Por un momento, Pedro volvió a experimentar aquella horrible sensación de déjà vu provocada por su asombroso parecido a Laura. Pero no sintió ninguna simpatía por una estúpida jovencita que no respetaba su propio cuerpo. Tenía todos los sentidos alerta, preparado para enfrentarse a su presa. Como la casa tenía un cierto aire de vacía, pronto tuvo la sensación de que la chica y él eran las únicas personas allí. Pero tenía que asegurarse. Le llevó sólo un par de minutos revisar toda la casa, era muy pequeña. El lugar parecía cómodo y limpio, excepto el salón, con un montón de botellas, vasos y platos de comida sin terminar. Y la cocina, donde alguien había apenas empezado a amontonar los cacharros que había que fregar.
Debía de haber habido una fiesta, decidió, al ver todo aquel jaleo de platos y comida sobrante por toda la encimera, los vasos volcados en la pila... Y ningún rastro de la mujer que había ido a buscar. La mujer que tenía su futuro en sus manos. Pero había una persona que sabía exactamente dónde estaba Alejandra Schulz. Echó a andar en dirección al cuarto de baño y entró para volver a salir inmediatamente. No fue por el espantoso sonido de las arcadas. Ni tampoco ningún sentido de la delicadeza que le hiciera respetar la privacidad. Fue la visión de unas perfectas y redondas nalgas metidas en una falda negra mientras su dueña se inclinaba sobre el inodoro. Y la perfecta longitud de sus piernas dentro de unas transparentes medias negras. Ridículo, se dijo a sí mismo. Ninguna mujer podía estar sexy mientras vomitaba. Ni siquiera una tan bonita como aquélla.
Los ojos de Paula estaban llenos de lágrimas mientras intentaba respirar a través de su maltrecha y dolorida garganta. Le sabía la boca asquerosa y temblaba tanto, que apenas podía mantenerse de pie. Las náuseas iban desapareciendo, pero la piel entera le escocía como reacción. Y parecía como si alguien le hubiera envuelto la cabeza con una cinta y la estuviera apretando hasta el punto de que le dolía la sensación del paso de su propia sangre.
—Tome.
Abrió los ojos y vió una toallita húmeda delante de ella. Una mano de hombre la sostenía. Una grande y cuadrada mano con largos dedos. De piel bronceada. Un atisbo de vello negro. La manga de una chaqueta de delicado tejido. Un atisbo de un puño blanco como la nieve. La comedida elegancia de un gemelo de oro. Sophie lo miró, pero no tuvo la fuerza necesaria para levantarse.
—No puedo —musitó.
Estaba tan débil que toda su fuerza se iba en mantenerse de pie. Oyó algo tras ella. Parecían palabrotas, por su sonido, pero en un griego incomprensible. Y entonces un brazo como de acero caliente rodeó su cintura y la levantó hasta apoyarla contra la solidez de un cuerpo. Su intenso calor era como si tuviera un horno en la espalda. Pero ni siquiera eso podía mitigar el frío que sentía. Le pasó la bendita toalla por la frente, las mejillas, la boca y la barbilla y, en silencio, dio las gracias a aquel hombre, fuera quien fuera. Se le ocurrió mirarlo a la cara. Era un completo extraño. Ninguna mujer olvidaría a un hombre como ése, tan duro, arrogante y sexy. Volvió a apoyar la cabeza en su pecho. Bostezó tan fuerte, que le sonó la mandíbula. En cuanto la soltara, volvería a la cama, pensó aburrida, pero entonces, la agarró de los hombros, haciendo que se estremeciera al sentir que los dedos se le clavaban en la piel, y la zarandeó.
—¿Qué has tomado? —su voz era profunda con algo de acento y Paula sintió un poco de preocupación por el tono—. ¡Dime!
A duras penas se dió cuenta de que estaba hablando con ella.
—¿Que te diga qué? —su cabeza salía a duras penas de la niebla. Las náuseas se iban pasando, pero todo seguía siendo muy vago.
Sólo la férrea sujeción de su hombro y la forma en que la sujetaba de la cintura, la mantenían anclada a la realidad. Sintió la boca de él en la oreja, su respiración en la piel.
—¿Qué has tomado? —su voz era lenta y paciente, pero cortante como una cuchilla—. ¿Drogas? ¿Pastillas?
Pastillas. Eso era cierto. Se había tomado dos pastillas. ¿O habían sido tres? Estaba segura de que habían dicho que sólo dos.
—Pastillas —dijo ella asintiendo—. Pastillas para dormir.
Otro estallido de juramentos. Aquel tipo realmente tenía un problema con su temperamento. Se revolvió entre los brazos intentando liberarse. De pronto se sintió más amenazada que protegida por su fuerza.
—¿Puedes sostenerte sola? —preguntó.
—Claro —pero cuando la soltó, Sophie tuvo que agarrarse al lavabo para no caerse.
Sintió que él se alejaba un poco y el alivio le llenó el cuerpo. La había ayudado cuando necesitaba asistencia, pero era un completo extraño. En cuanto pudiera reunir fuerzas, haría que se fuera. Se agarró con más fuerza al lavabo mientras intentaba enderezarse más. ¿Estaba corriendo el agua? Se dió la vuelta y deseó no haberlo hecho cuando el mareo casi la hizo caer. Era difícil mantenerse de pie, incluso apoyada en el mueble de baño. Eras las manos de él agarrándola de la ropa lo que le provocaba estupor. El roce de sus nudillos mientras le desabotonaba la blusa. Intentó agarrarlo de las manos, pero era demasiado diestro. La blusa colgaba desabrochada mientras se disponía a quitarle la falda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario