jueves, 26 de diciembre de 2019

A Su Merced: Capítulo 28

—¿Paula? —Pedro la miró fijamente—. Se supone que sólo puede entrar una visita cada vez, pero entraré contigo.

—¡No! —dijo negando con la cabeza—. No, está bien. Prefiero verlo sola.

No podía ni imaginarse tener que hacer frente a los dos a la vez. Además, aquel encuentro era demasiado privado, demasiado personal como para compartirlo.

—Será más fácil si estoy yo —insistió él—. El ataque... tiene afectada el habla.

Paula asintió.

—Te olvidas de que soy logopeda. Estoy acostumbrada a trabajar con gente que tiene problemas en el habla y —siguió antes de que él pudiera decir nada—, dado que hablará despacio, entenderé el griego.

—No te hará falta. Habla inglés.

Eso le sorprendió. Se lo había imaginado como un patriarca pasado de moda que nunca habría aprendido otro idioma distinto del suyo.

—Kyrie Schulz la recibirá ahora —dijo una enfermera que salía de una habitación al lado de donde estaban. Tenía los ojos fijos en Pedro, ni siquiera miró a Paula.

—Gracias —dijo Paula dirigiéndose a la habitación.

—Paula... —sonó como si Pedro quisiera decirle algo más.

—Hasta luego —dijo antes de que pudiera seguir y desapareció en la habitación.

Inmediatamente el olor de flores le llenó la nariz. Durante un momento horrible, el recuerdo de su madre en el hospital la inundó. Sintió náuseas. Se le erizó la piel, tragó y tuvo que agarrarse al marco de la puerta, pero parpadeó y el deja vu cesó. Las similitudes entre esa habitación y la espartana sala de su madre eran casi nulas. Todo estaba lleno de un lujo que la familia Chaves nunca se habría podido permitir, pero a pesar de todo no era más que una habitación de hospital. A pesar de su poder, Luis Schulz no era más que un enfermo indefenso como lo había sido su madre. Notó el completo silencio mientras intentaba controlar su respiración. Una cortina ocultaba la cabecera de la cama. ¿Estaba siquiera despierto? No se movía nada, no hacía ningún ruido, pero la enfermera había dicho que podía pasar. Debía de estar acostado, esperándola. A lo mejor adivinando que estaba demasiado nerviosa. Paula levantó la barbilla y apretó los puños. Si Luis Schulz podía soportar verla, no le iba a negar la oportunidad de hacerlo. Lentamente se acercó a la cama. Se sentía ridícula por estar tan nerviosa. ¡No tenía nada de lo que avergonzarse! Las sábanas permitían adivinar un cuerpo grande. Una mano grande y nudosa yacía encima del cobertor. Sintió calor en la piel al imaginarse cómo sería el dueño de una mano así, fuerte, capaz. Seguramente sentirse incapacitado sería un infierno. Se acercó más y entonces lo vió. Luis Schulz, el padre de su madre. Patriarca de la familia Schulz. El hombre que había repudiado a su hija. Unos brillantes ojos oscuros se encontraron con los suyos y puso sentir la fuerza de su poder, la energía. Las cejas pesadas componían un gesto fiero. La nariz era prominente, exactamente como la esperaba en una tirano. Por suerte ella no había heredado aquella nariz, pensó. Un movimiento atrajo su atención. Un gesto torpe proveniente de la mano de la sábana. Oyó el silbido de la dificultosa respiración y reconoció el sonido de la frustración en estado puro. Un hombre tan orgulloso no debía soportar verse así. Paula lo miró a la cara. Esa vez no vió el poder, sino la fragilidad. Tenía las mejillas hundidas, el cráneo prominente bajo la piel. La boca torcida en un mueca.

—Vienes a... regocijarte —su voz era apenas inteligible. Tuvo que inclinarse para poder oírlo.

—No —dijo ella mirándolo a los ojos, parecían lo único aún con vida.

—Vienes... por mi... dinero —murmuró.

—¡No! —dijo sintiendo que la rabia empezaba a vencer a la compasión. Lo miró fijamente—. Tenía curiosidad —dijo finalmente cuando pudo controlar la voz.

—Más cerca —susurró—. Acércate más.

Paula dió un paso en dirección a la cabecera de la cama y miró a su abuelo enterrado entre la montaña de almohadas. De cerca sus ojos eran febriles. Tardó un momento en darse cuenta de qué hacía tan brillantes los ojos: lágrimas. Debió de notar el estupor en su cara, porque parpadeó y torció la cabeza. Lo miró y se preguntó si sería emoción auténtica o un efecto del ataque.

—Te pareces a... ella —luchaba para encontrar las palabras.

El silencio se instaló entre ellos golpeándola como un arma. Se sentía insensible. No, insensible, no. Sentía todo: miedo, resentimiento, desprecio, dolor. Y algo más, una generosa conexión que no podía explicar.

—Te pareces a... Alejandra.

Se le quedó la respiración en la garganta al escuchar esas palabras. Volvió a mirarla con los ojos más fieros que antes, pero parecía simplemente una máscara para ocultar sus sentimientos.

A Su Merced: Capítulo 27

Pedro permaneció de pie intentando controlar sus emociones. Su madre había sacado a la luz cosas que él creía enterradas. ¿Qué le estaba pasando? Siempre mantenía el control. Así funcionaba él. Odiaba aquellos sentimientos desasosegantes. Casi tanto como odiaba aquel juego de esperas, esperar a ver si Camila vivía o moría. Cuadró los hombros disgustado consigo mismo. No era momento para la debilidad. Vió a su madre entrar en la habitación. Se fue a ver si estaba el médico. De momento el equipo había sido cautamente optimista, pero evasivos respecto a su recuperación a largo plazo. Aquello lo volvía loco, necesitaba algo más concreto. Había echado a andar por el pasillo cuando oyó abrirse la puerta tras él. Escuchó un murmullo de voces y después pasos. Era Paula. Se detuvo.

