jueves, 21 de mayo de 2020

Dulce Amor: Capítulo 1

Pedro Alfonso, a quien habían llamado Alfonso durante tanto tiempo que ya apenas recordaba su nombre de pila, decidió que Paula Chaves le caía fatal. Encontrar gente desagradable era parte de su profesión, aunque la señorita Chaves no entraba en la categoría de los delincuentes.

—Aunque he tenido que lidiar con delincuentes más simpáticos… —murmuró para sí mismo.

Por supuesto, la ventaja con los delincuentes era tener autoridad sobre ellos. Le caía mal, y sin embargo, Alfonso aún no había hablado con ella. Nunca la había visto en persona y le gustaría que siguiera siendo así. Pero había acudido a su jefe. Los mensajes que había dejado en su buzón de voz, eran suficiente para que le cayese mal. Aunque no porque tuviese una voz desagradable; el problema era lo que quería de él.

—Llámeme.

—Por favor.

—Es muy importante.

—Tenemos que hablar.

—Señor Alfonso, es urgente.

Y cuando no respondió a sus llamadas, Paula Chaves había acudido a su jefe. «¿Qué era peor, que hubiese acudido a su jefe o que su jefe le hubiera ordenado que se pusiera en contacto con ella?» «Al menos habla con ella», le había dicho el jefe de policía de Kettle Bend. «En caso de que no te hayas dado cuenta, ya no estás en Detroit». Pero Pedro ya se había dado cuenta de eso. Cinco minutos después de llegar al pueblo. Ser policía en un diminuto pueblo de Wisconsin era tan diferente a ser detective de homicidios en Detroit como Atila, el rey de los hunos, y la madre Teresa de Calcuta.

—¿En qué momento de locura elegí Kettle Bend, Wisconsin…? —murmuró.

Por supuesto, ese momento de locura tenía un nombre y ese nombre era Carolina, su hermana mayor, que vivía en aquel pintoresco pueblecito con su marido dentista, Rafael, y sus dos hijos. Carolina llevaba años intentando convencerlo para que se mudase allí, desde que su vida se puso patas arriba. Kettle Bend era un pueblo del que Walt Disney o Norman Rockwell se sentirían orgullosos. Un pueblo de calles tranquilas y silenciosas flanqueadas por árboles con las que él, acostumbrado a los peores barrios de Detroit, no podía identificarse. Pero tampoco podía dejar de admirar las ramas de los árboles llenas de hojas moviéndose con la brisa primaveral, el olor de esa brisa entrando por la ventanilla de su coche… A la sombra de los árboles había casas bien cuidadas, algunas con la bandera colgando de un mástil en la puerta. En general se parecían bastante, todas pintadas de blanco con algún ribete amarillo, azul o verde. Todas tenían un porche y una valla blanca alrededor, tiestos o bonitas flores flanqueando el camino de entrada. Pero Pedro  no pensaba dejarse engañar por eso.

Él sabía que esa ilusión de normalidad era la más peligrosa de todas: La de que hubiera un lugar seguro en el mundo, un sitio con balancines en el porche y limonada fresca en los ardientes días de verano, donde nadie cerraba la puerta con llave, donde los niños podían montar en bicicleta sin ser vigilados por sus padres o ir solos al colegio, donde las familias reían y jugaban juntas. Un lugar inocente donde uno podía formar un hogar. Siempre había intentando convencer a Carolina de que probablemente no era lo que parecía. No, detrás de las puertas y las ventanas de esas bonitas casas, estaba seguro de que habría todo tipo de secretos: botellas de alcohol escondidas, niños enganchados a las drogas, mujeres con hematomas inexplicables… Era ese escepticismo lo que hacía que no pegase en Kettle Bend. Y que no tuviese nada que ver con los planes de Paula Chaves.

Pedro recordó su último mensaje en el buzón de voz: «Necesitamos un héroe, señor Alfonso». Él no quería ser el héroe de nadie y tampoco era así como quería pasar su día libre. Y estaba a punto de hacer que Paula Chaves lamentase haberse puesto en contacto con él. Después de mirar de nuevo la dirección anotada en un papel, detuvo el coche y miró alrededor antes de bajar del coche y poner el seguro. La gente de Kettle Bend podía creer que nada malo iba a ocurrir allí, pero él no pensaba confiarse. Luego se volvió para mirar la casa en el número 1716 de Lilac Lane, que se parecía mucho a la de sus vecinos. Era una construcción de una sola planta, pintada recientemente de blanco con un ribete verde, a juego con la hiedra que cubría parte de los muros.

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