martes, 3 de diciembre de 2019

A Su Merced: Capítulo 1

Pedro apagó el contacto del motor y miró la casa por la que había cruzado medio mundo. Un búngalo de ladrillo rojo a las afueras de Sídney. Era sencilla y sólida y con cierto aire de abandono. El correo basura rebosaba del buzón y el césped estaba demasiado alto. Frunció el ceño al abrir la puerta del coche para salir y estirar los agarrotados músculos de su alto cuerpo. A pesar del correo sin recoger, supo que ella estaba en casa. O lo había estado treinta horas antes, antes de que él hubiera salido de Atenas. Rechazó la posibilidad de considerar que ella no estuviera en casa. Tenía demasiado interés como para considerar el fracaso. Apretó los puños y se estiró tratando de desentumecer los hombros. Había volado en primera, como siempre, pero había sido incapaz de dormir. La tensión que acumulaba desde hacía tiempo, había llegado a su punto crítico. No había dormido en tres días y apenas había comido. No podría dormir hasta que no obtuviera lo que necesitaba de aquella mujer.

Le llevó veinte segundos cruzar la tranquila calle, abrir la cancela y recorrer el camino de cemento que llevaba a la entrada principal. Hizo sonar el timbre y miró a través del diminuto patio las telarañas que colgaban de las esquinas de la ventana delantera. Era un ama de llaves dejada, pensó torciendo los labios. ¿Por qué no le sorprendía? Volvió a pulsar el timbre, manteniendo su dedo en él un poco más que antes. No estaba de humor para que lo ignoraran. Especialmente aquella mujer. La impaciencia comenzó a crecer dentro de él. Ya había sufrido demasiado su falta de atención. Se iba a enterar de con quién estaba tratando. Recorrió el patio y echó un vistazo al otro lado de la casa. Estaba bastante seguro de que una de las ventanas estaba abierta de par en par. Sólo el mosquitero le separaba del interior de la casa, pero no estaba dispuesto a entrar de forma ilegal. A menos que tuviera que hacerlo. Volvió a la puerta principal, tocó el timbre de nuevo y se quedó de pie. El repiqueteo resonaba en el interior de la casa. ¡Bien! Eso haría que ella tuviera que moverse. No soportaría ese ruido mucho tiempo, sin embargo, pasaron bastantes minutos antes de que se escuchara un portazo en el interior y algo más antes de que alguien buscara a tientas el picaporte de la puerta.

La expectación lo mantenía en tensión. Una vez que estuvieran cara a cara, ella haría lo que él quisiera, no tendría elección. La engatusaría si tenía que hacerlo, aunque considerando su comportamiento, se sentía tentado de saltarse las sutilezas e ir directamente al grano. Respiró hondo y convocó a su formidable autocontrol. Lo necesitaría para aquella conversación.  La puerta se abrió y apareció una mujer. Evidentemente no la que había ido a ver, pero... ¡Sto Diavolo! Se quedó helado, sintiendo cómo su compostura se venía abajo al ver a la luz del sol aquellas facciones. El corazón le golpeó contra el pecho y el sudor inundó su frente. Sintió una punzada en el cuello como si hubiera visto un fantasma. La chica tenía la misma estructura ósea. Los mismos grandes ojos, elegante nariz y cuello delgado. Durante un instante, dos, quedó atrapado por la ilusión. Después, con una respiración profunda, el sentido común volvió a ocupar su lugar. Aquella mujer era de carne y hueso, no un espectro del pasado. Pudo ver las sutiles diferencias en su rostro. Sus ojos eran de un color dorado miel, no negros. La boca era un arco perfecto, con unos labios más llenos que lo habían sido los de Laura. Reparó en el oscuro pelo con destellos castaños recogido en un moño. Las arrugas de sus mejillas demostraban que estaba acostada. La arrugada blusa y la falda oscura parecían indicar que había salido directamente del trabajo a una fiesta de fin de semana. Reparó en la palidez y las ojeras y se preguntó si serían provocadas por drogas ilegales o simplemente por el viejo y pasado de moda alcohol. ¿Importaba? Su simple visión lo alteraba, traía demasiados recuerdos. Pero no tenía mucho tiempo para dedicar a sus pensamientos, así que iría al grano con la mujer tras la que había corrido por medio mundo.

—Estoy buscando a Alejandra Schulz—dijo.

Ella lo miró parpadeando ostensiblemente.

Pedro frunció el ceño preguntándose si no le habría entendido.

—¿A quien? —preguntó en su propio idioma.

Ella entornó los ojos y él reparó en sus pálidos nudillos agarrados al dintel de la puerta.

—He venido a ver a Alejandra Schulz—dijo de modo deliberadamente lento y preciso—, por favor, dígale que tiene una visita.

Ella abrió los labios, pero no dijo nada. Hizo un gesto como para hablar, pero luego, rápidamente, cerró la boca y tragó con dificultad. Tenía los ojos casi desorbitados.

—¡Oh! ¡Dios! —se oyó un murmullo ronco, apenas audible a pesar de la proximidad. Y un instante después, se había marchado tambaleándose por el pasillo dejando a Pedro de pie mirándola a través de la puerta abierta.

No dudó: un segundo después estaba dentro del diminuto recibidor y buscando a tientas la puerta para cerrarla tras de sí. La joven desapareció dentro de una habitación al fondo de la casa. Los hombros encogidos y una mano cubriéndole la boca explicaban todo. Se había extralimitado la noche anterior y estaba pagando las consecuencias.

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