Pedro se obligó a mostrar un rostro de paciente espera mientras la chica digería la noticia. Admitir que las posibilidades de éxito eran escasas había hecho resurgir el miedo. Era una verdad indiscutible que aquello era algo para lo que no valía todo su poder y autoridad. Habría dado cualquier cosa por salvar a su hija. Hecho cualquier cosa. No hubiera dudado ni un segundo en quedarse él con la enfermedad si fuera posible, pero en lugar de eso se había visto obligado a desempeñar un papel de absoluta impotencia. Había exigido la mejor atención médica, implicado a los mejores profesionales y presionado hasta a los parientes lejanos de Camila a probar si eran compatibles como donantes. Todo para nada. Si tenía que creer a los médicos, aquella chica que estaba sentada a su lado, era la última esperanza. Era la más pequeña de las oportunidades, pero esperanza era todo lo que le quedaba a Eleni. Habría regateado con Dios y se habría enfrentado al diablo si hubiera pensado que alguno podía curar la enfermedad. ¿Por qué no decía nada Paula? ¿Por qué no respondía a su pregunta no planteada? Apretó tan fuerte los puños, que se hizo daño. Deseaba obligarle a hablar, gritarle que era la última esperanza, que tenía que hacerse la prueba. ¿En qué estaba pensando Paula? Recordó los datos sobre ella y su madre que la agencia de investigación privada le había dado por teléfono. Una lástima que no se los hubieran dado antes de presentarse en su casa. Hizo un gesto de dolor al recordar su exigencia de ver a Alejandra Schulz.
Paula Chaves tenía veintitrés años, acababa de terminar sus estudios de logopedia. Hija única. Su padre había muerto en un accidente laboral cuando tenía cinco años. Su madre había trabajado de limpiadora para sacarla adelante. Se preguntó cómo se sentiría Luis Schulz si supiera que su una vez amada hija había pasado años trabajando a doble jornada para llevar comida a la mesa. Había trabajado de camarera a media jornada mientras estudiaba. Era extrovertida y muy popular, sobre todo entre los jóvenes. ¿Por qué no decía nada? ¿No era evidente lo que quería de ella? ¿O estaba esperando a que la convenciera? Le lanzó una mirada. Seguro que no. No parecía de esa clase. Incapaz de contener la urgente necesidad de dar una salida física a su tensión, se puso de pie. Apretó los puños dentro de los bolsillos. Por un instante, sus ojos se encontraron. Inmediatamente, ella desvió la mirada.
—Si es dinero lo que quieres, puedo dártelo.
Ella volvió la cabeza y lo miró fijamente con las cejas arqueadas. Como si no hubiera sabido lo rica que era la familia Schulz. Y su riqueza no era nada comparada con la de él. ¿Haría lo que él quería por dinero? Había conocido mucha gente, incluidas hermosas mujeres, que habrían vendido su integridad, cuanto más su médula ósea, por una minúscula porción de toda su riqueza. Y ella era una Schulz. Sabía perfectamente de lo que era capaz esa familia. Aun así, la idea de poderla comprar lo ponía enfermo. Tragó con dificultad y se apartó de ella.
—Tu abuelo ha dejado un legado para Camila. Dinero y participaciones en empresas —el tono era cortante. Apreció algunos movimientos involuntarios en ella y supo que había logrado su atención—. Si el médico dice que eres compatible y sigues adelante con el procedimiento —continuó— arreglaré que el legado pase a ser tuyo. Tu abuelo no discutirá la decisión, te lo garantizo —hizo una pausa para que considerara la propuesta—. No lo he valorado en metálico, pero te garantizo que el total está dentro de las siete cifras.
Silencio. Sin duda ella estaba pensando qué podría hacer con varios millones de dólares. Teniendo deudas, estaría ansiosa por aceptar la oferta.
—¿Eso es todo?
—¿Qué? —dijo él volviéndose.
Estaba de pie a su lado. El color le teñía las mejillas y el cuello. De nuevo sintió ese golpe de deseo en la parte baja de su vientre. Pero en esa ocasión se sintió contaminado por ello. Incluso en temas relacionados con la lujuria, solía tener un gusto más refinado. Las cazafortunas nunca habían despertado su apetito.
—¿Es tu última oferta? —preguntó ella.
Ignoró su pregunta y fue al grano.
—¿Aceptas hacerte las pruebas en esas condiciones?
—No acepto nada, arrogante matón.
Bajó la vista al comprobar que el brillo de la avaricia en sus ojos no era más que furia salvaje. Ni pizca de avaricia. Parecía como si le hubiera gustado sacarle los ojos. ¿Había calculado mal?
—Debes de creerte un gran hombre, pero eres sólo apariencia —se sacudió el pelo hacia atrás y se plantó delante de él. La cabeza apenas le llegaba a los hombros de él—. ¿Qué te da derecho a pensar que soy una especie de arpía avariciosa y sin corazón? —dijo golpeándolo en el pecho con el dedo índice—. ¿Quién aceptaría dinero por ayudar a una niña enferma? —otro golpe y se dió la vuelta—. Seguro que no hiciste una propuesta así a ninguno de tus parientes en Grecia, ¿Verdad?
Pedro abrió la boca pare responderle, pero ella tenía razón, eran familia. Se hubieran sentido mortalmente ofendidos sólo con la idea, pero Paula Chaves... Era de la familia de Camila, aunque fuera una desconocida.
—Seguro que no lo hiciste —casi lo regañó—, nunca habrías ofendido a la auténtica familia de tu hija —de nuevo el golpe en el pecho—, pero nosotros, los australianos.... Esperarías lo peor de nosotros.
Su voz fue elevándose hasta convertirse en una estridente acusación aunque podía ver en sus ojos lágrimas contenidas. Le tembló la boca y se mordió el labio tan fuerte, que Pedro temió que se hiciera sangre. Una quemazón de vergüenza empezó a extenderse por su cuerpo partiendo desde el punto donde ella lo golpeaba con el dedo. No era un sentimiento al que estuviera acostumbrado. Y no le gustaba una pizca el sentimiento de culpabilidad.
—Basta —gritó él, agarrándola de la mano y apretando la palma contra su camisa.
El corazón le dió un brinco al sentir el contacto y tubo que controlarse para no arrastrarla hacia él y cerrarle la boca con la suya. Sus exuberantes labios estaban abiertos formando un círculo de sorpresa que hacía que deseara descubrir su sabor con la lengua. Sería tan dulce como la miel. Ira. Culpabilidad. Deseo. Lo iban llenando en un remolino febril que se iba convirtiendo en un deseo salvaje. Tan salvaje, que casi le hacía tambalearse. Consiguió hacer llegar oxígeno a sus pulmones y mirarla admirado. Conocía el deseo y no tenía ningún problema en aplacarlo. Pero nunca antes había sentido nada así.
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