Paula esquivó la mirada de él mientras se quitaba la mascarilla. Sólo fueron unos segundos. Deseó que fuera más tiempo, ansiosa por retrasar la inevitable conversación. Era una cobarde, lo sabía. Sobre todo cuando Pedro Alfonso estaba allí, tan imponente como un ídolo de roca. Se preguntó en qué estaría pensando él. Estaba furiosa por el modo en que la había tratado, pero, por desgracia, su deseo era más fuerte que nada. Y era peor en ese momento. Esa vez estaban solos. Ni Camila, ni médicos, ni parientes ni nadie que pudiera atenuar la tensión. Un tenso anhelo que vibraba entre ambos. Hacía que sus movimientos fueran torpes, descoordinados. Necesitaba concentrarse en otra cosa.

—Hola, Paula.

Su voz era tan profunda como siempre.

—Pedro —dijo inclinando ligeramente la cabeza—. Camila parece un poco más animada esta tarde —dijo—. Se ha estado riendo y hay algo de color en sus mejillas.

Asintió sin dejar de mirarla.

—Voy a enterarme de qué tal han salido los últimos análisis —dijo él.

Deseó que la invitara a acompañarlo para estar a su lado cuando recibiera las noticias. Qué estupidez. Él no quería su ayuda, su compasión. Había dejado claro que sólo necesitaba utilizar su cuerpo una noche. Y ella seguía como una idiota sintiendo compasión al verlo allí solo. Se había preguntado noche tras noche, despierta en la cama, si ésa era la única razón para permanecer en Creta. No la pequeña Camila, sino que Pedro necesitaba a alguien a su lado. La necesitaba a ella. Sacudió la cabeza. ¿Cómo podía resultar tan patética?

—Paula. Tenemos que hablar. Yo...

—Me preguntaba si podrías ayudarme —interrumpió. Cualquier cosa para que no siguiera. No quería escuchar nada que tuviera que decirle—. Tengo que encontrar otra de las zonas privadas del hospital —dijo rápidamente—. Y tengo que convencer al equipo de enfermería de que me deje...

—Tu abuelo —no era una pregunta.

—Sí.

—Tú has decidido verlo —la miró con aquellos oscuros ojos atravesando sus defensas.

—Me parece apropiado —dijo encogiéndose de hombros.

La información que Pedro le había dado sobre el anciano y saber que estaba en el hospital había alterado sus visitas diarias. Saber que pasaba tan cerca del tirano que había condicionado la vida de su madre había hecho que gradualmente, de forma imperceptible, apareciera la culpa. Había empezado a pensar que la vida era más importante que los viejos pleitos. Una incómoda sospecha había empezado a tomar forma dentro de ella. A pesar de que su opinión sobre Luis Schulz era acertada, la vida era demasiado valiosa para malgastarla con pleitos heredados ¿Se estaría ella convirtiendo en alguien tan cruel como él lo había sido con su madre? No intentaba perdonarlo por lo que había hecho, pero podía ser algo más compasiva de lo que él había sido. A lo mejor no quería que lo visitara. Tampoco sería una sorpresa. Pero, si quería, entonces se tragaría su resentimiento y lo vería.

—¿Paula?

Levantó la vista preguntándose si se había perdido algo que Pedro hubiera dicho.

—¿Estás preparada? —murmuró él—. Puedo enseñarte el camino. Yo mismo he ido a verlo.

Por supuesto. Había olvidado que era el abuelo de su esposa.

—Sí. Gracias —no iba a admitir que nunca estaría preparada para enfrentarse al anciano, pero siguió los pasos de Pedro.

Se alegraba de su compañía. Después de estar evitándolo tanto tiempo, de tratar de no pensar en él, se sentía mejor simplemente con tenerlo a su lado al ir a enfrentarse con el hombre al que había odiado la mayor parte de su vida. Miró a Pedro subrepticiamente. Tan distante, tan impenetrable. Miraba hacia delante y parecía tan fuerte... Tenía la certeza de que era una fuerza diferente a la de su abuelo. No manipulaba a la gente más débil que él. Costas era un hombre que se permitía la ternura con quienes amaba: su hija y su madre. Durante un doloroso instante deseó formar parte de ese grupo de personas amadas, pero eso nunca ocurriría. Incluso en ese momento, mientras bajaban a otra planta, los dos estaban esencialmente solos, metidos en su mundo particular. Giraron en una curva del pasillo y se detuvieron delante de un puesto de enfermería. Paula luchaba por mantener la tranquilidad mientras se daba cuenta de que estaban allí, al lado de Luis Schulz. No podía enfrentarse al anciano con la cabeza puesta en Pedro. Necesitaba todo el ingenio y autoestima que había aprendido de su madre. Cuadró los hombros mientras escuchaba sólo a medias la conversación entre Pedro y la enfermera. Sabía que mirar de frente a aquel anciano enfermo pondría a prueba sus límites. Pero le debía a su madre mostrarse calmada. Mostrarle que la hija de su madre era una mujer a considerar, de la que no se podía prescindir como si no mereciera la pena. No le importaba lo que él pensara, aunque en su fuero interno sabía que algo sí.

A Su Merced: Capítulo 26

Pedro miró a través de la pared de cristales y sintió un nudo en el pecho del tamaño de un balón de fútbol. Tragó con dificultad y trató de contener la emoción. Se había enfrentado al trauma del trasplante y los difíciles días que lo habían seguido sin poder hacer otra cosa que acompañar a Camila. Había hecho todo lo necesario. Mantenido las emociones a raya. Y se había quedado admirado ante la determinación de la niña. Tan increíblemente frágil, pero con el corazón de un león.

Durante las largas semanas que había pasado desde el trasplante había tenido que hacerse cargo de todo: delegando el control de su imperio empresarial, parando las intrusiones de la prensa, respondiendo interminables preguntas de amigos y parientes, haciendo lo que había que hacer. ¿Por qué ver a su hija de pronto le impactaba tanto? Se apoyó en la pared respirando con dificultad. Le sudaban las palmas de las manos y le temblaban los brazos. El amargo sabor del miedo le llenaba la boca.

