-Espera. Quiero decirte algo.
Pedro dejó caer la mano.
-Paula, no tienes por qué contarme estas historias.
-No son historias. Y sí que necesito contártelas -dijo, sin darle tiempo a protestar-. Gonzalo, mi hermano, somos mellizos -hizo una mueca-. No somos idénticos. Claro. Yo soy la mayor por veinte minutos. Él estuvo a punto de morir. Cuando éramos pequeños, era muy enclenque y tenía unas gafas con cristales muy gruesos. Me acostumbré pronto a defenderle de los matones del colegio. Él nunca pudo hacer frente a esas cosas, pero yo sí. Nunca volvió a ser el mismo después de que nuestra madre nos abandonara. -la voz de Paula temblaba de dolor-. Era demasiado listo, demasiado callado. Siempre fue el objetivo perfecto. A lo mejor resulta difícil de creer, pero él nunca quiso esa vida ser pandillero, meterse en las drogas.
-¿Y entonces por qué lo hizo? -le preguntó Pedro, tratando de no sonar irónico.
Paula sintió vergüenza, pero se mantuvo firme.
-Le daban unas palizas tremendas. Un día le pegaron tan fuerte que terminó en el hospital. Le dejaron muy mal. Era más fácil ceder que plantarles cara. Yo hice todo lo que pude, pero no fue bastante. Teníamos catorce años. En pocos meses estaba enganchado al alcohol. Las drogas no tardaron en llegar. Dejó el colegio. Se rindió.
-¿Y tú lo sigues defendiendo incluso ahora?
Una vez más, Pedro habló en ese tono altivo y sarcástico. Paula lo miró fijamente. ¿Cómo iba a explicarle los lazos que la unían sin remedio a su hermano? Asintió con la cabeza lentamente.
-Sí. Le defiendo. Y lo defenderé siempre. Al igual que él me defendió a mí.
Pedro frunció el ceño, impaciente.
-¿Qué quieres decir? ¿Defenderte de qué?
Paula sabía que sus palabras no iban a ninguna parte, pero ya no podía parar.
-Había una casa de acogida en la que pudimos quedarnos juntos -respiró hondo-. Había un hombre en la casa. Solía mirarme de una forma rara, y me tocaba cuando no había nadie. Al principio no fue nada serio, una palmadita en el trasero o un pellizco en el brazo. Pero una noche vino a mi habitación cuando su mujer no estaba. Se sentó en mi cama y empezó a contarme lo que quería hacer conmigo. Gonzalo estaba en la habitación contigua, con otro chico. Yo estaba sola. Tenía tanto miedo que no podía moverme ni hablar. Justo cuando el hombre estaba a punto de meterse en la cama conmigo, entró. No dijo nada. Simplemente esperó a que el hombre se levantara y se fuera. Y a partir de ese momento, hasta el día en que nos fuimos de la casa, durmió conmigo. Nunca me dejó sola, ni una vez.
Pedro contempló el rostro pálido de Paula. Sus palabras eran como bombas que detonaban en su cabeza, en su cuerpo. Quería volverse loco, tirar los muebles por la terraza, romper cosas. Quería estrecharla entre sus brazos y no dejarla marchar nunca más. Temblaba con solo pensarlo. Las emociones estaban a flor de piel, le atenazaban. Haciendo un gran esfuerzo, retrocedió. Se alejó de ella y de esos enormes ojos. Oyó las palabras, pero no fue realmente consciente de ellas.
-Esto no cambia nada. Todas las evidencias demuestran que no ha cambiado en absoluto. No pongas a prueba mi paciencia contándome esas historias.
Dió media vuelta y volvió a entrar en la suite, sintiéndose como si su cuerpo se estuviera rompiendo en mil pedazos. Paula miró a Pedro, alejándose. Se sintió rechazada, dolida. De repente entendió por qué le había contado mucho más de lo que le había contado a nadie jamás. Ni siquiera Gonzalo se había atrevido a mencionar lo que había estado a punto de ocurrir aquella noche, pero ella acababa de contárselo a Pedro como si no le costara ningún esfuerzo en absoluto. Sin embargo, sí que le costaba. porque sabía lo que subyacía a ese deseo destructivo y a esas ganas de exponerse ante él, sin importar las consecuencias. Se estaba enamorando de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario