jueves, 21 de mayo de 2020

Dulce Amor: Capítulo 4

Paula enarcó una escéptica ceja. Aunque esa expresión resultaba más bien cómica, como un canario intentando parecer agresivo.

—Mi madre murió.

Podía ver la compasión asomando a sus ojos y no pensaba permitirlo. Su madre había muerto cuando él tenía diecisiete años. Y su padre. Pero como no tenía intención de hacerla creer algo que no era, lo mejor sería ser muy claro con respecto a su visita. Brutalmente claro.

—No vuelva a llamarme, no tengo intención de ayudarla —le espetó—. Aunque me llame seis millones de veces, no soy ese tipo de héroe, no quiero ser su amigo y no quiero salvar al pueblo. Y no vuelva a llamar a mi jefe otra vez porque le aseguro que no me querría como enemigo.

Pero si había pensado que así intimidaría a Paula Chaves, estaba muy equivocado. Porque ella lo miraba guiñando los ojos y con los labios obstinadamente apretados… Y eso sólo podía significar problemas.

Paula miró a su inesperado visitante, atónita no sólo por su repentina aparición, sino por su aspecto, y sobretodo, por su antipático tono. Estaba totalmente concentrada arrancando malas hierbas y su llegada la había pillado por sorpresa. Aunque, si hubiera estado esperando a aquel hombre con un bonito vestido y el servicio de té sobre la mesa, seguramente también se habría quedado sin habla. Que no le devolviese las llamadas la había hecho pensar que no sería precisamente el tipo amable y simpático que ella quería que fuese, pero el vídeo no la había preparado para la realidad de Pedro Alfonso.

En el vídeo de treinta segundos, desde que él se quitaba la camisa para lanzarse al río Kettle hasta que llegaba a la orilla con el cachorro en brazos, parecía un hombre fuerte, valiente. Y era valiente, podía verlo en sus ojos. Un hombre que no le tenía miedo a nada. Pero si había pensado que sería simpático y amable, estaba muy equivocada. El mensaje en su contestador automático era un poco brusco, pero había decidido pensar que era debido a su profesión; al fin y al cabo era policía. Pero que no hubiera devuelto ninguna de sus llamadas debería haberle dado la respuesta. Y de repente, aparecía en su casa y se portaba como un grosero.

No había nada cálido o simpático en esos ojos oscuros. Eran fríos, penetrantes. Había un muro tan alto en ellos que sería más fácil escalar el Everest. No, la realidad de Pedro Alfonso no tenía nada que ver con la fantasía que ella había creado después de ver el vídeo. Iba en vaqueros, con una camiseta verde de manga corta que se ajustaba a su ancho torso y dejaba al descubierto unos firmes bíceps. Cien hombres en Kettle Bend llevarían el mismo atuendo aquel día, pero Paula estaba segura de que ninguno de ellos irradiaría el poder que irradiaba Pedro. Parecía un guerrero antiguo con el disfraz de un ser civilizado. Era uno de esos hombres que irradiaba seguridad en sí mismo y confianza en su habilidad para solucionar cualquier problema. Como si estuviese esperando un problema en cualquier momento.

A pesar de ser un hombre muy guapo, tenía una expresión cínica. Sí, Pedro Alfonso era un hombre que esperaba lo peor de los demás y rara vez se equivocaba. Aun así, era muy atractivo. Si pudiera convencerlo para que diese un par de entrevistas en televisión, la cámara adoraría su pelo de color chocolate, sus almendrados ojos castaños, tan oscuros que casi parecían negros. Tenía la nariz recta, buenos pómulos, labios sensuales, un hoyito en la barbilla, y… Y no podía permitirse el lujo de dejarse intimidar por él. Sencillamente, no podía. Kettle Bend lo necesitaba. Aunque Paula no quería pensar en él y en el verbo «necesitar» al mismo tiempo. Porque Pedro era el tipo de hombre que hacía que una mujer se sintiera consciente de necesidades que había creído dejar atrás. Un hombre con una masculinidad tan potente, que podía hacer que una mujer anhelase lo que había tenido una vez: besos enfebrecidos, unos brazos fuertes, risas por la noche… Un hombre que casi podría hacer que una mujer olvidase el precio que tendría que pagar por todas esas cosas. Pero no necesitaba que nadie cuidase de ella, y eso era algo de lo que se enorgullecía. De su independencia. No necesitaba a nadie. Ya no. Nunca más. De modo que con más confianza de la que sentía en realidad, se quitó los guantes de jardinería y le ofreció su mano. Y luego contuvo el aliento mientras esperaba que él la aceptase.

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