Era momento de desaparecer. Intentó soltarse, pero sus dedos no cedieron.
—Olvida que...
—Sí, hay algo —murmuró con voz grave y oscura.
Paula lo miró y vio el momento en que sus ojos brillaron con un destello de vida. Pero esa visión tampoco le hizo sentirse cómoda.
—¿Qué...?
—Esto —dijo mientras inclinaba la cabeza y tomaba sus labios entre los de él.
Fuego. Ardiente necesidad. Una vorágine de sensaciones la asaltó. Sus labios eran tan suaves y a la vez tan exigentes. Tuvo la profunda sensación de que eso era lo que ella quería de él. Aquella pasión gloriosa que al mismo tiempo daba miedo. Tomó el rostro de ella entre sus grandes manos mientras inclinaba la cabeza para intensificar el contacto de los labios. Y, de pronto, estaba dentro. La lengua atrevida, seductora invitándola a responder a aquella erótica invasión. Y, por supuesto, lo hizo. Un remolino de calor la recorrió, aflojando sus músculos y sus inhibiciones. Un dulce anhelo empezó a crecerle en las entrañas y la piel se le erizó. Los pezones se levantaron. Paula lo recibía con los labios, la lengua como si no fuera un extraño, sino el centro de todos sus anhelos, de sus sueños secretos. Aunque el beso había sido audaz, por debajo había ternura, sensibilidad ante la respuesta de ella. Eso hizo que se rindiera. Si lo hubiera pensado bien, se habría apartado de él. Negando la excitación que sentía con el contacto. Pero ella no estaba pensando. Estaba dejándose caer en un mundo de sensaciones, flotando en una ola de gloriosa pasión.
Las manos de Pedro se enredaron en el pelo y sus labios fueron hacia la erógena zona que se encuentra debajo de la oreja. Paula suspiraba. Entregándose a lo inevitable, recorrió el pecho de él con las manos dejando ver al mismo tiempo que su respiración se le quedaba en la garganta ante sus deliciosos progresos. Siguió subiendo hasta la piel caliente del cuello y el negro y sedoso pelo. Desplegó los dedos por la nuca y buscó de nuevo sus labios. ¡Cielos! Esa vez el empuje de su lengua fue más intenso, exigente. Ya no podía estar más cerca de él. La sensación en la parte baja de su vientre se intensificó. Cambió de postura, los muslos de él rozaron los suyos. Paula sintió cómo prácticamente apoyaba su cuerpo sobre ella, sintió su calor desde los hombros hasta las caderas. Y entonces, en un golpe de energía, la apoyó contra la pared, sujetándola con su peso de forma que no pudiera moverse. Sus pechos se aplastaron contra él, le costaba respirar, pero no quería que se apartara ni un milímetro. Sentirlo a él, su calor a lo largo de todo su cuerpo despertaba en ella una pasión que nunca había sentido antes. Inmediatamente él desplazó para adelante una de sus piernas y después se apretó más, tan cerca, que ella casi no podía respirar. Ella colocó las piernas de modo que él pudiera anclarse a la curva de sus caderas. Cada centímetro de su cuerpo ardía. Ardía por él. Era tan inevitable como el incesante ir y venir de las olas en la cala. Nunca nada había parecido tan perfecto, como si su cuerpo lo hubiera conocido desde siempre y estuviera impaciente por darle la bienvenida.
Debería haberle dado miedo, pero estaba perdida. No había ningún timbre de alarma que sonara en su cabeza, sólo la certeza de que aquello estaba bien. Y eso era suficiente. El aroma de él a poderosa masculinidad sin compromiso debería haberla hecho detenerse, pero lo único que hacía era incitar todavía más a sus hambrientos sentidos. Y cuando las manos de él bajaron por sus costados hasta la curva de la cintura, las caderas y volvieron a subir por los laterales de los pechos, ya sólo fue consciente de las sacudidas en su cuerpo que provocaban las caricias, de su deseo de él. La tomó entre las manos y la levantó, sujetándola luego con la parte baja de su cuerpo. Gimió por lo íntimo del contacto, por la inconfundible erección que sentía entre sus piernas, contra su vientre. Y el deseo creció dentro de ella, la necesidad de ser físicamente llenada. Los besos se tornaron más potentes, devastadores en su sensualidad. Y entonces sus manos le envolvieron los pechos. Paula suspiró dentro de su boca. Descargas eléctricas partían de los pezones con cada caricia y se extendían por todos sus nervios. Hasta el vientre, las piernas, la unión de los muslos, que se derretía como mantequilla caliente. Cuando él interrumpió el beso para buscar su garganta con los labios, gimió en busca de aire. Estaba totalmente descontrolada, se estremecía cuando le mordía el lóbulo de la oreja.
—¿Te gusta esto, Paula? —su voz era áspera, un murmullo casi sin aire que la debilitaba más.
A través de la tela de algodón de la blusa, le pellizcaba los pezones aumentando cada vez más la excitación.
—Sí —susurró ella sin dejar de explorar los musculosos hombros.
Pedro levantó la cabeza para mirarla. Sus ojos brillaban con una excitación salvaje.
—Bien —dijo él—, porque esto es lo que puedes darme, Paula —deslizó la mano hasta su cintura introduciéndola entre los dos para acariciar la parte delantera de los vaqueros, cada vez más abajo hasta que ella se estremeció por el contacto.
Paula miró a un rostro en el que el deseo hacía estragos. No había ninguna prueba de suavidad, de amabilidad, sólo deseo puro. Se estremeció, pero esa vez no fue por la excitación. Finalmente, demasiado tarde, se había dado cuenta de que estaba tratando con un hombre al que no le importaba otra cosa que liberarse.
—Sexo, Paula —susurró mirándola a los ojos—, eso es lo que quiero. Eso es todo lo que quiero de tí.
Vió cómo se movían sus labios, escuchó las palabras. Si hubiera visto algo más, alguna clase de ternura, alguna emoción en ese hombre... Sus ojos ardían de deseo y nada más. Su rostro mostraba una tensión que hablaba de lo extremo de su deseo. Puro deseo físico. Nada más.
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