-Ni siquiera me miraron, aunque sí me habían oído llamarlo «padre». Les vi meterse en un coche con chófer. Ví lo fácil que era para esa clase de gente escapar de la realidad más fea. Les envidié su desparpajo, su seguridad. Les envidié su riqueza, porque eso les hacía invulnerables -sonrió-. Es evidente que mi padre debió de hablar con uno de sus hombres. En cuanto el coche se marchó, me arrastraron hasta una calle secundaria y me dieron una paliza tan grande que terminé en el hospital. Fue una advertencia muy efectiva. Nunca más volví a intentar verle. Me fui de Italia. Juré que un día miraría a mi padre a los ojos y que sabría que me había ganado un lugar en este mundo, a pesar de su rechazo.
Paula contempló esos rasgos duros, los hombros tensos. Se fijó en la cicatriz que iba desde su sien hasta la mandíbula.
-Esa cicatriz. que tenías en el hombro. Era un tatuaje, ¿No?
-Significaba que pertenecía a cierta zona del barrio -hizo una mueca-. Que pertenecía a cierta banda. Me lo quité cuando llegué a Inglaterra.
-Es por eso que nunca hablas italiano. No quieres que nada te lo recuerde.
Pedro bajó la cabeza.
-Vete, Paula. Déjame solo.
Paula retrocedió un paso. Tenía miedo de echarse a llorar. Siguió retrocediendo, pero se topó con la puerta y miró atrás. Pedro seguía parado en el mismo sitio, con la cabeza baja. De repente se dio cuenta de que siempre había sido una figura solitaria, siempre luchando contra el mundo que le rodeaba mientras intentaba formar parte de él. Presa de una decisión repentina, se quitó los zapatos y fue hacia él. Se metió por debajo de uno de sus brazos y le hizo abrazarla. Ella levantó la vista. Lo miró directamente a la cara, a los ojos.
-No. No me voy. Porque no creo que realmente quieras estar solo -le tocó la mandíbula; le acarició la boca con la mirada-. Te deseo, Pedro. Mucho.
La tensión se palpaba en el ambiente. Y entonces, de repente, algo se rompió.
-¡Maldita sea! -exclamó Rocco, atrayéndola hacia sí con fuerza.
Paula creyó que se le iba a romper la espalda, pero se mordió los labios. No diría ni una palabra. Podía sentir la violencia que había en él, el hombre salvaje que necesitaba liberarse, y ella necesitaba dárselo todo desesperadamente. Pedro exigía y ella le daba, una y otra vez. Sus besos fueron brutales. Se arrancaron la ropa con desenfreno y fueron dejando un rastro de prendas a medida que se movían por el apartamento.
Después, Paula casi no podía recordar cómo habían llegado al dormitorio. Solo sabía que lo ocurrido allí le había demostrado lo bien que Pedro había aprendido a domesticar esa fuerza primitiva que era instintiva en él. Y esa rabia contenida. Le dolía todo el cuerpo, pero era un dolor placentero. Sabía que le saldrían moretones. Pedro la había mordido, y no podía sino estremecerse pensando lo mucho que había deseado que la mordiera más fuerte. Le había hecho el amor por detrás, apoyándole las manos en el cabecero de la cama. Había sido la experiencia más erótica que jamás había vivido. El peso de su cuerpo mientras la aplastaba contra la cama y empujaba una y otra vez. Levantó la cabeza y lo miró. La tensión de su cuerpo le decía que estaba despierto.
-¿Pedro?
Para su sorpresa, él se tapó la cara con un brazo. No quería mirarla. Ella trató de quitárselo.
-No puedo mirarte -le dijo él-. Te he hecho daño, como un animal.
Paula le quitó el brazo de la cara con firmeza y se puso encima de él, con las piernas a ambos lados de sus caderas. Le puso las manos sobre las mejillas.
-Pedro, mírame -él abrió los ojos. Había vergüenza en ellos-. Estoy bien. Me gustó -le besó en la barbilla, en la boca, en el cuello.
Él la agarró de los antebrazos y la hizo retroceder. Se incorporó y la hizo tumbarse de nuevo.
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