Todavía nadie sabía si el trasplante salvaría a Camila. Levantó la cabeza y miró al interior de la habitación donde estaba su hija. Estaba apoyada en una montaña de almohadas. Miró a un enorme libro de dibujos y dijo algo que Pedro no pudo oír. Debía de haber sido una broma porque incluso a través del cristal pudo oír la risa de la mujer que estaba su lado. Paula. No podía ver su sonrisa porque la cubría una mascarilla, pero sí podía ver la delicia que brillaba en sus ojos. El dolor en su interior aumentó. Se le aceleró el pulso como le pasaba siempre que ella estaba cerca. Paula y Camila. Camila y Paula. Sacudió la cabeza como si así pudiera aclarar el torbellino de emociones que lo bombardeaba. Las había visto juntas antes. Paula visitaba todos los días a Camila y ésta lo quería, así que era una de las pocas personas que tenía permitida la entrada, pero intentaba no coincidir con él en el hospital. No se lo podía reprochar. No habían vuelto a verse a solas desde la tarde que se había enfrentado a ella tras un ataque de celos. Después de aquello, estaba maravillado de que no se hubiera marchado. Técnicamente no había nada que la retuviera en Grecia, pero se había quedado. Por Camila, estaba claro que no había sido para estar cerca de él.

—¿Pedro? —se dió la vuelta y vió a su madre, que casi corría por el pasillo en su dirección—. ¿Ha pasado algo? Pareces tan...

—No ha pasado nada —aseguró y se apoyó en la pared de cristal—. No hay cambios. Parece evolucionar razonablemente bien.

—¿Entonces qué va mal? —dijo mientras él la abrazaba y le daba un par de besos.

—Nada —mintió.

Su madre miró a Camila y sonrió.

—Es bonito verlas juntas... tienen un lazo real. A primera vista la chica es tan parecida a Laura... Pero las diferencias más allá de la superficie son enormes.

—No sigamos por ahí —murmuró él.

Siguió mirando a Paula a través del cristal. Deseó poder interpretar su expresión.

—Esconder la verdad no hará que desaparezca —dijo su madre.

—Créeme. No me escondo de nada.

—¿De verdad? Tuerces el gesto cada vez que ves a Paula. E interrumpes cualquier conversación sobre Laura.

—No es ni el momento ni el lugar.

—¿Entonces cuándo es? Has evitado hablar de Laura desde el día del accidente.

—No hay nada de que hablar. Pero no te preocupes, soy consciente de las diferencias entre Paula y su prima —su cuerpo respondía vigorosamente ante esas diferencias—. Paula no es una maldita heredera y no ha sido educada para ser superficial y egoísta.

—¡Pedro! No me refiero a eso. Y no es justo que seas tan severo, no después de cómo defendiste a Laura. Hiciste todo lo que un marido podía hacer para apoyarla. Mucho más de lo que hubiera hecho la mayoría de los hombres.

¿Y qué había conseguido? A pesar de su vigilancia, su paciencia, no había podido salvarla de sí misma. A lo mejor si la hubiera querido de verdad...

—Tuvo una grave depresión posparto —siguió su madre—. No es culpa de nadie que su estado se degradara tan deprisa.

—No estoy de acuerdo —respondió él—. Mi esposa eligió no seguir los consejos médicos y rehuir a su familia. Si no hubiera bebido, no habría perdido el control y no habría tenido el accidente con el coche.

Si hubiera estado con ella aquella noche. Podría no haber dado importancia a la fiebre de Camila y haberla dejado con la niñera. Habría podido posponer la última conferencia con Singapur. Habría podido...

—No fue culpa de nadie, hijo. No fue culpa tuya —escuchó las palabras de su madre como en la distancia—. Y la enfermedad de Camila tampoco es culpa de nadie. No te culpes, Pedro. Necesitas tiempo para cerrar las heridas, para aprender a volver a confiar.

Se preguntó qué pensaría su madre si supiera cuánto deseaba su cuerpo confiar en Paula Chaves. Cómo controlaba sus sueños. Lo increíblemente fuerte que era la conexión que sentía con ella, pero había aprendido bien la lección. Confianza y compañerismo eran ilusiones. Sabía que no debía caer en sus falsas promesas. Tras su matrimonio, lo último que necesitaba era una nueva relación. Y menos con otra Schulz. Su madre se alejó y comenzó el ritual del lavado de manos y la mascarilla para poder visitar a Camila.

A Su Merced: Capítulo 25

Casualmente se encontró con ella; salía de uno de los aseos del piso de abajo. Iba ligeramente encorvada y sus ojos esquivaron la mirada de él. La boca era una delgada línea de sufrimiento en medio de la palidez del rostro.

—Paula... —buscó su mano, pero ella la apartó dando un paso atrás y apoyándose en la pared.

Con un nudo en el estómago, Pedro dejó caer la mano.

—¿Qué quieres? —dijo ella en tono airado.

—Quiero disculparme —dijo en tono áspero—, estaba enfadado con mi chófer, no contigo, debería haberse mantenido en contacto conmigo. En el futuro sólo tienes que pedirlo y te llevaré a donde quieras.

Silencio.

—Siento si has pensado que yo estaba sugiriendo que...

—¿Qué? ¿Que soy una fulana?

Se encontró con la mirada de ella y lo que vio allí, una mezcla de angustia y furia, se le grabó en la conciencia. Paula siguió hablando deprisa antes de que pudiera responder:

—¿Que porque decidí no acostarme contigo anoche tengo que buscar algo dediversión con otro? —su voz era un abrasador y agonizante susurro—. ¿Qué te crees que soy? ¿Una perra caliente?

—Paula, yo...

—Mantente alejado de mí —dijo golpeando la mano que él ni siquiera se habíadado cuenta de que le había tendido.

Había lágrimas en sus ojos y le temblaba el labio inferior. Pedro sentía un profundo dolor al notar la incomodidad de ella. Lo había causado él. No deseaba otra cosa que besarla para consolarla.

—Te he dicho que te alejes —susurró cuando él redujo la distancia que los separaba y apoyaba la mano en la pared al lado de ella.

Respiró hondo y luchó contra el deseo de acercarse más y abrazarla.

—El problema es, Paula, que no puedo mantenerme alejado de tí. Ya no — volvió a respirar con fuerza—. ¿No lo entiendes? —la miró a los ojos y supo que estaba perdido—. ¿Por qué te crees que estaba tan furioso con Jorge?

