martes, 3 de diciembre de 2019

A Su Merced: Capítulo 3

Con la fuerza que da el pánico, lo empujó con las dos manos, pero sólo consiguió descubrir que no había fino tejido de lana o crujiente algodón, sino los cálidos contornos de un sólido pecho masculino. Una húmeda neblina ocultaba sus músculos y sus bronceadas manos. Volvió a empujar y sintió la blandura del vello del pecho, lo que provocó una sensación de placer que la recorrió entera. Pero lo que conseguía era lo mismo que si empujara una pared de ladrillo. Era un pecho impresionante. Estaba asustada. Su respiración se convirtió en un gemido de desesperación mientras trataba desesperadamente de apartarlo de ella.

—¡Déjame! —dijo casi sin voz—. Sal de aquí ahora mismo o llamo a la policía.

La ignoró por completo, mientras se inclinaba para quitarle las medias. Su insistente presión primero en un tobillo y después en el otro le permitió quitárselas. Si ella hubiera sido capaz de coordinar sólo un poco más sus movimientos, habría podido ofrecer algo de resistencia.

—No voy a hacerte daño —le dijo con un gruñido cuando ella pretendió golpearlo y lo que hizo fue rozarle la mejilla. La miró con tanto disgusto, que ella casi lo creyó.

Volvió a levantar el puño cuando la alzó del suelo y se la echó al hombro, haciendo que se quedara sin respiración. Se desplomó encima de él completamente desorientada, piel contra piel. La habitación daba vueltas, tan mareante como el poderoso aroma masculino de sus piel desnuda. Noto el calor, la dureza de los huesos y los músculos, el roce de su pelo contra sus costados mientras daba la vuelta. Entonces, sin avisar, la bajó y la puso de pie bajo un chorro de agua de la ducha. Toda la fuerza del agua le cayó sobre la espalda, después sobre la cabeza.

—¿Qué...?

El pelo mojado le caía sobre la cara haciendo que casi no pudiera ver. La fuerza del agua era tal, que casi hacía daño. Lo que la mantenía allí era la fuerza de las manos de él sobre los hombros, obligándola a estar de pie y lejos de él. Se balanceó y apretó las manos, pero mantuvo los brazos estirados. La expresión de sus oscuros ojos era indescifrable. Brillaban con un fuego interior. Su rostro era duro, la mandíbula como de piedra. Era un rostro con el que Paula no tenía en ese momento fuerzas para enfrentarse. Se dejó caer al sentir que le cedían las rodillas mientras el agua hacía que el cansado cuerpo volviera a sentirse vivo. Se le cayó la cabeza hacia delante por el peso del agua y de la creciente consciencia. Aquel extraño de rostro severo debía de haber pensado que sufría una sobredosis, ¿Qué hacían si no los dos en la ducha en ropa interior? En otro momento, en otra vida, habría encontrado aquella escena graciosa y embarazosa. Incluso provocativa. Ella en bragas y sujetador de encaje blanco. El dios griego de ojos inescrutables y magnífico cuerpo, con nada más que unos calzoncillos negros.  Pero ese día, no. Era sábado, se dio cuenta, sintiendo que su mente se aclaraba mientras el punzante dolor de los recuerdos le rasgaba el pecho. No se preguntaba por qué se sentía tan mal. El día anterior había sido el peor de su vida.

—Estoy bien ya —murmuró—. Puedes dejarme.

Silencio.

—Te he dicho que estoy bien —dijo, levantando la cara y mirándolo.

—No lo pareces —dijo él con brutalidad—. Parece que necesitas atención médica. Te llevaré al hospital y podrán...

—¿Qué? ¿Lavarme el estómago? —parpadeó mientras lo miraba a través del agua y el pelo pegado al rostro. Inmóvil salvo el temblor en las piernas—. Mira, me he tomado un par de pastillas para dormir y, evidentemente, no me han sentado bien. Eso es todo.

—¿Cuántas exactamente?

—Dos —dijo ella—. A lo mejor tres. No estaba muy concentrada, pero no fueron bastantes para una sobredosis, si es eso en lo que estás pensando.

—¿Y qué más tomaste con las pastillas? —su voz era cortante, acusadora.

—Nada. No tomo drogas —Paula luchaba para que la soltara y esa vez lo hizo, pero ni se movió, siguió allí, bloqueándole la salida. Su expresión era incluso más dura, lo que la hizo estremecerse.

Se balanceó para poder apoyarse. Seguía sintiendo las marcas de sus dedos en los brazos y se preguntó si después le saldrían hematomas. Contó hasta diez, después, cuando pudo reunir algo de fuerza, se dió la vuelta y cerró los grifos. En el repentino silencio, pudo escuchar la respiración de él y el trueno de sus propios latidos en los oídos.

—No he tomado nada más —repitió—. Ni drogas ni alcohol. Es sólo una reacción a la pastillas.

Y al implacable estrés de las últimas semanas. Despacio, se dió la vuelta para ponerse cara a él. La miraba como si fuera Ares, dios de la guerra, con su mirada de pedernal y su postura de dispuesto a la batalla.

—Siento que te preocuparas —dijo mientras se apartaba el pelo de la cara y se miraba en el espejo por encima del hombro de él. Cualquier cosa para no mirar aquella enorme extensión de tensa piel masculina cuyo almizclado aroma llenaba el aire—. Agradezco tu ayuda, de verdad, pero estoy bien —todo lo bien que era probable que estuviera en un largo tiempo.

Por un momento pensó que no la creía. Aquellos penetrantes ojos la inspeccionaron despacio, clínicamente. Si hubiera sido capaz de sentir vergüenza, la habría sentido bajo aquella mirada. Pero en ese momento se sentía extrañamente indiferente, todo le daba igual excepto el profundo dolor en su interior. Finalmente, él asintió y salió de la ducha.

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