—¿Y alguno de esos artículos era sobre niños que no paran de llorar? —le preguntó él, con una nota de desesperación en su voz.
—Docenas —respondió ella—. He escrito docenas de artículos sobre niños que no paran de llorar.
—Lleva dos horas llorando.
—Los niños son muy sensibles a la tensión.
—¿La mía? —preguntó él, incrédulo.
—Posiblemente. O tal vez el nerviosismo de su madre antes de marcharse al hospital, la ausencia de su padre… El niño sabe que ocurre algo.
—¡Es una experta! ¿Puedes ayudarme, Paula? —le preguntó él entonces, tuteándola por primera vez.
«Paula, no señorita Chaves.» Que su corazón se acelerase debería haber sido una advertencia, pero había dicho que daría las entrevistas, de modo que tendría que aguantarse.
—¿Qué quieres que haga?
—Venir aquí.
De repente, se dió cuenta de que estaba jugando con fuego. Estaba demasiado contenta hablando con él y no sólo porque su acuerdo fuese bueno para el pueblo. «No vayas», se advirtió a sí misma. Podía hacer sugerencias por teléfono, protegerse a sí misma de los locos latidos de su corazón. Ella se miró al espejo sobre el fregadero de la cocina. Se había ruborizado como una adolescente al recibir la primera llamada de un chico… Pero ella era la nueva Paula, la mujer independiente, y había aprendido la lección. Entonces oyó un estruendo al otro lado del teléfono.
—¿Qué ha sido eso?
—Acaba de caerse el riel con las cortinas… Y mi sobrino Joaquín con ellas.
—Voy ahora mismo.
—¿De verdad?
—De verdad.
Pedro le dió la dirección.
—Trae mermelada… Esa de manzana que según tu abuela curaba el mal humor —sugirió—. Creo que la necesito.
—¿Para tí o para el niño?
—Para los dos —respondió él. Paula sabía que no debería sentirse halagada porque recordase ese detalle de la conversación—. ¿Podrías darte prisa?
Si no se daba prisa, tendría la oportunidad de darle una segunda impresión más favorable a Pedro Alfonso. Podría arreglarse el pelo y maquillarse un poco, ponerse un vestido bonito… Pero los gritos del niño, cada vez más roncos, le daban cierta urgencia al asunto. No quería dejarse llevar por el deseo de que él la encontrase atractiva. La situación era peligrosa. Cinco minutos después, cerraba la puerta de su casa, intentando no sentirse feliz por haber dejado atrás los pegajosos frascos de mermelada, y unos minutos después llegaba a una casa muy parecida a la suya al otro lado del pueblo. Pero cuando lo vió en la puerta, se dió cuenta de que intentar controlar esa sensación de felicidad no iba a ser fácil. Aquel hombre era guapísimo. Unos días antes se había mostrado antipático, incluso grosero. Aquel día, le parecía tan atractivo como el héroe que había rescatado al perro. Estaba despeinado, con sombra de barba, la camisa manchada y fuera del pantalón, y un brillo de vulnerabilidad en los ojos… Y tenía un niño en brazos. El contraste entre un hombre tan fuerte y aquel niño al que apretaba contra su pecho hizo que Paula tragase saliva. Parecía agotado, y sin embargo, algo en su postura dejaba claro que el niño estaba a salvo con él. Que nada le pasaría mientras estuviera allí. Otro niño se coló entre las piernas de Pedro y cuando estaba a punto de salir corriendo a la calle, él lo sujetó por el cuello de la camiseta.
—Entra —le dijo, intentando hacerse oír por encima del llanto del niño que tenía en brazos y de los gritos del otro—. Y gracias por venir.
Paula sabía que ir allí sería entrar en terreno peligroso, y ver a Pedro con el niño en brazos lo había confirmado. Seguía pareciendo un guerrero formidable, pero sospechaba que aunque aquella era una batalla completamente diferente a las que solía librar, no estaba a punto de rendirse. «Sal corriendo», se dijo a sí misma. Pero salir corriendo sería ridículo. Y una parte de ella, una parte inexplicablemente traidora, quería quedarse. Tal vez debería ver aquello como una prueba de su resolución y de su compromiso con una vida en la que había jurado que sólo entregaría su corazón a algo inanimado, algo que no pudiese hacerle daño, como el pueblo de Kettle Bend.
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