—Porque pensaste que yo estaba seduciéndolo —dijo ella llanamente.

Pedro negó con la cabeza. Ella cambió de postura y miró por encima de los hombros de él.

—Tengo que irme y...

—¿Por qué, Paula? —preguntó en tono perentorio.

Despacio, como si tuviera que luchar con cada músculo de su cuerpo, alzó la mirada hacia él. Parecía increíblemente cansada.

—Porque no quieres perderme de vista —murmuró despacio, después miró al infinito.

Pedro asintió. Tenía las dos manos apoyadas firmemente en la pared, eso le ayudaba a no tomar su rostro entre las manos.

—Y ¿por qué ocurre eso? —susurró él mirándola morderse el labio inferior.

—Porque soy la única persona que quizá puede ayudar a Camila —dijo finalmente con un hilo de voz rehuyendo su mirada.

—Error.

Paula alzó la mirada tras escuchar esa única palabra. La conexión entre ellos fue como una descarga eléctrica.

—Es porque estoy celoso —admitió desnudando su alma—. Tengo celos de cualquiera que te tenga cuando yo no puedo.

Paula abrió los ojos de par en par y él deseó más que nada en el mundo tomar aquellos exuberantes labios entre los suyos. El cuerpo entero tembló de deseo contenido.

—¿Entiendes, Paula? —su voz era salvaje—. Tengo celos de mi chófer porque ha pasado todo el día contigo. No he pensado ni un segundo que tú pudieras seducirlo —hizo una pausa para reunir valor—. Lo que quiero es que me seduzcas a mí.

El desnudo reconocimiento quedó reverberando en el aire entre ambos. Nunca había estado tan desesperado por que una mujer lo tocara. Y más aún, porque le comprendiera. Apreció cómo el color volvía al rostro de ella. Y sintió un calor en su bajo vientre en respuesta. Paula tenía los ojos tan abiertos, tan claros, que sintió que podía perderse en lo que prometían. Sintió el aroma de ella, excitante, prometedor, seductor. Escuchó su ligera respiración, corta y rápida. Casi podía saborear su lengua. Desde la noche anterior había deseado ese sabor con locura. Sólo tenía que levantar una mano, agarrar su cara, reducir la distancia entre ellos y después...

—Kyrie Alfonso —la suave voz del ama de llaves rompió el silencio.

Volvió a la realidad. Hasta ese momento, se había comportado como si nada más existiera. Sólo estaba aquel espacio que compartía con Paula. Parpadeó y se irguió. Se dió la vuelta. El ama de llaves estaba de pie al fondo del pasillo, cerca de la puerta del servicio. Llevaba un teléfono inalámbrico en la mano y tenía los ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Desvió la mirada rápidamente. En todos lo años que llevaba trabajando en esa casa nunca había visto a otra mujer que no fuera Fotini. Incluso antes de la boda nunca había tenido la costumbre de seducir a las invitadas.

—Llaman del hospital —explicó.

Pedro sintió un nudo en la garganta. El momento de la verdad había llegado. El temor le atenazó el pecho hasta un punto que casi no podía respirar. Sintió los ojos de Paula puestos en él y cuadró los hombros. Había hecho todo lo que había podido, ya sólo le quedaba soportar lo que fuera. Echó a andar, agarró el teléfono, dio las gracias en un susurro, se dió la vuelta y se encontró con la mirada de ella al otro extremo del pasillo.

—Pedro Alfonso al habla —dijo de forma automática cambiando al griego.

—Tenemos los resultados, señor —reconoció la voz del médico de Camila—. Nos gustaría que trajera a su hija lo antes posible para el tratamiento. Creemos que la donante es compatible, seguiremos adelante con el trasplante.

jueves, 19 de diciembre de 2019

A Su Merced: Capítulo 24

Afortunadamente Jorge eligió ese momento para obsequiarle con otra de sus historias, distrayéndola de los pensamientos que quería evitar. Al rato se estaba riendo tanto, que ni siquiera se dió cuenta de que habían atravesado las puertas de seguridad de la finca. Fue sólo cuando tomaron una curva de la carretera privada y apareció la casa cuando fue consciente de que habían llegado. Y de que Pedro la estaba esperando. De pie, con los brazos en jarras en la cima de la escalera. Una imponente figura que dominaba la escena. La sonrisa de Paula se transformó en un rictus de labios temblorosos. ¿Podría alguna vez ser capaz de mirar a ese hombre y no sentir esedesesperado anhelo en lo más profundo? Bajó las escaleras y abrió la puerta del pasajero antes de que la limusina se detuviera del todo.

—¿Dónde has estado? —la agarró del codo para ayudarla a salir de su asiento en cuanto se quitó el cinturón de seguridad.

—Haciendo turismo —dijo levantando la vista hacia sus ojos. Eran inescrutables. Puro negro impenetrable. Pero el gesto de su cara nonecesitaba interpretación. Estaba furioso.

Paula se encogió de hombros pero él no aflojó . En lugar de eso, metió la cabeza en el coche y vociferó en griego al chófer. Era demasiado rápido para que ella pudiera entenderlo, pero por el gesto de Jorge, adivinó que no debía de ser muy agradable. ¿Cuál era el problema de Pedro?

—Lo siento —interrumpió Paula—. No sabía que necesitaras el coche hoy.

Pedro la miró. Un destello de emoción en los oscuros ojos la hizo estremecerse. La energía reprimida que mostraba hacía que se le erizara el pelo. Daba la sensación de estar esperando el momento adecuado para saltar.

—No —cortó—, tengo más de un coche. Pero me habría gustado saber dónde estabas, te espero desde hace horas.

¿Qué? ¿Se había preocupado por ella? Seguro que no. No cuando la miraba de ese modo.

—No sabía que tenía que informarte de mis movimientos.

Lo llevaba claro si pensaba que iba a disculparse. Le había ofrecido el coche y luego le molestaba que lo usara. ¿Le preocupaba que desapareciera su preciosa médula ósea si la perdía de vista?

