martes, 17 de diciembre de 2019

A Su Merced: Capítulo 18

Paula se apoyó en el tronco de un viejo pino y sintió cómo su cuerpo se relajaba músculo a músculo. Aquello era tan tranquilo, tan silencioso... Ni siquiera quería moverse. Sólo la presencia de Pedro, tan tentadoramente cerca echaba a perder su satisfacción. Estaba callado, absorto en sus oscuros pensamientos, mirando la cumbre nevada del Monte Ida oculta entre las nubes.

No podía ver con qué deseo ella miraba su perfil, que se recortaba contra el cielo. Si sólo... ¿Qué? ¿Se diera la vuelta y hablara con ella? ¿Compartiera sus pensamientos? O la mirara como había hecho otras veces. Necesitaba recuperar el control, poner algo de distancia con ese hombre. Eso era lo que recomendaba el sentido común. Pero si era sincera, tenía que reconocer que el sentido común tenía poco que hacer frente a los crecientes sentimientos que experimentaba hacia Pedro Alfonso. Lo había visto luchar contra el miedo y la desesperación. Su regocijo cuando el primer análisis había dado positivo y habían ido al hospital para la muestra de médula. La dudas que lo corroían en ese momento, días después, mientras esperaban noticias. Lo había visto tan increíblemente dulce con Camila que no había podido evitar compartir algo de esa ternura con ella. No tenía nada que hacer buscando algo en un hombre que había perdido a su esposa recientemente, pero no podía evitarlo. Esos días en Creta, se había permitido creer que tenía alguna esperanza de que algo... significativo se estaba produciendo entre Pedro y ella.

Cada tarde, mientras Camila dormía, los dos salían en coche a conocer la isla. Esas excursiones eran una fuente de deseos secretos e intensas decepciones. Algunas veces sentía que conectaban, que había un cálido entendimiento, algo especial entre los dos. Pero luego, al instante siguiente, todo eso desaparecía y veía cómo él se alejaba. ¿Se había imaginado todo? Algunas veces juraría que era real, pero otras... Lo único constante era la innegable atracción que los unía. Incluso cuando el gesto de Pedro era oscuro, casi de desaprobación, el magnetismo los juntaba como a polos opuestos. El deseo, la expectación, la excitación eran algo constante cuando él estaba cerca. No estaba preparada para algo así. Su única relación íntima había sido un pobre reflejo de un sentimiento tan intenso. Cómo deseaba que su madre hubiera estado allí para que le aconsejara. Para compartir con ella experiencias y anhelos.

Volvió a la realidad de golpe. A lo mejor si miraba fijamente las ruinas extendidas a su alrededor, podía imaginarse aquello como una ciudad próspera. Cualquier cosas que apartara sus pensamientos de Pedro. Pero la antigua Phaestos era un montón de cimientos de piedra. Ni de lejos tan fascinante como el hombre que tenía a su lado.

—¿Has pensado algo sobre tu abuelo? —preguntó tan de repente, que Paula casi dió un salto.

Claro que había pensado en él. ¿Cómo no iba a hacerlo cuando sabía lo cerca que estaba? Asintió.

—Pero no quieres acabar con la enemistad.

—Es su enemistad, ¡No la mía! —sintió el habitual golpe de ira—. Depende de él acabar con ella —su pecho se hinchaba por la respiración acelerada—. Yo ya hice un intento, ¿Recuerdas? Llamé y nunca tuve una respuesta —vió en su mirada comprensión y algo más, algo que hacía que se le erizara el pelo de la nuca—. ¿Por qué lo preguntas?

—Pensaba que a lo mejor él sí quiere ponerle fin.

—¿Qué quieres decir? —dijo entornando los ojos con gesto de sospecha.

—He oído algo que puede cambiar tu punto de vista —hizo una pausa—. Según su ama de llaves, Luis Schulz intentó llamar a tu madre.

—Quieres decir que eso es lo que él dice ahora —así que había cambiado de opinión cuando era él quien estaba enfermo.

La expresión de Pedro se tornó severa.

—No. Él no ha dicho nada. Cuando el ama de llaves le habló de tu llamada, le pidió que le llevara las cartas de tu madre. Según parece, cuando ella escribió al principio, dió instrucciones al servicio para no le entregaran ninguna carta.

—Canalla sin sentimientos —murmuró Paula al recordar a su madre metiendo una foto en un sobre y escribiendo a su padre cada año el día del santo de su hija.

—La cuestión es —las palabras de Pedro se mezclaron con el dolor de los recuerdos— que él no sabía que ella había vuelto a escribir y al enterarse de la cantidad de cartas que había... —Paula no dijo nada. No quería sentir ninguna comprensión por el viejo—. El ama de llaves le dejó en su estudio —hizo una pausa— y cuando volvió lo encontró inconsciente encima de la mesa. Había cartas y fotos por el suelo y su brazo estaba extendido en dirección al teléfono.

Paula podía imaginar la escena tan vívidamente, que no podía ver otra cosa, ni el cielo azul, ni siquiera el hombre que estaba a su lado.

—¿Crees que las noticias precipitaron su ataque? —sintió una náusea que le subía del estómago.

—No tengo ni idea —dijo—, pero creía que debías saberlo.

—Yo... Gracias —dijo sacudiendo la cabeza, tratando de aclarar sus pensamientos.

Si su abuelo había intentado llamar, era realmente trágico que no lo hubiera conseguido. Para su madre y para él. Paula se puso de pie y se alejó unos pasos respirando hondo para reponerse de la impresión. Aunque aquello no cambiaba lo esencial: su abuelo evidentemente era un viejo arrogante y dominante, demasiado orgulloso. Pero...

—¿Preferirías que no te lo hubiera dicho? —preguntó Pedro con tono áspero.

—No. Has hecho lo que debías —Paula miró a lo lejos, por encima de las piedras de la antigua ciudad, con la visión borrosa.

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