Se dió la vuelta y se marchó. Paula se preguntó por qué le importaba tanto, por qué quería correr tras él y tratar de confortarlo. El resto de la tarde lo pasó en una neblina que esperó se debiera el desajuste horario. Cuando se hubo duchado, cambiado y comido lo que Pedro había insistido que le subieran a la habitación, estaba exhausta. Una doncella apareció y le dio las buenas noches. Se rió ante su primera idea de claustrofobia por estar allí sola con Pedro. Una casa como ésa debía de tener un buen número de personal de servicio interno. Sólo su habitación era por lo menos la mitad de su casa de Sidney. ¡Y el cuarto de baño! La pesadilla de cualquier limpiadora con todo aquel mármol y dos paredes de espejos. Se arrebujó dentro de su vieja bata de algodón y paseó por la gruesa alfombra hasta la puerta de cristales. Sólo un vistazo más al maravilloso paisaje y se iría a dormir. Salió a la oscuridad, dejó que sus ojos se acostumbraran a la luz de la luna y las estrellas. Estaban lejos de la ciudad y reinaba el silencio. Tanto silencio, que podía escuchar el sonido de las olas en la cala. Respiró hondo el aire de la noche reconociendo los olores: sal, por supuesto, pero algo más. ¿Hierbas? Olía como a orégano y tomillo, romero y otra cosa, algo picante y dulce. Se acercó a la esquina del balcón y se detuvo bruscamente cuando una sombra apareció de entre la oscuridad y se colocó en su camino.
—¿No puedes dormir, Paula? —su voz le cubría la piel como seda mientras el calor ardía en el centro de su feminidad.
Pedro hundió las manos en los bolsillos y cerró dentro los puños mientras le llegaba el delicado aroma de Paula. Había salido a pensar, para reconstruir su capacidad de control en previsión de otro día de desesperada esperanza e inefable temor. Acababa de empezar a encontrar consuelo en la tranquila oscuridad y entonces había aparecido ella. Era una tortura estar tan cerca de semejante tentación. Ansiando el éxtasis que podría encontrar en ese cuerpo. A pesar de saber que no podría permitirse actuar según su instinto de acercarse, cazar y domesticar. Estaba fuera de los límites por toda clase de razones. Sobre todo porque era su invitada y tenía que protegerla, incluso de él mismo.
—Sólo he salido a respirar aire fresco —explicó ella con una voz tan aguda y ligera que supo con absoluta certeza que ella sentía la misma fuerza que inexorablemente los arrastraba a estar juntos.
Se empezó a dar la vuelta como para marcharse y la luz que salía de su habitación dibujó la silueta de los pechos. Durante un instante ninguno se movió, entonces se obligó a decir algo.
—No te preocupes por mí —dijo él con voz ronca por el esfuerzo de control—, ya me iba.
—¡No! No te vayas. No quería importunarte —dijo ella casi sin aire.
La advertencia de su madre de esa tarde le vino a la cabeza: «Podría hacérsele daño tan fácilmente, Pedro. Trátala bien». No se le daba muy bien la precaución, pero no era lo bastante temerario para caer en aquella tentación y cruzar la línea de demarcación que los mantenía separados. Cualquiera podía ver que eso sólo conducía al desastre. A ambos.
—Está bien, Paula. Iba a ver a Camila.
Se obligó a seguir hacia delante y pasar tan cerca de ella que pudo sentir el calor de su cuerpo. Su excitante aroma le llenó la nariz y tuvo que apretar los puños en los bolsillos. Mantuvo los ojos fijos en la puerta de la habitación de Camila y siguió andando.
—Disfruta de la paz un poco más y después duerme bien —dijo él.
Lo necesitaría. Sí, era eso en lo que tenía que concentrase, en el análisis de sangre. La larga conversación que tendría con los médicos. Cualquier cosa menos el menudo cuerpo de Paula, cálido y tentador sólo a unos metros.
—Buenas noches —dijo ella con un ligero susurro que le hizo vacilar. Después cuadró los hombros y siguió andando.
Era bastante tarde cuando Paula se despertó con la cabeza pesada. Había dormido toda la noche, pero acosada por sueños perturbadores. Afortunadamente, no podía recordarlos. Pero sospechaba que estaban relacionados con un par de ojos negros. Se tomó el solitario desayuno en un soleado salón mientras otra doncella le explicaba que el kyrios, el señor, estaba ocupado hablando con el médico de su hija. Acabó el desayuno y aprovechó la oportunidad para explorar. Las ventanas francesas de ese lado de la casa daban a una ancha terraza y a una inmaculada pradera. La cruzó sintiendo el calor del sol en la cara, escuchando los cantos de pájaros desconocidos y, en la distancia, el ladrido de un perro. También allí había aromas, provenientes de las brillantes flores que bordeaban el césped, de los frutales de algún sitio cercano e inevitablemente de las olas que podía oír en la distancia. Cerró los ojos y respiró hondo. La invadió una sensación de paz, a lo mejor porque estaba tan lejos de casa y de su vida real. Del dolor y el penoso trabajo de todos los días. Sentía que podía relajarse y disfrutar del momento. Un gorjeo de risas atrajo su atención y abrió los ojos. Al fondo del jardín estaba Camila pedaleando en un triciclo naranja. Tras ella una joven lo bastante cerca como para asegurarse de que mantenía el equilibrio. Paula la vió e, inevitablemente, la niña la miró. No sabía por qué, pero se sintió casi culpable. Como si no debiera estar allí, fuerte y llena de salud cuando una niña tan pequeña estaba luchando por sobrevivir. Como si de alguna manera fuera culpa suya si el trasplante no podía realizarse. Pero era demasiado tarde para escabullirse. La risa se apagó cuando Camila la vió. Dejó de pedalear y puso los pies a ambos lados del triciclo.
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