—¿Por qué has apagado el teléfono móvil? ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Inclinó la cabeza sobre ella de modo que podía observar un tic que tenía en la base de la mandíbula y sentir en la nariz su masculino aroma. Y sentir la traidora debilidad de su reacción ante la presencia de él.

—Esta tarde hemos ido a las montañas, Kirie Alfonso —dijo Jorge desde el interior del coche—. No había cobertura.

—Podías haber mandado un mensaje —interrumpió ella— si era algo importante.

Pedro le dedicó una mirada de soslayo, después dijo algo a Jorge y cerró de un portazo. Seguía agarrándola del brazo cuando el coche giró al final de la casa en dirección al garaje.

—¿Sabes que Jorge está prometido? —dijo en un tono de tranquilidad letal—. ¿Lo sabías? —ella hizo un movimiento e inmediatamente la soltó.

—No, no lo sabía —dijo mirándolo y preguntándose qué demonios pasaba.

—Entonces quizá debería decirte que su prometida es muy posesiva, una joven muy celosa.

Durante un par de segundos lo miró fijamente con la mandíbula temblorosa mientras iba comprendiendo las implicaciones de sus palabras. ¿Le estaba advirtiendo? ¿Quién pensaba que era, una especie de seductora que iba del jefe alchófer? Sintió una náusea. Su tono era tan frío como calientes sus ojos y se sentía como si le hubiera dado una bofetada. En ese momento se dio cuenta de la clase de mujer que él pensaba que era.

—¡Apártate de mí! —dijo ella.

Sorprendentemente, él obedeció y le dejó paso libre para que escapara escaleras arriba.

«Bien hecho, Alfonso», pensó Pedro mientras la miraba desaparecer dentro de la casa como si la persiguieran los perros del Hades. ¡Sto Diavolo! No lo habría hecho peor si se lo hubiera propuesto. Se quedó de pie dominando el impulso de correr tras ella. Lo último que ella necesitaba era que alguien invadiera su espacio. No cuando acababa de herirla otra vez, vuelto a insultar, como un celoso perro del hortelano. ¡Celoso de su conductor! Había sentido celos cuando la había visto reírse con Jorge. Era tan hermosa cuando sonreía sin ningún vestigio de presión en su rostro, que era como un golpe devastador en su pecho. Dolía saber que con él nunca se había reído tan libremente. Sacudió la cabeza. Debería haber guardado su rabia para Jorge. Demonios, ese tipo era un mujeriego reputado y envidiado por la mitad de los hombres de la comarca. Debería tener unas palabras con él. Y en el futuro, llevaría a Paula a donde quisiera ir. Cuadró los hombros y empezó a subir las escaleras. Tenía que disculparse.

A Su Merced: Capítulo 23

Giró sobre sus talones y cruzó el salón, recorrió el pasillo y llegó a al puerta exterior. Se quedó de pie en la escalera de piedra al cálido sol del final de la tarde con la respiración tan acelerada como si hubiera corrido dos kilómetros. No podía librarse de la culpa que sentía desde la noche anterior. Desde que había besado a Paula. Desde que casi se había lanzado sobre ella con un ansia más propia de los animales que de las personas civilizadas. Pedro se tragó la amargura de la aversión que reproducía a sí mismo y echó a andar por el sendero a grandes zancadas como si así pudiera huir a su propia culpa. ¡Diablos! Todavía podía ver el disgusto en los ojos de ella. La terrible repugnancia cuando le había dicho exactamente lo que quería de ella. Había tomado su compasión y se la había devuelto convertida en algo sucio. Tan sucio como su propia lujuria. No importaba que su cuerpo se hubiera puesto tan duro como una roca por el deseo y por el esfuerzo de control que había tenido que hacer para no poseerla allí mismo, sin preliminares, en el pasillo. No importaba que su alma anhelara que ella lo reconfortara con la suavidad de sus manos en su piel. Ya había probado ese tacto cada noche en sus turbulentos sueños. Y en sus fantasías cuando estaba despierto. Deseaba hacerlas realidad lo mismo que la tierra desea la lluvia al final del verano.

No importaba que tuviera el sabor de un ángel. Tan milagrosamente dulce, que se había vuelto adicto con un solo beso. O que ella le respondiera tan completamente, con tanta fiereza, que su propia alma gritaba de maravilla y delicia. Su mujer. Ésas eran las locas, las imposibles palabras que le resonaban en la cabeza. Suya. La primitiva y potente necesidad de poseerla seguía ahí. Quería hacerla suya. Deprisa. Reclamarla para sí. Llegó a una verja que coronaba el borde del acantilado que caía sobre la bahía. Sentía el penetrante olor de la sal. El potente rodar de las olas era más rítmico que su propio pulso. Se afanaba por pensar con fría lógica. El fuego de sus venas, el instinto de propiedad... habían nublado su mente. Era un simple y pasajero golpe de lujuria lo que había sufrido. No era más su mujer que él el hombre de sus sueños. Debía toda su lealtad a su hija. No tenía tiempo para nadie más en la vida. Mucho menos para un chica con su propia vida en Australia. Una chica que lloraba a su madre, herida por los conflictos con la familia. Tan apasionada e independiente, que se sentía más vivo sólo con hablar con ella, debatiendo, discutiendo y llegando a un acuerdo que lo que se había sentido en años.

Sacudió la cabeza. Se estaba engañando a sí mismo. Eran extraños reunidos por las circunstancias. Eso era todo, por eso había sido tan brutalmente franco con ella. Describiendo su deseo por ella en términos puramente físicos había conseguido evitar la intimidad y logrado que ella le rehuyera, pero sólo sabía una cosa: él había perdido su propia batalla para mantener el honor. Por eso había provocado deliberadamente que ella se sintiera disgustada con él. Era la única barrera que quedaba entre ellos. Pero incluso después de haberle dado una excusa para que lo odiara, seguía en el filo de la navaja, casi deseando que a ella no le hubiera importado. Que le hubiera permitido el acceso al paraíso llevándolo al dormitorio con ella. Ningún hombre decente seduce a una invitada en su casa. Ningún hombre se aprovecharía de su compasión. Tuvo una erección al recordar cómo la había tenido contra la pared aunque debía de estar agradecido de que ella hubiera tenido el poder del que él carecía y se hubiera apartado de él. A pesar de todo, no conseguía descansar. Su ausencia era peor que el tormento de tenerla cerca.

