El teléfono no podía haber sonado en peor momento, mientras Paula intentaba llenar los últimos tarros. ¿Cómo lo hacía su abuela sin manchar toda la cocina? La mermelada se escurría de los tarros, resbalando por las etiquetas… ¡Había conseguido tener mermelada hasta en el pelo! El teléfono estaba sonando más de lo habitual por la entrevista en el programa de Leandro Hukas el día anterior, y como siempre, esperaba absurdamente que fuese Fernando.
Había esperado que llamase para pedirle perdón, para pedirle que volviese con él.
—Estoy deseando decirle que no… —murmuró, lavándose las manos antes de tomar el auricular.
Que su ex prometido suplicase que lo perdonara podría curar su dolorido corazón.
—¿Sí?
—¿Señorita Chaves?
No era el mujeriego de su ex prometido, pensó Paula. Y habría reconocido esa voz aunque estuviese dormida. Era él.
—¿Pedro? —dijo a propósito, para irritarlo.
Sin duda no llamaba por voluntad propia, sino forzado por su entrevista en la radio. Y le gustaba esa sensación de llevar ventaja. Pero también le gustaba su nombre. Siempre le había gustado, desde que lo escuchó en el vídeo.
—«Y ahora unas fantásticas imágenes de Kettle Bend, Wisconsin, donde el agente Pedro Alfonso …».
El silencio al otro lado de la línea fue roto por el llanto de un niño, y Paula miró el teléfono, perpleja. ¿Estaba casado? No llevaba alianza, pero muchos hombres no la llevaban, pensó, con el estómago encogido. ¿Por qué le disgustaba que estuviera casado?
—Tengo un problema —dijo él entonces—. Lo he intentando todo, pero el niño no deja de llorar.
—¿Qué niño?
Paula no entendía nada. Creía que había llamado para decir que iba a dar las entrevistas.
—Mi sobrino, Franco. Mi hermana suele apiadarse de mi soltería… —«Soltero.» Qué bobada que sintiera como si el sol hubiera vuelto a salir—. Y me había invitado a cenar, pero ha tenido que salir urgentemente. Su marido sufrió un accidente de coche cuando volvía de trabajar y no quiero llamarla al hospital para decir que el niño está llorando. La pobre ya tiene suficientes problemas.
Paula apretó los labios. Ella había intuido que bajo esa máscara helada había una buena persona. La clase de persona que rescataría a un perro y que intentaría evitarle ansiedad a su hermana.
—¿Cómo está su cuñado?
—Tiene una pierna rota. Van a operarlo y mi hermana no quiere apartarse de su lado.
Y tampoco lo haría él, pensó Paula, si bajase la guardia un momento.
—Y aquí estoy —siguió Pedro, su voz absurdamente sexy—. ¡Joaquín, baja de ahí! Con un sobrino de cuatro años subiéndose por las cortinas y otro de año y medio que no para de llorar. No sabía a quién llamar.
Paula se sorprendió al notar cierto pánico en su voz. No, no podía ser.
—¿Y por qué me ha llamado a mí? —le preguntó, imaginando que respondería: «Ví algo en tu cara que no he podido olvidar. Eres la clase de mujer con la que un hombre sueña formar una familia».
—La puerta de su casa estaba abierta cuando fui el otro día y ví las portadas de las revista en la pared. He pensado que tal vez sabría algo sobre niños.
—Ah —de nuevo, algo inesperado.
—Y también he pensado que podríamos intercambiar favores.
—¿Qué quiere decir?
—Usted quiere que dé unas entrevistas y yo necesito ayuda ahora mismo.
No le estaba suplicando, pero era una sorprendente capitulación. Y tan lejos de su fantasía, que Paula estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Debo advertirle que mi conocimiento sobre niños es teórico.
«Tristemente.»
—¿No es usted una experta?
—No, trabajé en una revista sobre niños durante años. Entrevistaba a las mamás y escribía artículos, nada más.
Paula sentía como si estuviera en una entrevista de trabajo, uno que le gustaría conseguir. No le contó que también escribía artículos sobre muebles y ropa de bebé, pensando que a él le parecerían frívolos porque estaba a punto de conseguir que Pedro Alfonso estuviera en su equipo y no quería desperdiciar la oportunidad.
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