martes, 3 de diciembre de 2019

A Su Merced: Capítulo 4

Inmediatamente ella aflojó sus agotados músculos. Él fue hasta el armario y sacó un par de toallas. Paula lo observó sin decir nada mientras su cerebro procesaba las sucesivas imágenes. La arrogante prominencia de su ruda mandíbula. Los anchos hombros y elegante espalda toda brillante por la humedad. La tensa curva de sus nalgas bajo los calzoncillos pegados como una segunda piel. Los muslos pesados y poderosos. La recorrió un escalofrío y lanzó un suspiro desasosegado. Él se dió la vuelta, recogió su ropa y le lanzó una toalla.

—Me cambiaré en otra habitación —su profunda voz desprovista de toda emoción.

¿Había algo agradable es ese hombre? Lo miró mientras atravesaba la puerta a grandes zancadas. No, decidió. Era todo dureza. Desde el acero de su cuerpo hasta el rostro y los ojos fríos.Bueno, había tenido la suficiente humanidad para ayudarla cuando había pensado que le hacía falta. Había sido bastante detallista, de hecho, pero no por amabilidad, o compañerismo, supo por instinto. Simplemente había creído que era necesario. Había hecho lo que pensaba que había que hacer: mantenerla consciente antes de pedir asistencia médica. Tembló con la toalla contra el pecho. El temblor se convirtió en un escalofrío y, a pesar de su piel irritada y el vapor del cuarto de baño, aquel frío hasta los huesos la invadió una vez más. Salió de la ducha tambaleándose, se envolvió en una toalla, se colocó otra en el pelo y huyó hacia su cuarto. Diez minutos después, vestida con unos vaqueros y una cómoda camisa holgada, salió en busca del extraño que había invadido su casa.

Pedro estaba de pie en la cocina tomándose un café cargado. Algo para volver a la normalidad después del encuentro con aquella chica que se parecía tanto a Laura. Al principio la similitud había sido pasmosa. Seguía siéndolo a pesar de las obvias diferencias. La chica era ligera, un poco más delgada. La cara menos redonda y los huesos de las mejillas más pronunciados. Miró parpadeando el patio trasero mientras se tomaba otro sorbo de café. Se concentró en la imágenes que daban vueltas en su mente. Primero la visión de ella abriendo la puerta, tan parecida a Laura, que se había quedado impactado. Y segundo la imagen de ella desplomándose en sus brazos, recorrida por el agua que acentuaba sus seductoras curvas. Se le secó la boca al recordar la estrechez de su cintura, la sensual rotundidad de las caderas. El sujetador y las bragas de encaje mojados no habían dejado casi nada a su imaginación, ni los turgentes pechos ni la invitación de los pezones. Ni la evocadora y femenina sombra que se adivinaba entre las piernas. La había sostenido con sus manos e inmediatamente le había gustado, la había deseado con tal intensidad, que le recordó cuánto tiempo hacía que no estaba con una mujer. Sólo la sensación de la flexible y suave piel en contacto con la suya le había hecho desear compulsivamente tenerla desnuda debajo de él. Había permanecido allí, inconsciente al agua de la ducha, y había deseado que las circunstancias hubieran sido completamente diferentes sólo durante un par de horas. El tiempo suficiente para sucumbir a aquella dulce tentación. Para olvidar sus responsabilidades y preocupaciones con la felicidad que sabía podría encontrar en aquel cuerpo de sirena.

Dió otro sorbo al café y trató de ignorar la tensión que sentía en el bajo vientre. Su misión era demasiado urgente. No importaba lo deliciosa que fuera la tentación, nada podía distraerlo de su propósito. El sonido de unos pies que se arrastraban hizo que se diera la vuelta. Ella estaba de pie en la puerta, aparentemente estable. Con la ropa que llevaba parecía que tuviera dieciséis años. Pero los ojos y las bolsas púrpuras que había debajo de ellos deshacían aquella ilusión. Pedro frunció el ceño al llegarle a la mente una imagen superpuesta de ella prácticamente desnuda con aquella ropa interior tan sexy. La camisa holgada parecía simple camuflaje. Le había quitado la ropa, tocado su piel desnuda. La experiencia estaba impresa en su memoria de modo indeleble.

—Hay café —dijo de pronto, señalando la humeante taza de encima de la mesa. No lo miró a los ojos, se sentó despacio en una silla y agarró la taza con las dos manos.

—Gracias —dijo ella.

Su voz era como el agua: fría, sin color.

—Necesito ver a Alejandra Schulz—dijo él otra vez, disimulando su impaciencia con férreo autocontrol—. ¿Cómo puedo contactar con ella?

—No puedes —en esa ocasión su voz mostró alguna entonación—. Además ya no se llama Schulz —añadió bruscamente—, ahora es Chaves.

Sus miradas se encontraron y Pedro tuvo que sobreponerse una vez más al deseo que despertaba en él.

—¿Quién eres tú? —preguntó ella.

—Me llamo Pedro Alfonso—hizo una pausa esperando la reacción de ella, pero su rostro permaneció impasible—. Tengo algo que hablar con la señora Chaves.

—Alfonso —murmuró ella—. Conozco ese nombre —levantó las cejas.

—Acabo de bajarme de un avión proveniente de Atenas. Es imprescindible que hable con la señora Chaves inmediatamente —se contuvo de decir que era asunto de vida o muerte. Eso era demasiado personal como para decírselo a una extraña.

—¿Atenas? —entornó los ojos—. Tú eras el del teléfono —lo miró con perplejidad mientras dejaba la taza en la mesa—. Dejaste mensajes en el contestador.

Pedro asintió.

—Mensajes que nunca fueron respondidos...

—Canalla —susurró levantándose tan deprisa, que la silla se cayó al suelo—. ¡Ahora sé quién eres! Sal de aquí ahora mismo. ¡Fuera!

Pedro no se movió. La chica estaba desquiciada. Tenía una mirada salvaje y sus dedos se clavaban en la mesa, pero era la única que sabía dónde estaba Alejandra Schulz. Y hubiera hablado hasta con el diablo para encontrar a esa mujer. Se apoyó en el borde la encimera y cruzó las piernas.

—No voy a ir a ningún sitio. He venido a hablar con ella y no voy a irme hasta que lo consiga.

Fascinado, miró las emociones que se adivinaban en el rostro de la chica. De pronto soltó una risa histérica que lo llenó de una sensación de mal presentimiento.

—Bueno, a menos que seas clarividente, vas a esperar mucho, Alfonso. Ayer enterramos a mi madre.

Paula lo miró a través de las lágrimas. Si hubiera sabido quién era cuando había abierto la puerta, le habría dado con ella en las narices. ¿Cómo se atrevía a presentarse así después del funeral de su madre? Miró la taza que Pedro tenía en la mano y sintió ganas de quitársela y echársela por encima. Se imaginó vívidamente la salpicadura del café en la inmaculada blancura de la camisa, la cara de ultrajado que pondría. Parpadeó furiosa. No podía permitir que la viera llorar. Su dolor era demasiado profundo, demasiado abrumador para compartirlo. Quería gritar. Maldición, quería golpearlo con el puño hasta hacer que sintiera al menos una parte del dolor que ella experimentaba. ¿Pero qué bien le haría eso? Su madre ya no estaba. Nada se la devolvería.

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