—No lejos ahora —dijo Jorge con una sonrisa rápida.

Esas palabras fueron como una ducha de agua fría para Paula. Pronto estarían de vuelta en la casa de los Alfonso y tendría que hacer frente a Pedro. Se mordió el labio preguntándose cómo iba a afrontarlo. Cómo iba a poder volver a verlo después de lo ocurrido la noche anterior. Ya sabía lo débil que era. Casi se había abalanzado sobre él, tan impetuosa en su deseo de estar cerca de él. La había besado, tenido entre sus brazos y ella había perdido el control. Se había ofrecido a él, allí, en el pasillo, sin pensarlo. Habían sido sólo sus palabras, golpeando en su mente nublada por el deseo las que le habían hecho recuperar el sentido común. E incluso entonces, incluso cuando la miraba con el desprecio de un hombre que sabía que ella estaba a su disposición, había sido una esfuerzo increíble apartarse de él. A pesar de sus palabras, del daño que le había hecho, lo seguía queriendo. ¿Qué clase de mujer hacía lo que ella?

—¿Thespinis? ¿Está usted bien?

Se volvió hacia Jorge al notar auténtica preocupación en sus ojos. Había sido un agradable compañero todo el día, incluso aunque no hubiera conseguido que le llamara por su nombre. «Al jefe no le gustaría», había dicho. Y eso zanjó el tema, por supuesto. El jefe, claro, tenía lo que quería. Excepto a ella.

—Estoy bien —dijo dibujando una sonrisa—, a lo mejor un poco cansada.

Jorge le dedicó una sonrisa malévola.

—No sé cómo puede ser eso. Después de todo, sólo ha visitado los mercados. Después, el museo arqueológico. Y Knosos y...

—Tú has hecho tu parte —dijo Paula esta vez con una sonrisa real—. Ha sido un día maravilloso. Gracias.

—Ha sido un placer. Siempre que lo desee, sólo tiene que pedirlo y la llevaré donde quiera.

Paula lo miró mientras él se concentraba en una cerrada curva de la carretera. Era realmente bien parecido. Incluso guapo con aquellos enormes y sonrientes ojos. Y eran lo bastante cercanos en edad como para estar relajada en su compañía y disfrutar de sus bromas. Entonces, ¿Por qué no sentía ni una pizca de atracción por él? ¿Por qué aquel bonito rostro le daba igual cuando sólo el recuerdo de Pedro hacía que se le hiciera un nudo en el estómago?

A Su Merced: Capítulo 22

¿Qué otra cosa había esperado? La dura y fría realidad fue como un cubo de agua arrojado en el rugiente incendio que la tenía hechizada. Estuvo a punto de desplomarse todavía agarrada a sus hombros. Pedro dejó que resbalara por la pared hasta que se apoyó en los dos pies. A pesar de eso, podría haberse caído redonda si él no hubiera seguido sujetándola. Le temblaban las rodillas como si hubiera corrido una maratón.

—¿No dices nada, Paula? —dijo con un gesto en los labios que apagó en ella el último resto de excitación que le quedaba.

Se sentía vacía, como si sus palabras le hubieran robado algo vital. Se había comportado como una idiota, allí no había nada para ella. Lo supo en ese momento, incluso sin escuchar sus palabras. Cada sílaba había sido como una garra que se clavaba en su vulnerable y estúpido corazón.

—No quiero tu comprensión —dijo él—. No hay sitio en mi vida para eso —dijo en un susurro e hizo una pausa—, pero aceptaré tu cuerpo, Paula. Cada preciosos centímetro de él. Quiero perderme en tu suavidad. Quiero olvidarme del mundo durante una hora. Una sola noche. Eso es todo. Es olvido lo que quiero, Paula. Sexo y éxtasis y sencillo placer animal. Nada más. Nada de sentimientos ni ternura. Nada de relaciones. Nada de futuro.

Le pasó un pulgar por el pezón, una vez, dos, deliberadamente, mientras la miraba fijamente con un rostro oscurecido por el deseo. Se estremeció como respuesta involuntaria a sus caricias. Su cuerpo era tan débil... No estaba horrorizada por la fiereza de su mirada, sino porque tenía que reconocer que seguía deseándolo, seguía respondiendo a sus caricias, incluso después de haberle dejado meridianamente claro que no la quería. Que cualquier cuerpo caliente de mujer le hubiera satisfecho. Y se sentía avergonzada por cómo había respondido.

—Bueno, Paula, ¿Me darás lo que quiero? ¿Lo que he ansiado desde la primera vez que te ví? ¿Me concederás el dulce olvido?

Paula abrió la boca, trató de encontrar las palabras, cualquier palabra que pusiera fin a aquello, pero no se le ocurrió nada. Se lo quedó mirando sintiendo aún el eco del deseo resonando en su cuerpo, recordando el éxtasis de su mutuo anhelo, pero se sentía rebajada, había hecho que se sintiera como una prostituta. Se había acercado a él para ayudarlo, para aliviar su dolor, compartir la carga. Y se había dado cuenta, con una sinceridad brutal, que, a pesar de todas las excusas que se había puesto, había deseado su afecto, había deseado entablar una relación, aunque fuera frágil, con aquel complicado, difícil hombre que había tomado el control de su vida desde el momento en que había aparecido apenas hacía una semana. Pero él sólo la había visto como un cuerpo de mujer. Labios y pechos y caderas para disfrutar un momento de placer y nada más. No la quería. No la necesitaba. Ni a su mente ni a su corazón ni a la persona que era. Respiró con un estremecimiento para alejar el dolor que le laceraba el pecho. Al menos era sincero. Debería agradecerle que se lo hubiera dicho antes de que hubiera sucumbido víctima de su ardor y del propio deseo. Un deseo de amor, se daba cuenta mientras apartaba la cabeza incapaz de soportar la penetrante mirada.  Las manos de él la sujetaron de un modo muy posesivo mientras preguntaba:

—¿Es eso un no? —dijo lentamente, aunque apreciaba su urgencia tras tanta contención.

