Tenía temperamento aquella apasionada mujer. Era una pena que, dadas las circunstancias, no pudiera explorar una relación más personal con ella, así que, finalmente, Pedro asintió. Si se desmayaba y tenía que llevarla de vuelta, lo haría.
—Por supuesto, señorita Chaves, me parece bien.
Cinco minutos después, Paula se sentaba en un banco del parque. Él tenía razón, deberían haberse quedado en casa, no tenía tanta energía como ella pretendía, pero allí, al menos, estaban en un lugar público y el fresco aire de otoño le sentaba bien. La idea de quedarse en la casa, donde la dominante presencia de ese hombre llenaba el aire, era inquietante. No era sólo su tamaño, era el modo en que la hacía sentirse incómoda. La indefinible sensación de autoridad que emanaba de él y le hacía desear alejarse. Lo miró subrepticiamente mientras permanecía de pie a unos pocos metros respondiendo a una llamada de su móvil. Desde el pelo negro como la noche hasta los brillantes zapatos hechos a mano, era el epítome de la riqueza discreta, se dió cuenta en ese momento. Pedro dió la vuelta de pronto y sus miradas se encontraron. Al instante, Paula sintió calor en las mejillas. Aunque no hubiera ninguna expresión en el rostro de él. Su cara podría haber estado hecha de piedra. ¿Por qué se le aceleraba su pulso entonces?
—Mis disculpas, señorita Chaves —dijo mientras cerraba el teléfono y lo guardaba—. Era una llamada que tenía que atender.
Paula asintió mientras se preguntaba por qué se sentía tan incómoda con él sentado a un metro de distancia.
—Me llamo Paula —dijo rápidamente para disimular su nerviosismo—. Lo prefiero a señorita Chaves.
—Como ya sabes, me llamo Pedro —dijo haciendo una inclinación con la cabeza.
—No me has respondido, ¿Quién eres? —su estatura no era la habitual en los griegos que conocía. Sus facciones eran severas, duras, pero sobre todo era guapo.
Era único, destacaría en medio de una multitud. ¿Por qué estaba allí? Su vida y la de su madre, desde que se estableció en Australia, había sido de lo más normal.
—¿Sabes que tu madre tenía una hermana? —preguntó.
—Sí. Mi madre y ella eran gemelas.
—Tu tía tenía una hija, Laura —algo en su tono hizo que ella lo mirara abstraída—. Hace pocos años, Laura y yo nos casamos, lo que hace que tú y yo estemos relacionados.
—Primos políticos —murmuró ella preguntándose por qué encontraba tan desasosegante la expresión de su rostro. Sólo había visto control en aquel hombre y, aun así, algo en la tensión de su mandíbula y la desolación en sus ojos le decía que estaba conteniendo las emociones más fuertes.
—Tu mujer, Laura, ¿Está aquí en Sidney contigo?
—Mi mujer murió en un accidente de coche el año pasado.
En ese momento entendió la expresión de dolor contenido en su rostro. Aún seguía sufriendo.
—Lo siento —murmuró.
Se preguntó cómo se sentiría ella al cabo de un año. Todo el mundo le decía que el dolor se manejaba mejor con el tiempo. Miró al hombre que estaba a su lado. El tiempo no parecía haber mejorado sus heridas.
—Gracias —dijo sin entonación y después de una pausa dijo—. Tenemos una niña, Camila.
Sintió el amor en el tono de su voz. Su expresión se relajó en una sonrisa devastadora. La expresión de granito había desaparecido. En su lugar, para su conmoción, Paula descubrió una cara que era... no simplemente atractiva. Era imponente. La cara que una mujer podría mirar durante horas imaginándose toda clase de cosas maravillosas y sensuales.
—Así que tienes una familia en Grecia —dijo él—. Hay primos segundos. Está la pequeña Camila... Y yo.
¡No! No importaba lo que dijera, Paula nunca sería capaz de pensar en aquel hombre como en un pariente. La idea era demasiado ridícula, demasiado desasosegante.
—Y luego está tu abuelo, Luis Schulz.
—No quiero hablar de él.
—Quieras o no hablar de él, tienes que entender —dijo Pedro.
Paula desvió la mirada hacia el parque para no mirarlo a los ojos.
—Tu abuelo no está bien.
—¿Has venido por eso? —la furia se incrementó constriñéndole el pecho—, ¿Porque el viejo está enfermo y quiere reunir a su familia al final? —negó con la cabeza—. ¿Por qué había de preocuparme por el hombre que rompió el corazón de mi madre con su egoísmo? Has hecho un largo camino para nada, señor Alfonso.
—Pedro —dijo—. Somos familia, al fin y al cabo, aunque sea política.
Paula dejó que el silencio se instalara entre ambos. No confiaba en sí misma para hablar.
—No, no estoy aquí por eso, pero el estado de tu abuelo es grave —hizo una pausa—. Ha tenido un ataque importante, está en el hospital.
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