Giró sobre sus talones y cruzó el salón, recorrió el pasillo y llegó a al puerta exterior. Se quedó de pie en la escalera de piedra al cálido sol del final de la tarde con la respiración tan acelerada como si hubiera corrido dos kilómetros. No podía librarse de la culpa que sentía desde la noche anterior. Desde que había besado a Paula. Desde que casi se había lanzado sobre ella con un ansia más propia de los animales que de las personas civilizadas. Pedro se tragó la amargura de la aversión que reproducía a sí mismo y echó a andar por el sendero a grandes zancadas como si así pudiera huir a su propia culpa. ¡Diablos! Todavía podía ver el disgusto en los ojos de ella. La terrible repugnancia cuando le había dicho exactamente lo que quería de ella. Había tomado su compasión y se la había devuelto convertida en algo sucio. Tan sucio como su propia lujuria. No importaba que su cuerpo se hubiera puesto tan duro como una roca por el deseo y por el esfuerzo de control que había tenido que hacer para no poseerla allí mismo, sin preliminares, en el pasillo. No importaba que su alma anhelara que ella lo reconfortara con la suavidad de sus manos en su piel. Ya había probado ese tacto cada noche en sus turbulentos sueños. Y en sus fantasías cuando estaba despierto. Deseaba hacerlas realidad lo mismo que la tierra desea la lluvia al final del verano.
No importaba que tuviera el sabor de un ángel. Tan milagrosamente dulce, que se había vuelto adicto con un solo beso. O que ella le respondiera tan completamente, con tanta fiereza, que su propia alma gritaba de maravilla y delicia. Su mujer. Ésas eran las locas, las imposibles palabras que le resonaban en la cabeza. Suya. La primitiva y potente necesidad de poseerla seguía ahí. Quería hacerla suya. Deprisa. Reclamarla para sí. Llegó a una verja que coronaba el borde del acantilado que caía sobre la bahía. Sentía el penetrante olor de la sal. El potente rodar de las olas era más rítmico que su propio pulso. Se afanaba por pensar con fría lógica. El fuego de sus venas, el instinto de propiedad... habían nublado su mente. Era un simple y pasajero golpe de lujuria lo que había sufrido. No era más su mujer que él el hombre de sus sueños. Debía toda su lealtad a su hija. No tenía tiempo para nadie más en la vida. Mucho menos para un chica con su propia vida en Australia. Una chica que lloraba a su madre, herida por los conflictos con la familia. Tan apasionada e independiente, que se sentía más vivo sólo con hablar con ella, debatiendo, discutiendo y llegando a un acuerdo que lo que se había sentido en años.
Sacudió la cabeza. Se estaba engañando a sí mismo. Eran extraños reunidos por las circunstancias. Eso era todo, por eso había sido tan brutalmente franco con ella. Describiendo su deseo por ella en términos puramente físicos había conseguido evitar la intimidad y logrado que ella le rehuyera, pero sólo sabía una cosa: él había perdido su propia batalla para mantener el honor. Por eso había provocado deliberadamente que ella se sintiera disgustada con él. Era la única barrera que quedaba entre ellos. Pero incluso después de haberle dado una excusa para que lo odiara, seguía en el filo de la navaja, casi deseando que a ella no le hubiera importado. Que le hubiera permitido el acceso al paraíso llevándolo al dormitorio con ella. Ningún hombre decente seduce a una invitada en su casa. Ningún hombre se aprovecharía de su compasión. Tuvo una erección al recordar cómo la había tenido contra la pared aunque debía de estar agradecido de que ella hubiera tenido el poder del que él carecía y se hubiera apartado de él. A pesar de todo, no conseguía descansar. Su ausencia era peor que el tormento de tenerla cerca.
—No lejos ahora —dijo Jorge con una sonrisa rápida.
Esas palabras fueron como una ducha de agua fría para Paula. Pronto estarían de vuelta en la casa de los Alfonso y tendría que hacer frente a Pedro. Se mordió el labio preguntándose cómo iba a afrontarlo. Cómo iba a poder volver a verlo después de lo ocurrido la noche anterior. Ya sabía lo débil que era. Casi se había abalanzado sobre él, tan impetuosa en su deseo de estar cerca de él. La había besado, tenido entre sus brazos y ella había perdido el control. Se había ofrecido a él, allí, en el pasillo, sin pensarlo. Habían sido sólo sus palabras, golpeando en su mente nublada por el deseo las que le habían hecho recuperar el sentido común. E incluso entonces, incluso cuando la miraba con el desprecio de un hombre que sabía que ella estaba a su disposición, había sido una esfuerzo increíble apartarse de él. A pesar de sus palabras, del daño que le había hecho, lo seguía queriendo. ¿Qué clase de mujer hacía lo que ella?
—¿Thespinis? ¿Está usted bien?
Se volvió hacia Jorge al notar auténtica preocupación en sus ojos. Había sido un agradable compañero todo el día, incluso aunque no hubiera conseguido que le llamara por su nombre. «Al jefe no le gustaría», había dicho. Y eso zanjó el tema, por supuesto. El jefe, claro, tenía lo que quería. Excepto a ella.
—Estoy bien —dijo dibujando una sonrisa—, a lo mejor un poco cansada.
Jorge le dedicó una sonrisa malévola.
—No sé cómo puede ser eso. Después de todo, sólo ha visitado los mercados. Después, el museo arqueológico. Y Knosos y...
—Tú has hecho tu parte —dijo Paula esta vez con una sonrisa real—. Ha sido un día maravilloso. Gracias.
—Ha sido un placer. Siempre que lo desee, sólo tiene que pedirlo y la llevaré donde quiera.
Paula lo miró mientras él se concentraba en una cerrada curva de la carretera. Era realmente bien parecido. Incluso guapo con aquellos enormes y sonrientes ojos. Y eran lo bastante cercanos en edad como para estar relajada en su compañía y disfrutar de sus bromas. Entonces, ¿Por qué no sentía ni una pizca de atracción por él? ¿Por qué aquel bonito rostro le daba igual cuando sólo el recuerdo de Pedro hacía que se le hiciera un nudo en el estómago?
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