Paula sacudió la cabeza como para aclarar la confusión de su agotada mente. ¿Sus asuntos? No parecía así. ¿Sería alguna clase de estrategia?
—Pero tus llamadas de teléfono fueron sólo unos días después de que contactara con mi abuelo. Dejé un mensaje pidiéndole que llamara.
Rogándole que llamara para hablar con su madre, pensó intentando no recordar esos días de desesperanza. Al médico diciendo que no se podía hacer nada más para tratar la virulenta cepa de gripe con la que su madre se había infectado. Cómo se había tragado su orgullo y había llamado a Luis Schulz, el tirano que había repudiado a su hija. Pero el anciano todavía no había llamado.
—Supe de tu madre, pero no dónde estaba o cómo contactar con ella. Necesitaba hablar con ella urgentemente.
Algo de la tensión de su tono, de las duras líneas de expresión alrededor de la boca, atrajo la atención de Paula.
—Cuando llamaste a Luis, pude conseguir tu número de teléfono. Llamé esa semana.
Pero Paula no había respondido a los mensajes del griego que había encontrado en el contestador. ¿Qué iba a hacer si los había recibido el mismo día que había empezado a organizar el funeral? Era demasiado para que su madre pudiera perdonar a su familia. Y ella no tenía ninguna intención de perdonarla. Los mensajes se habían ido volviendo más imperiosos, más urgentes, pero los había borrado. Y había disfrutado colgando el teléfono la vez que el extraño griego la había pillado en casa. Ya no era un extraño. Lo miró a los impenetrables ojos y apreció su aura de poder. Decía que no era un esbirro de su abuelo.
—¿Quién eres? —susurró ella—. ¿Qué quieres?
Pedro miró fijamente a los atormentados ojos de la chica que tenía delante y deseó poderla dejar llorar en paz. Estaba más tensa que un resorte. Sentía su dolor como algo tangible, lo podía oír en su respiración salvaje. Respiró profundamente mostrando en su rostro la pena que sabía que ella no quería ver. No era la primera vez que deseaba no haberse visto enredado con la familia Schulz. Sólo eran una fuente de problemas para él, y para ella, aquella chica con gesto de dolor en los labios y alrededor de los ojos. Se pasó la mano por el pelo en silencio. No podía irse, no tenía otra elección que continuar, incluso aunque eso supusiera implicar en sus problemas a una chica perturbada. Era lógico que ella mostrara precaución. La situación nunca había sido sencilla. Y desde que la había encontrado, se había tornado incluso más compleja. Peligrosa.
Necesitaba a aquella mujer. Era su única esperanza de evitar el monstruoso desastre que lo amenazaba. Además, para su horror, había más. Apenas podía creerlo, no quería creerlo. Era imposible, pero no podía ignorar la enorme potencia de la atracción física que sentía por ella. Era excepcional. Inapropiada. Una complicación que no necesitaba. No tenía tiempo para la lujuria. Y menos con una chica golpeada por el dolor que lo veía como un ogro. Especialmente si era una chica de la familia Liakos. Había aprendido esa lección hacía muchos años. «¡Mírala!», pensó. Llevaba unos vaqueros y una camisa suelta, unas zapatillas usadas y sucias y su pelo probablemente no había conocido jamás las tijeras de un estilista. Aun así no podía apartar su voraz mirada de ella. La elegancia de su estructura ósea le dejaba sin aliento. Los inocentes ojos color miel, su boca perfecta... Debajo del algodón de la camisa podía apreciar sus orgullosos y elevados pechos. ¡Diablos! Casi podía sentirlos en sus manos, firmes, redondos y tentadores. Y aquellos viejos vaqueros moldeaban su cuerpo como una segunda piel mostrandom claramente las piernas largas y delgadas. No podía creerlo. ¿Dónde estaba su honorabilidad, el respeto por su dolor?
—¿Quién eres? —murmuró ella de nuevo con algo de temor en la expresión.
—Me llamo Pedro Alfonso—dijo rápidamente extendiendo la mano en un gesto de apertura—. Vivo en Creta. Soy un respetable hombre de negocios —en otras circunstancias hubiera encontrado divertida la novedad de tener que presentar sus credenciales. Pero allí no había nada divertido—. Necesito hablar contigo, ¿Hay algún otro sitio donde podamos hablar? —dijo mirando alrededor y dándose cuenta que el desorden era fruto de una larga reunión post funeral.
Era brutal obligarla a algo así tan pronto después de la pérdida, pero ¿Qué otra elección tenía? No había tiempo para la compasión si eso significaba un retraso.
—¿A lo mejor fuera? —dijo él haciendo un gesto en dirección al patio trasero.
Cualquier sitio lejos de aquella claustrofóbica atmósfera que impregnaba la casa. Lo miró con ojos de recelo claramente poco convencida.
—Ha sido un largo viaje y me vendrá bien algo de aire fresco —urgió—. Me llevará tiempo explicarme.
Ella asintió lentamente y dijo:
—Hay un parque justo a la vuelta de la esquina. Vamos allí.
Parecía tan frágil, que dudó de que fuera capaz de llegar a la puerta y bajar la calle.
—A lo mejor está demasiado lejos, podríamos...
—Usted es quien quiere hablar, señor Alfonso. Es la única oportunidad, la toma o la deja —dijo levantando la barbilla en un gesto beligerante.
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