jueves, 21 de mayo de 2020

Dulce Amor: Capítulo 2

Pedro abrió un portillo de madera y pasó bajo un arco que unos meses más tarde estaría cubierto de rosas. Todo aquel «encanto» de pueblecito ideal empezaba a sacarlo de quicio. El camino de cemento estaba agrietado en algunos sitios, pero flanqueado por matas de flores de color malva con el interior amarillo. Sólo se fijó en ellas porque eso era lo que hacía. Se fijaba en todo, en cada detalle. Por eso era un buen policía, aunque no un buen ser humano, que él supiera. Subió los escalones del porche y antes de llamar al timbre estudió los muebles de exterior: Una mesa y dos viejos sillones de mimbre pintados del mismo verde que el ribete de la casa, con un montón de cojines de colores. Un sitio para descansar, cómodo, seguro.

—¡Ja! —exclamó.

Sin embargo, esos detalles domésticos no le convencerían de que podía rechazar la proposición de Paula sin ser demasiado brusco. Aunque, por el momento, la sutileza no había servido de nada con ella. Cuando llamabas a alguien sesenta veces, y esa persona no te devolvía la llamada, no significaba: «Ve a hablar con su jefe». Significaba: «Piérdete». «Búscate otro héroe». Pedro buscó el timbre, un aparato antiguo en forma de llave que había que girar. Tras la mosquitera, la puerta interior de color verde estaba abierta, y pudo oír el eco del timbre en el interior de la casa. Nadie respondió, pero imaginó que dejar la puerta abierta era una invitación y asomó la cabeza en el interior. La puerta de entrada se abría directamente al salón, separado de la entrada por una alfombra que parecía hecha a mano, y que sugería que a su propietaria le gustaban el orden y los zapatos limpios. El sol de la tarde iluminaba unos suelos de madera oscurecido por la pátina del tiempo. Había dos sofás de color amarillo, uno frente a otro, delante de una mesa de café sobre la que había varias revistas y un jarrón lleno de esas flores malvas de la entrada.

Pedro no se había hecho hasta entonces una imagen mental de su acosadora, pero era soltera, seguro. No había ni rastro de la presencia de un hombre en aquella casa. No tenía hijos porque no había juguetes y todo estaba demasiado limpio, aunque en la pared vio varias portadas de revistas enmarcadas. Y todas eran de El Bebé De Hoy. Estaba seguro de que la propietaria era una mujer gruesa, de mediana edad, con el pelo fosco y mal maquillada, que se ocupaba obsesivamente de arreglar su casa porque no tenía nada mejor que hacer. Y ya que no quedaba nada que hacer en su casa, había decidido dedicarse al pueblo. «Señor Alfonso, Kettle Bend le necesita». Sí, seguro… Kettle Bend necesitaba a Pedro Alfonso como Pedro Alfonso necesitaba un dolor de muelas. Olía a algo… Dulce, casero que evocó recuerdos de su infancia y despertó un anhelo que lo tomó por sorpresa. «Descanso».

Pedro sacudió la cabeza. Él había descansado durante todo un año y no le había gustado nada. Demasiado tiempo libre para pensar. Impaciente, volvió a llamar al timbre. Un gato, una bola de pelo gris con diabólicos ojos verdes, apareció en el pasillo y lo miró con antipatía antes de levantar una de sus patas para lamérsela tranquilamente. El gato era el toque final a la imagen mental que se había hecho de Paula Chaves. Ese gato sabía que a él no le gustaban los animales. Y por eso, la situación que lo había llevado allí era más exasperante. ¿Un héroe? A él no le gustaban los perros y por eso no quería responder a las preguntas de Paula ni a las de docenas de periodistas que lo perseguían para saber por qué había arriesgado su vida por un cachorro. Enfadado, cerró la puerta de golpe. Aquella mujer estaba prácticamente suplicando una dosis de realidad y él tenía de eso en abundancia.

—Está en el jardín.

Pedro dió un respingo. No se había dado cuenta de que sus movimientos eran vigilados por la vecina de al lado, una anciana con cara de gnomo sentada en un balancín en el porche de su casa. Bajo una mata de pelo blanco, en sus brillantes ojos negros había curiosidad más que el recelo con el que debería mirar a un extraño.

—Es usted el nuevo policía.

No había anonimato en aquel pueblo. Ni siquiera en su día libre, en vaqueros y camiseta. Pedro asintió con la cabeza, sorprendido por la confianza que la gente ponía en él sólo porque era el nuevo policía. En Detroit, nueve veces de cada diez ocurría todo lo contrario. Al menos en los barrios en los que él había trabajado.

—Hizo usted una cosa muy buena por ese perro.

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