—Estás dando demasiado por sentado. Sería mejor que fuera a Grecia cuando supiéramos si valgo o no —así tendría tiempo para prepararse para ver a los familiares de su madre.
La mano que la sujetaba del codo tiró de ella contra su cuerpo. La miró a la cara de un modo tan implacable, tan decidido que, por un momento, Paula dejó de respirar. Pensó que nunca la iba a soltar. Nunca. Pedro miró aquellos ojos de miel y se dijo a sí mismo: «Baja el ritmo, ten paciencia». Y, sobre todo, que ignorara la abrasadora constatación de lo bien que se sentía al tocarla. Al sentir ese cuerpo contra el suyo. Ella estaba sufriendo. Estaba más allá de sus límites por muchas razones, pero se sentía tan bien con ella... Su fresco aroma lo había provocado desde el momento en que se había acercado, despertando sensaciones largo tiempo dormidas. Viejos deseos. Quería... Con cuidado, la soltó y dió un paso atrás poniendo algo de distancia entre ambos. El pecho de Paula se levantaba por la agitada respiración y en su rostro podía ver el reflejo de su propia perplejidad. No. Eso no era lo que quería de ella. Eso no podía ser. Se trataba de lo que Eleni necesitara de ella. Nada podía interponerse en ese objetivo. Nada. Se alejó un poco más y dejó caer los brazos.
—Será más fácil y rápido de este modo —dijo él.
No le contó el temor supersticioso que tenía de que, si dejaba de verla, si se iba de Australia sin ella, la oportunidad de salvar a Camila se escurriría entre sus dedos. Que algo evitaría que Paula fuera a Grecia.
—Podría ir a una clínica aquí, en Sidney...
—Podemos estar en Atenas en un día —interrumpió—. Cuando llame, los médicos te estarán esperando. Podemos hacer el primer análisis al día siguiente —la miró deseando que aceptara y después se obligó a pronunciar las palabras que antes no había dicho—. Es la última oportunidad de mi hija.
Las palabras resonaron entre ellos. Pedro estaba tenso por el esfuerzo de autocontrol. Rompió el contacto visual y miró a lo lejos recordando a su pequeña Camila, tan valiente, tan inocente... ¿Qué había hecho para merecer algo así? ¿Podría entender Paula su necesidad de hacerlo todo ya? ¿Todo lo rápidamente posible? Miró la cara de ella levantada hacia él. La comprensión que vio en ella hubiera roto a un hombre más débil. Sus ojos eran enormes en medio de aquella pálida tez y lo miraban como si pudieran entender lo desesperado que estaba. Allí estaba aquella chica ofreciéndole su comprensión. Y todo el tiempo su cuerpo le hablaba, tentándolo con la promesa de conseguir liberación física. Por un momento estuvo tentado de lanzarse sobre ella y tomar lo que le ofrecía, pero no necesitaba a nadie. Llevaba mucho tiempo solo.
—Lo entiendo —dijo ella— y te prometo que si soy compatible me subiré al primer avión a Atenas.
—¡No!
Eso no era bastante. No podía soportar dejarla tras él. Podían suceder miles de cosas, incluso en una semana, que impidieran que viajara a Grecia.
—No —volvió a decir forzando un tono más normal—. Vendrás ahora. Lo arreglaré todo. Y si —se obligó a decirlo— eres incompatible, no habrás perdido nada. No tendrás que pagar nada, serás mi invitada, por supuesto.
La miró abrir la boca como si fuera a protestar y luego volverla a cerrar.
—Una pequeña escapada de aquí no te hará daño. No tienes compromisos ineludibles, ¿Verdad? —sabía por el investigador que no tenía nada, ni estudios ni trabajo, que hacer.
Lentamente ella negó con la cabeza. El ánimo de Pedro creció como si olfateara la victoria.
—Míralo como unas vacaciones —dijo utilizando el tono grave y persuasivo que empleaba siempre que quería conseguir algo de una mujer.
Ella lo miró y sintió algo muy dentro. Era sólo una joven, como tantas que había conocido. ¿Por qué tenía esa inquietante sensación de que ella podía ver dentro de su alma? ¡Sto Diavolo! A lo mejor la tensión estaba empezando a hacer mella en él.
—Pagaré mi billete —respondió ella.
La práctica le ayudaba a modular su tono y persuadir en lugar de ordenar.
—Vas a Grecia para ayudar a mi hija. Estaré encantado de que te quedes con nosotros —¡Tenía tanto orgullo! Sabía que no podía pagarse el viaje a Atenas, que tendría que pedir un préstamo para el viaje—. No es dinero de los Schulz —añadió—. No le deberás nada a tu abuelo.
Se miraron otro largo rato, después ella asintió una vez.
—De acuerdo. Iré a Grecia. Y rezaré para que el análisis salga como esperas.
Había una profunda tristeza en su voz. Tenía los ojos ensombrecidos y supuso que estaría pensando en su madre, en cómo ella no había podido salvarla. Se acercó un poco y la agarró del codo, le acarició el brazo sabiendo cuánto debía de estar sufriendo. Nunca sabría la subida de adrenalina que sus palabras habían supuesto para él. Aquello iba a funcionar. Iban a salvar a Camila.
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