jueves, 7 de mayo de 2020

Pasión: Capítulo 37

Pedro no se sorprendió al ver que no era capaz de dormir. Llevaba más de una hora dando vueltas en la cama. Se incorporó y masculló un juramento. Salió al patio. Podía ver su silueta sobre una tumbona, bajo la luz de la luna. Caminó hasta ella y vió que su ropa estaba perfectamente doblada y apilada. Su vestido de gala era un charco de color y luz sobre el suelo. La miró, preparándose para ese efecto inevitable. Estaba relajada. El pelo alrededor del rostro. Más rojo que nunca contra el forro color crema de la tumbona. Estaba hecha un ovillo, la postura que más le gustaba. Su hermano la había protegido en aquella ocasión y, por alguna extraña razón, sentía celos incluso de eso. Quería dar media vuelta y alejarse, pero no lo hizo. Se inclinó, la tomó en brazos. Ella se despertó y se apoyó contra él, resistiéndose.

-Espera. -su voz sonaba adormilada y sexy.

Pedro ya estaba respondiendo. Apretó la mandíbula.

-Basta. Tú me lo has dejado todo claro y yo también a tí.

Volvió a dejarla sobre la tumbona, miró esos ojos tan expresivos y entonces volvió a tener esa sensación.

-No quería ser tan brusco -sacudió la cabeza y ahuyentó ese sentimiento que ya empezaba a ablandarle-. No tienes que decirme nada, Paula. La situación no ha cambiado con respecto a tu hermano.

Ella le puso las manos sobre el pecho. Su voz sonaba ronca, llena de emoción.

-¿Me estás diciendo que no quieres que te diga nada porque no te interesa?

Pedro sintió que la ternura volvía. acompañada de un deseo de reconfortarla. Reprimió el impulso con dureza. Nunca se había sentido tan cruel, pero tenía que permanecer inmune al influjo de Paula.

-El motivo por el que tu hermano hizo lo que hizo me trae sin cuidado. A mí me gustan las cosas concretas, pero él me robó dinero. Tú, en cambio, me importas bastante más ahora, así que no quiero hablar de tu hermano o de tu pasado. ¿Trato hecho?

Paula ya estaba completamente despierta. Podía sentir la presencia de Pedro, absorbiéndola, engulléndola. Quería oírla decir que sí, desesperadamente. Podía sentirlo. Pero incluso en ese momento, a pesar del dolor del rechazo, era capaz de engañarse a sí misma pensando que veía algo profundo en su mirada, algo tierno, vulnerable. Le deseaba de una forma que la hacía sentir vergüenza de sí misma. Hubiera querido pagarle con la misma moneda, darle donde más le dolería, pero sabía que no podía hacerlo.

-Trato hecho -le dijo finalmente, odiándose a sí misma.

Pedro guardó silencio; su rostro serio e imperturbable. La tomó en brazos y la llevó de vuelta al dormitorio.

Aterrizar en Nueva York dos días más tarde fue una experiencia totalmente distinta de aterrizar en Bangkok. A sus pies se extendía un mar de edificios grises que se perdían en el horizonte. Pedro estaba trabajando, sentado al otro lado del pasillo.  Examinaba unos papeles con el ceño fruncido. Paula volvió a mirar por la ventana. El trato se había convertido en una tregua sin que ninguno de los dos dijera nada. Solo hablaban de temas neutrales. Él la había llevado a conocer el Grand Palace de Bangkok, los mercados flotantes. La hizo montar en Tuk-Tuk.

-¿En qué piensas?

Paula se sobresaltó. Miró a Pedro. El corazón le dió un vuelco. No quería recordar que se estaba enamorando de él. Era demasiado peligroso. Si no pensaba en ello, el sentimiento podía desaparecer. quizás. Forzó una sonrisa.

-Solo pensaba que la última mujer a la que llevaste a Bangkok no debió de disfrutar tanto del viaje en Tuk-Tuk.

Pedro guardó silencio un momento.

-Nunca he traído a nadie a Bangkok -dijo, en un tono casi de sorpresa.

El corazón de Paula se hinchó peligrosamente.

-Bueno, pero seguro que las has llevado a Nueva York.

Pedro le clavó la mirada, como si le estuviera lanzando una advertencia. Se estaba adentrando en terreno peligroso.

-Sí. Claro que he llevado a Nueva York a algunas mujeres. Suelo venir aquí con mucha más frecuencia -volvió a concentrarse en sus papeles.

Llevaba más de una hora fingiendo estar ocupado con esos documentos, pero en realidad no había hecho más que seguir todos y cada uno de sus movimientos. Casi se echó a reír al imaginarse a alguna de sus antiguas novias subiéndose a un rickshaw motorizado. No lo habrían hecho ni aunque les hubiera pagado. Miró por la ventanilla. El horizonte de Nueva York se acercaba cada vez más. Allí se sentiría más seguro en compañía de Paula. Y la mantendría a raya, aunque eso le matara por dentro.

Ya en el coche, de camino a la ciudad, Paula notó la distancia de Pedro. Estaba más seco y formal que nunca. Pero decidió no dejar que eso la afectara. Se volvió hacia la ventanilla y se dedicó a contemplar los icónicos rascacielos. Cruzó uno de los muchos puentes que conducían a Manhattan. A medida que se adentraban en la isla, los taxis amarillos empezaron a abundar por todas partes.

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