Pedro permaneció de pie intentando controlar sus emociones. Su madre había sacado a la luz cosas que él creía enterradas. ¿Qué le estaba pasando? Siempre mantenía el control. Así funcionaba él. Odiaba aquellos sentimientos desasosegantes. Casi tanto como odiaba aquel juego de esperas, esperar a ver si Camila vivía o moría. Cuadró los hombros disgustado consigo mismo. No era momento para la debilidad. Vió a su madre entrar en la habitación. Se fue a ver si estaba el médico. De momento el equipo había sido cautamente optimista, pero evasivos respecto a su recuperación a largo plazo. Aquello lo volvía loco, necesitaba algo más concreto. Había echado a andar por el pasillo cuando oyó abrirse la puerta tras él. Escuchó un murmullo de voces y después pasos. Era Paula. Se detuvo.
Paula esquivó la mirada de él mientras se quitaba la mascarilla. Sólo fueron unos segundos. Deseó que fuera más tiempo, ansiosa por retrasar la inevitable conversación. Era una cobarde, lo sabía. Sobre todo cuando Pedro Alfonso estaba allí, tan imponente como un ídolo de roca. Se preguntó en qué estaría pensando él. Estaba furiosa por el modo en que la había tratado, pero, por desgracia, su deseo era más fuerte que nada. Y era peor en ese momento. Esa vez estaban solos. Ni Camila, ni médicos, ni parientes ni nadie que pudiera atenuar la tensión. Un tenso anhelo que vibraba entre ambos. Hacía que sus movimientos fueran torpes, descoordinados. Necesitaba concentrarse en otra cosa.
—Hola, Paula.
Su voz era tan profunda como siempre.
—Pedro —dijo inclinando ligeramente la cabeza—. Camila parece un poco más animada esta tarde —dijo—. Se ha estado riendo y hay algo de color en sus mejillas.
Asintió sin dejar de mirarla.
—Voy a enterarme de qué tal han salido los últimos análisis —dijo él.
Deseó que la invitara a acompañarlo para estar a su lado cuando recibiera las noticias. Qué estupidez. Él no quería su ayuda, su compasión. Había dejado claro que sólo necesitaba utilizar su cuerpo una noche. Y ella seguía como una idiota sintiendo compasión al verlo allí solo. Se había preguntado noche tras noche, despierta en la cama, si ésa era la única razón para permanecer en Creta. No la pequeña Camila, sino que Pedro necesitaba a alguien a su lado. La necesitaba a ella. Sacudió la cabeza. ¿Cómo podía resultar tan patética?
—Paula. Tenemos que hablar. Yo...
—Me preguntaba si podrías ayudarme —interrumpió. Cualquier cosa para que no siguiera. No quería escuchar nada que tuviera que decirle—. Tengo que encontrar otra de las zonas privadas del hospital —dijo rápidamente—. Y tengo que convencer al equipo de enfermería de que me deje...
—Tu abuelo —no era una pregunta.
—Sí.
—Tú has decidido verlo —la miró con aquellos oscuros ojos atravesando sus defensas.
—Me parece apropiado —dijo encogiéndose de hombros.
La información que Pedro le había dado sobre el anciano y saber que estaba en el hospital había alterado sus visitas diarias. Saber que pasaba tan cerca del tirano que había condicionado la vida de su madre había hecho que gradualmente, de forma imperceptible, apareciera la culpa. Había empezado a pensar que la vida era más importante que los viejos pleitos. Una incómoda sospecha había empezado a tomar forma dentro de ella. A pesar de que su opinión sobre Luis Schulz era acertada, la vida era demasiado valiosa para malgastarla con pleitos heredados ¿Se estaría ella convirtiendo en alguien tan cruel como él lo había sido con su madre? No intentaba perdonarlo por lo que había hecho, pero podía ser algo más compasiva de lo que él había sido. A lo mejor no quería que lo visitara. Tampoco sería una sorpresa. Pero, si quería, entonces se tragaría su resentimiento y lo vería.
—¿Paula?
Levantó la vista preguntándose si se había perdido algo que Pedro hubiera dicho.
—¿Estás preparada? —murmuró él—. Puedo enseñarte el camino. Yo mismo he ido a verlo.
Por supuesto. Había olvidado que era el abuelo de su esposa.
—Sí. Gracias —no iba a admitir que nunca estaría preparada para enfrentarse al anciano, pero siguió los pasos de Pedro.
Se alegraba de su compañía. Después de estar evitándolo tanto tiempo, de tratar de no pensar en él, se sentía mejor simplemente con tenerlo a su lado al ir a enfrentarse con el hombre al que había odiado la mayor parte de su vida. Miró a Pedro subrepticiamente. Tan distante, tan impenetrable. Miraba hacia delante y parecía tan fuerte... Tenía la certeza de que era una fuerza diferente a la de su abuelo. No manipulaba a la gente más débil que él. Costas era un hombre que se permitía la ternura con quienes amaba: su hija y su madre. Durante un doloroso instante deseó formar parte de ese grupo de personas amadas, pero eso nunca ocurriría. Incluso en ese momento, mientras bajaban a otra planta, los dos estaban esencialmente solos, metidos en su mundo particular. Giraron en una curva del pasillo y se detuvieron delante de un puesto de enfermería. Paula luchaba por mantener la tranquilidad mientras se daba cuenta de que estaban allí, al lado de Luis Schulz. No podía enfrentarse al anciano con la cabeza puesta en Pedro. Necesitaba todo el ingenio y autoestima que había aprendido de su madre. Cuadró los hombros mientras escuchaba sólo a medias la conversación entre Pedro y la enfermera. Sabía que mirar de frente a aquel anciano enfermo pondría a prueba sus límites. Pero le debía a su madre mostrarse calmada. Mostrarle que la hija de su madre era una mujer a considerar, de la que no se podía prescindir como si no mereciera la pena. No le importaba lo que él pensara, aunque en su fuero interno sabía que algo sí.
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