Suspiró profundamente y alzó la mirada para encontrarse con los ojos del indeseado visitante. Su negra mirada ya no era tan indescifrable. A lo mejor era por lo abiertos que tenía los ojos y lo levantadas las cejas por la sorpresa. No, no era sorpresa. Era conmoción. Parecía como si hubiera sido lo más impactante de su vida. De hecho, parecía enfermo, su rostro se había quedado completamente pálido. Un músculo de su dura barbilla empezó a moverse frenético. Era la única señal de movimiento en todo su cuerpo. Ni siquiera parpadeaba. Por encima del trueno de su propio pulso, Paula podía escuchar el silbido de la respiración de él. De pronto vió un atisbo de emoción en sus ojos. Algo tan salvaje que casi dio un paso atrás.
—Lo siento —dijo Pedro finalmente—. Si lo hubiera sabido... —de nuevo Paula vió la sombra de turbulentas emociones en su mirada—. Si lo hubiera sabido —continuó—, no te habría molestado hoy.
—No hubieras sido bienvenido en ningún momento —dijo sin rodeos.
Tenía el valor de ofrecerle sus condolencias cuando nadie se las pedía. Era muy poco y demasiado tarde.
—¿Perdón? —preguntó arrugando la frente como si no hubiera entendido lo que había dicho.
—No quiero tus disculpas —dijo ella—. No quiero nada de tí.
—Entiendo tu sufrimiento. Yo...
—No entiendes nada —interrumpió—. Tú, con tus aires de superioridad y tus disculpas. Me pones enferma —respiró profundamente—. Quiero que salgas de mi casa y no volverte a ver nunca.
—Si pudiera, desaparecería ahora mismo como deseas —la palabra quedó en el aire entre los dos—, pero no puedo, he venido hasta aquí por un asunto de gran importancia. Un asunto de familia.
—¿Un asunto de familia? —se le rompió la voz. ¿Cómo podía ser tan cruel?—. No tengo familia, ni hermanos, ni padre. Ya tampoco madre...
—Por supuesto que tienes familia —se acercó a ella, tanto, que llegó a sentir su calor.
La invasión de su espacio fue extrañamente impactante para Paula. Pero no se apartó. Era su casa, su territorio, de ningún modo iba a recular.
—Tienes una familia en Grecia.
Lo miró a la cara. Una familia en Grecia. ¿Cuántos años llevaba oyendo aquello? El persistente mantra de su madre, una mujer que tuvo que buscarse la vida lejos de su tierra. Una mujer que no se había dejado intimidar. Paula esbozó una sonrisa torcida por lo tarde que llegaba aquello. Su madre había pasado un cuarto de siglo esperando aquellas palabras. Y sólo días después de su muerte, se las decían a ella como si fueran un talismán para mantenerla segura.
—¡Para! —gritó él agarrándola de los hombros.
Paula dió un salto, sobresaltada por el inicio de una risa histérica. Se sentía marcada por que la hubiera tocado, contaminada. Se movió intentando que la soltara. Finalmente así lo hizo.
—No tengo familia —repitió mirándolo furiosa a los ojos.
—Estás trastornada —dijo él justificando sus emociones—, pero tienes un abuelo y...
—¿Cómo te atreves? —interrumpió—. ¿Cómo puedes tener el valor de mencionarlo en esta casa? —el corazón le latía tan deprisa, que pensó que se le iba a salir del pecho.
De nuevo sintió la misma furia, la necesidad de romper algo. Había conseguido resistir los anteriores días sólo porque había asumido que no tenía que enfrentarse con lo que no podía cambiar. Todo había terminado, ya nadie, ni siquiera el patriarca de la familia Schulz podría hacer daño a su madre. Y entonces un secuaz de la familia aparecía y volvía a revolverlo todo. El dolor y la esperanza. El remordimiento y el odio reconcentrado. Paula temblaba, pero ya no de debilidad.
—¿Crees que hay algún espacio en mi vida para un hombre que repudió por completo a su hija? —susurró ella—. ¿Que la ignoró año tras año como si no existiera? —a Paula le dolía el pecho por lo fuerte que respiraba. Le temblaban las manos por la furia reprimida—. ¿Que ni siquiera tuvo la compasión suficiente para contactar con ella cuando se estaba muriendo? —la acusación quedó resonando entre ambos en medio de un retador silencio de dolor.
Paula miró a un rostro carente de toda emoción, aunque no podía ocultar una pizca de emoción en los ojos. Así que todo aquello era nuevo para él. Y no eran noticias agradables, a juzgar por el gesto de sus cejas.
—A pesar de todo, debemos hablar —hizo un gesto con la mano cuando ella abrió la boca para decir algo—. No soy el mensajero de tu abuelo. No vengo por sus asuntos, vengo por los míos.
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