Paula jadeaba mientras recorría el camino que llevaba a la casa. El paseo había sido largo y cansado, pero no le había dado la paz que buscaba. Seguía reproduciendo en la cabeza la escena de Phaestos. Lo cerca que había estado de convertirse en una idiota. Tropezó al recordar las palabras de Pedro, su vehemencia cuando había afirmado que nunca intentaría reemplazar a Laura. En otras palabras: no quería otra mujer en su vida, no la quería a ella. Había sido categórico al afirmar que ella no le recordaba a Laura, y eso lo creía. La expresión de horror de su rostro había sido indudable. Había dicho que su matrimonio no había sido por amor, pero al segundo había afirmado que nadie podría reemplazar a su esposa. Parecía que había mucho más de lo que había dicho. Le dolía el corazón al afrontar el hecho de que no tenía ningún derecho a exigirle nada a Pedro.
Pero Pedro era un hombre difícil de ignorar, y esas persistentes ensoñaciones de ella entre sus brazos seguían apareciendo por mucho que intentara evitarlas. Era un buen padre, pasaba gran parte del día con Camila. Por lo que sabía Paula, pasaba el día en la finca atendiendo los asuntos urgentes de sus negocios a través del teléfono o del correo electrónico. Lo que hacía que fuera difícil evitarlo. Con cada fría mirada y sonrisa formal que le dedicaba, Pedro le dejaba claro que ni quería ni necesitaba su comprensión o su compañía. Que estaba allí por una sola cosa, su preciosa médula que, si todo iba bien, podría donar a su hija. Parpadeó para contener las lágrimas que siempre tenía a punto en esos días. Se sentía vulnerable. El tiempo que pasaba con Camila era especial, lo mismo que la tenue pero real relación que se estaba entablando entre ambas. Era una pequeña adorable, llena de valor y con un sentido del humor que ella envidiaba.
Cada día que pasaba tenía que enfrentarse con más fuerza con los sentimientos que Pedro despertaba en ella. Por un lado, deseaba volver a Sidney, pero por otro le daba miedo; además estaba el sentimiento de compañerismo que experimentaba al ver el dolor que se ocultaba tras aquella máscara de hierro, pero había más: una creciente ternura cada vez que lo veía luchar contra sus demonios interiores y poner su energía en la niña. Verlos juntos, uno tan grande y capaz y la otra tan frágil, le enternecía el corazón. Todos sus sentidos se ponían en alerta cuando él se acercaba. La profundidad de su voz la hacía emocionarse. Y, a pesar del rechazo por parte de él, ella haría cualquier cosa por aliviar la expresión de sufrimiento que mostraba su rostro. Suspiró y tomó el camino de la casa. No entendía lo que él sentía por Laura, pero era evidente que aún sufría por ella. Qué tonta era al quererlo ayudar en algo que sólo el tiempo curaría. ¡Cómo si hubiera algún remedio secreto para el dolor! Su propia sensación de pérdida era algo tangible, profundo, doloroso con lo que se levantaba cada mañana. Y eso que en la casa de los Alfonso había paz y algo que hacer cada día. Sacudió la cabeza. La situación estaba llena de emociones y necesidades que apenas comprendía. Todo lo que sabía era que se quedaría el tiempo que la necesitaran. Empezaba a oscurecer cuando entró en la casa, pero aún faltaba para la cena. No se encontró con nadie al cruzar el piso de abajo para llegar a las escaleras. Algo hizo que se detuviera, un ruido amortiguado que no podía identificar. Venía del otro ala, donde estaban las habitaciones de Pedro y Camila. Dudó un momento. A lo mejor, si Camila ya se había acostado, estaba teniendo una pesadilla. No se volvió a repetir el ruido, sólo silencio mientras se detenía delante de la puerta de la niña.
Paula permaneció en la puerta, una mano en al marco, mientras contemplaba el pecho de Camila subir y bajar. En la boca una diminuta sonrisa y sujeto con uno de los brazos un oso de peluche. Sintió un potente instinto de protección que la hizo quedarse allí quieta. Fue por eso por lo que tardó en darse cuenta de que no estaba sola. Un ligero movimiento atrajo su atención, giró la cabeza y vió a Pedro en una silla detrás de la puerta. Tenía los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. No hacía ningún sonido. No se movía. Y con aquella luz tan tenue, podría haber jurado que ni siquiera respiraba. Estaba quieto, pero no en paz. Había desesperación en cada línea de aquella silueta. En los dedos, en la caída de los hombros, en la inclinación del cuello. Parecía un hombre derrotado. Un hombre que ha perdido toda esperanza. No tenía nada que ver con el Pedro Alfonso que ella conocía. Y no podía soportarlo. Con suavidad, dio un paso en dirección a él, y otro. Después de un momento de duda, le apoyó la mano en el hombro. Su rigidez confirmaba lo que había creído. Estaba cerca de que saltara la cuerda. Alzó la cabeza al sentir que ella lo tocaba, la miró fijamente a los ojos con una intensidad que hizo que se le formara un nudo en la garganta. Había un dolor tan intenso en su expresión... Deslizó la mano desde el hombro a los tensos músculos del cuello. El calor de su piel resultaba tan íntimo... Paula abrió la boca para decir algo, pero él le puso un dedo en los labios. Miró a Camila por encima de él, seguía durmiendo. En ese momento, él se movió, puso la mano sobre la de ella y la atrajo a su lado mientras se levantaba. Sus duras manos envolvía las de ella. La sacó de la habitación, al oscuro pasillo. No se detuvo hasta que llegaron a la curva del corredor que llevaba a la habitación de Paula. Entonces Pedro se paró en seco y se quedó mirándola fijamente en silencio. Sus ojos brillaban, pero ella no era capaz de interpretar su expresión.
—¿Estás bien? —preguntó ella antes de pensarlo dos veces—. ¿Puedo hacer algo por tí? —dijo, dando un paso más cerca de él, alzando la barbilla para tratar de entender su gesto.
No sirvió de nada. Hasta los ojos estaban sin expresión. Era como mirar unas bolas de obsidiana, tenían la misma emoción. ¿Qué podía hacer? ¿Ayudaría un café o una copa a un hombre que mira cómo su hija lucha por la vida?
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