Señor, no le costaría mucho ofrecerle lo que deseaba. No cuando su cuerpo respondía a sus caricias como si fueran almas gemelas. No duba ni un instante que físicamente sería algo glorioso. ¿Y cómo se sentiría después? Paula deslizó las manos hacia abajo desde los hombros y empujó con todas sus fuerzas. Tenía que escapar. Ya. Durante un instante, él no se movió. No tenía la fuerza para desplazarlo a pesar de su creciente desesperación. Y entonces, de pronto, él dio un paso atrás, se le ensombreció la mirada y dejó caer las manos. No recordaba haber corrido por el pasillo, ni cerrado la puerta, ni haberse desnudado y permanecido de pie bajo una ducha caliente. Todo lo que sabía era que había dejado su autoestima tras ella, con Pedro Alfonso.




Pedro recorría el salón mirando impaciente el reloj. ¿Dónde estaba ella? El sol ya se había ocultado por el oeste y no había vuelto. Paula llevaba fuera desde por la mañana temprano. Se detuvo frente a la ventana frunciendo el ceño mientras miraba el olivar que se extendía hasta el mar. Había desayunado antes casi de que se levantara el servicio, se había escabullido fuera de la casa y dicho al ama de llaves que estaría fuera de casa todo el día. Y se había llevado a Jorge con ella. No sabía qué estaba más si contento porque ella no estaba sola o celoso. No estaba bien. Se controlaba tan poco en lo que concernía a Paula... Se colaba en sus pensamientos todo el tiempo. ¿Dónde estaba? Sabía la respuesta. Lo estaba evitando. Lo increíble era que no hubiera desaparecido completamente y no sólo un día, después de lo que le había hecho.

A Su Merced: Capítulo 21

Era momento de desaparecer. Intentó soltarse, pero sus dedos no cedieron.

—Olvida que...

—Sí, hay algo —murmuró con voz grave y oscura.

Paula lo miró y vio el momento en que sus ojos brillaron con un destello de vida. Pero esa visión tampoco le hizo sentirse cómoda.

—¿Qué...?

—Esto —dijo mientras inclinaba la cabeza y tomaba sus labios entre los de él.

Fuego. Ardiente necesidad. Una vorágine de sensaciones la asaltó. Sus labios eran tan suaves y a la vez tan exigentes. Tuvo la profunda sensación de que eso era lo que ella quería de él. Aquella pasión gloriosa que al mismo tiempo daba miedo. Tomó el rostro de ella entre sus grandes manos mientras inclinaba la cabeza para intensificar el contacto de los labios. Y, de pronto, estaba dentro. La lengua atrevida, seductora invitándola a responder a aquella erótica invasión. Y, por supuesto, lo hizo. Un remolino de calor la recorrió, aflojando sus músculos y sus inhibiciones. Un dulce anhelo empezó a crecerle en las entrañas y la piel se le erizó. Los pezones se levantaron. Paula lo recibía con los labios, la lengua como si no fuera un extraño, sino el centro de todos sus anhelos, de sus sueños secretos. Aunque el beso había sido audaz, por debajo había ternura, sensibilidad ante la respuesta de ella. Eso hizo que se rindiera. Si lo hubiera pensado bien, se habría apartado de él. Negando la excitación que sentía con el contacto. Pero ella no estaba pensando. Estaba dejándose caer en un mundo de sensaciones, flotando en una ola de gloriosa pasión.

Las manos de Pedro se enredaron en el pelo y sus labios fueron hacia la erógena zona que se encuentra debajo de la oreja. Paula suspiraba. Entregándose a lo inevitable, recorrió el pecho de él con las manos dejando ver al mismo tiempo que su respiración se le quedaba en la garganta ante sus deliciosos progresos. Siguió subiendo hasta la piel caliente del cuello y el negro y sedoso pelo. Desplegó los dedos por la nuca y buscó de nuevo sus labios. ¡Cielos! Esa vez el empuje de su lengua fue más intenso, exigente. Ya no podía estar más cerca de él. La sensación en la parte baja de su vientre se intensificó. Cambió de postura, los muslos de él rozaron los suyos. Paula sintió cómo prácticamente apoyaba su cuerpo sobre ella, sintió su calor desde los hombros hasta las caderas. Y entonces, en un golpe de energía, la apoyó contra la pared, sujetándola con su peso de forma que no pudiera moverse. Sus pechos se aplastaron contra él, le costaba respirar, pero no quería que se apartara ni un milímetro. Sentirlo a él, su calor a lo largo de todo su cuerpo despertaba en ella una pasión que nunca había sentido antes. Inmediatamente él desplazó para adelante una de sus piernas y después se apretó más, tan cerca, que ella casi no podía respirar. Ella colocó las piernas de modo que él pudiera anclarse a la curva de sus caderas. Cada centímetro de su cuerpo ardía. Ardía por él. Era tan inevitable como el incesante ir y venir de las olas en la cala. Nunca nada había parecido tan perfecto, como si su cuerpo lo hubiera conocido desde siempre y estuviera impaciente por darle la bienvenida.

Debería haberle dado miedo, pero estaba perdida. No había ningún timbre de alarma que sonara en su cabeza, sólo la certeza de que aquello estaba bien. Y eso era suficiente. El aroma de él a poderosa masculinidad sin compromiso debería haberla hecho detenerse, pero lo único que hacía era incitar todavía más a sus hambrientos sentidos. Y cuando las manos de él bajaron por sus costados hasta la curva de la cintura, las caderas y volvieron a subir por los laterales de los pechos, ya sólo fue consciente de las sacudidas en su cuerpo que provocaban las caricias, de su deseo de él. La tomó entre las manos y la levantó, sujetándola luego con la parte baja de su cuerpo. Gimió por lo íntimo del contacto, por la inconfundible erección que sentía entre sus piernas, contra su vientre. Y el deseo creció dentro de ella, la necesidad de ser físicamente llenada. Los besos se tornaron más potentes, devastadores en su sensualidad. Y entonces sus manos le envolvieron los pechos. Paula suspiró dentro de su boca. Descargas eléctricas partían de los pezones con cada caricia y se extendían por todos sus nervios. Hasta el vientre, las piernas, la unión de los muslos, que se derretía como mantequilla caliente. Cuando él interrumpió el beso para buscar su garganta con los labios, gimió en busca de aire. Estaba totalmente descontrolada, se estremecía cuando le mordía el lóbulo de la oreja.

