martes, 26 de mayo de 2020

Dulce Amor: Capítulo 7

—Perdone… —murmuró, dirigiéndose a la casa para no hacer algo imperdonable.

Porque una no lloraba delante de un hombre que tenía el corazón de piedra.

—Debería probar una de mis mermeladas —añadió, sin mirarlo—. La de manzana verde es estupenda. Mi abuela juraba que podía curar el mal humor.

Después de cerrar de un portazo, entró en la cocina y dejó escapar un suspiro. Las encimeras estaban llenas de ciruelas y limones porque iba a hacer la mermelada que su abuela solía hacer en esa época del año, la que supuestamente daba nuevas esperanzas. Pero después de la conversación que acababa de mantener con Pedro Alfonso, esperanzada no era precisamente como se sentía. Tenía que lavar y pelar las frutas antes de cocinarlas, añadiendo los ingredientes secretos en una cacerola tan grande que Sarah se preguntaba si su abuela se la habría comprado a un caníbal, luego tenía que preparar los frascos y las etiquetas, y por fin, llevar los productos a sus fieles clientes. Se sentía agotada sólo de pensarlo. ¿Era esa la vida que quería? Su abuela había llevado el negocio hasta los ochenta y siete años, y nunca había parecido abrumada o cansada.

Paula se dió cuenta de que estaba teniendo un mal momento en su nueva vida. Ese era el problema cuando un hombre como Pedro Alfonso aparecía de repente en tu jardín. Hacía que te cuestionases la clase de vida que querías. Hacía que te preguntases si alguna actividad o devoción a una causa podía curar la soledad. Enfadada consigo misma, se acercó al armario donde guardaba la guía telefónica. Muy bien, Pedro Alfonso no iba a ayudarla. Daba igual. Tenía que ver el lado bueno del asunto: Su vida se habría mezclado demasiado con la de él si hubiera aceptado su propuesta. Y podía hacerlo sola.

—Radio Wisconsin, ¿Con quién quería hablar?

—Leandro Hukas, por favor.

Después de hablar con Leandro, Paula se preguntó por qué se sentía culpable. No era su obligación proteger al oficial Alfonso de su propia maldad.

—Si tienen tiempo libre para ayudar a resucitar las fiestas de Kettle Bend, serán las mejores de la historia —estaba diciendo Paula por la radio—. Recuerden, Kettle Bend los necesita.


Pedro apagó la radio, enfadado. Había estado en lo cierto al pensar que esa mujer iba a ser un problema. En aquella ocasión no había acudido a su jefe. ¡Oh, no…! Había acudido a todo el pueblo como invitada especial en el programa de Leandro Hukas. A pesar de esa carita de niña buena que no mataría una mosca, Sarah no había perdido el tiempo anunciando a todo el pueblo que tenía una brillante idea para promover las fiestas de Kettle Bend y el oficial Sullivan se había negado a ayudarla. Lo que Paula Chaves no entendía era que no le importaba nada ser el villano de la historia. De hecho, se sentiría más cómodo en ese papel que en el que ella quería que interpretase.

Lo que Pedro no entendía era por qué no podía dejar de pensar en ella. Tal vez, porque a menos que estuviese equivocado, había entrado en su casa llorando. Pero a él no le afectaban las lágrimas. En su trabajo había visto muchas, demasiadas, después de tirar una puerta abajo en medio de la noche, después de una confesión o de una detención. «Si no endurecías tu corazón, te ahogabas en las tragedias de los demás.» Había tenido que ser brusco con Paula porque era la única manera de conseguir que lo dejase en paz. Sin embargo, esa voz ronca y suave en la radio había provocado en él un extraño anhelo. El mismo que había sentido al asomar la cabeza en su casa, al notar el olor dulce que llegaba de la cocina. ¿Qué era? «Descanso». ¡Demonios, estaba patrullando por un pueblo diminuto después de once años en los peores barrios de Detroit! ¿Cuánto descanso necesitaba? Además, en su experiencia, las relaciones personales no proporcionaban descanso alguno. Al contrario. Había estado casado una vez, brevemente. Pero el matrimonio no había sobrevivido a las demandas de su primer año en la brigada de homicidios. La gota que colmó el vaso, fue tener que investigar un asesinato cuando debía acudir a la boda de la hermana de su mujer. Pedro había vuelto a un departamento vacío… ¿Qué había sentido en ese momento? Alivio. La sensación de que por fin podía dar el cien por cien a una carrera que era más que un trabajo para él, era una obsesión. No era un salario o un uniforme, era la misión de su vida.

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