbilla a juego… Pero fueron sus ojos lo que hizo que se quedase sin respiración. Él sabía leer los ojos de la gente, aunque era más difícil de lo que pensaban los demás. Un mentiroso podía mirarte sin parpadear, un asesino podía tener ojos de inocente cervatillo. Pero once años trabajando en uno de los departamentos de policía más duros del país, habían hecho que desarrollase la habilidad, que a su hermana le parecía aterradora, de detectar la personalidad de la gente con una sola mirada. Y aquella mujer era la típica vecina de al lado, dulce, guapa, probablemente ingenua… Con unos ojos enormes de color pardo… Preciosos, debía reconocer. Una mujer que dejaba abierta la puerta de su casa y quería convertirlo en un héroe. Pero en lugar de sentirse irritado, en lugar de recordar la furia que sentía porque había llamado a su jefe, sintió el absurdo deseo de protegerla.

—Debería cerrar la puerta con llave —dijo bruscamente.

Debería darse la vuelta y alejarse de ella. Porque lo que una chica como Paula Chaves necesitaba era protegerse de tipos como él, que habían visto demasiadas cosas horribles y tenían una actitud desconfiada ante la vida. Una desconfianza que podía destruir el halo radiante que parecía rodearla. Pero si se iba sin darle una oportunidad, podría volver a llamar a su jefe… Pedro se acercó hasta que su sombra oscureció los ojos pardos. Él raramente estrechaba la mano de alguien. Solía mantener las distancias para establecer su autoridad, de modo que le sorprendió querer extender su mano.

—¿Señorita Chaves? —le preguntó—. Soy Alfonso.

Paula sonrió entonces, y él se alegró de haber metido las manos en los bolsillos del pantalón.

—Señor Alfonso… —empezó a decir, incorporándose—. Cuánto me alegro de que haya venido. ¿Puedo llamarlo Pedro?

—No, no puede. Nadie me llama Pedro. Y no soy «señor Alfonso», sino «agente Alfonso».

Ella lo miró entonces, sorprendida.

—¿Nadie lo llama Pedro?

«¿Por qué le hacía esa pregunta? ¿No había dejado perfectamente claro que no iba a haber absolutamente nada personal entre ellos, ni siquiera una invitación a llamarse por el nombre de pila?»

—No —respondió, con sequedad.

Una sequedad de la que ella no parecía o no quería darse cuenta.

—¿Ni siquiera su madre?

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