—¿Te gusta esto, Paula? —su voz era áspera, un murmullo casi sin aire que la debilitaba más.

A través de la tela de algodón de la blusa, le pellizcaba los pezones aumentando cada vez más la excitación.

—Sí —susurró ella sin dejar de explorar los musculosos hombros.

Pedro levantó la cabeza para mirarla. Sus ojos brillaban con una excitación salvaje.

—Bien —dijo él—, porque esto es lo que puedes darme, Paula —deslizó la mano hasta su cintura introduciéndola entre los dos para acariciar la parte delantera de los vaqueros, cada vez más abajo hasta que ella se estremeció por el contacto.

Paula miró a un rostro en el que el deseo hacía estragos. No había ninguna prueba de suavidad, de amabilidad, sólo deseo puro. Se estremeció, pero esa vez no fue por la excitación. Finalmente, demasiado tarde, se había dado cuenta de que estaba tratando con un hombre al que no le importaba otra cosa que liberarse.

—Sexo, Paula —susurró mirándola a los ojos—, eso es lo que quiero. Eso es todo lo que quiero de tí.

Vió cómo se movían sus labios, escuchó las palabras. Si hubiera visto algo más, alguna clase de ternura, alguna emoción en ese hombre... Sus ojos ardían de deseo y nada más. Su rostro mostraba una tensión que hablaba de lo extremo de su deseo. Puro deseo físico. Nada más.

martes, 17 de diciembre de 2019

A Su Merced: Capítulo 20

Paula jadeaba mientras recorría el camino que llevaba a la casa. El paseo había sido largo y cansado, pero no le había dado la paz que buscaba. Seguía reproduciendo en la cabeza la escena de Phaestos. Lo cerca que había estado de convertirse en una idiota. Tropezó al recordar las palabras de Pedro, su vehemencia cuando había afirmado que nunca intentaría reemplazar a Laura. En otras palabras: no quería otra mujer en su vida, no la quería a ella. Había sido categórico al afirmar que ella no le recordaba a Laura, y eso lo creía. La expresión de horror de su rostro había sido indudable. Había dicho que su matrimonio no había sido por amor, pero al segundo había afirmado que nadie podría reemplazar a su esposa. Parecía que había mucho más de lo que había dicho. Le dolía el corazón al afrontar el hecho de que no tenía ningún derecho a exigirle nada a Pedro.

Pero Pedro era un hombre difícil de ignorar, y esas persistentes ensoñaciones de ella entre sus brazos seguían apareciendo por mucho que intentara evitarlas. Era un buen padre, pasaba gran parte del día con Camila. Por lo que sabía Paula, pasaba el día en la finca atendiendo los asuntos urgentes de sus negocios a través del teléfono o del correo electrónico. Lo que hacía que fuera difícil evitarlo. Con cada fría mirada y sonrisa formal que le dedicaba, Pedro le dejaba claro que ni quería ni necesitaba su comprensión o su compañía. Que estaba allí por una sola cosa, su preciosa médula que, si todo iba bien, podría donar a su hija. Parpadeó para contener las lágrimas que siempre tenía a punto en esos días. Se sentía vulnerable. El tiempo que pasaba con Camila era especial, lo mismo que la tenue pero real relación que se estaba entablando entre ambas. Era una pequeña adorable, llena de valor y con un sentido del humor que ella envidiaba.

Cada día que pasaba tenía que enfrentarse con más fuerza con los sentimientos que Pedro despertaba en ella. Por un lado, deseaba volver a Sidney, pero por otro le daba miedo; además estaba el sentimiento de compañerismo que experimentaba al ver el dolor que se ocultaba tras aquella máscara de hierro, pero había más: una creciente ternura cada vez que lo veía luchar contra sus demonios interiores y poner su energía en la niña. Verlos juntos, uno tan grande y capaz y la otra tan frágil, le enternecía el corazón. Todos sus sentidos se ponían en alerta cuando él se acercaba. La profundidad de su voz la hacía emocionarse. Y, a pesar del rechazo por parte de él, ella haría cualquier cosa por aliviar la expresión de sufrimiento que mostraba su rostro. Suspiró y tomó el camino de la casa. No entendía lo que él sentía por Laura, pero era evidente que aún sufría por ella. Qué tonta era al quererlo ayudar en algo que sólo el tiempo curaría. ¡Cómo si hubiera algún remedio secreto para el dolor! Su propia sensación de pérdida era algo tangible, profundo, doloroso con lo que se levantaba cada mañana. Y eso que en la casa de los Alfonso había paz y algo que hacer cada día. Sacudió la cabeza. La situación estaba llena de emociones y necesidades que apenas comprendía. Todo lo que sabía era que se quedaría el tiempo que la necesitaran. Empezaba a oscurecer cuando entró en la casa, pero aún faltaba para la cena. No se encontró con nadie al cruzar el piso de abajo para llegar a las escaleras. Algo hizo que se detuviera, un ruido amortiguado que no podía identificar. Venía del otro ala, donde estaban las habitaciones de Pedro y Camila. Dudó un momento. A lo mejor, si Camila ya se había acostado, estaba teniendo una pesadilla. No se volvió a repetir el ruido, sólo silencio mientras se detenía delante de la puerta de la niña.

Paula permaneció en la puerta, una mano en al marco, mientras contemplaba el pecho de Camila subir y bajar. En la boca una diminuta sonrisa y sujeto con uno de los brazos un oso de peluche. Sintió un potente instinto de protección que la hizo quedarse allí quieta. Fue por eso por lo que tardó en darse cuenta de que no estaba sola. Un ligero movimiento atrajo su atención, giró la cabeza y vió a Pedro en una silla detrás de la puerta. Tenía los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. No hacía ningún sonido. No se movía. Y con aquella luz tan tenue, podría haber jurado que ni siquiera respiraba. Estaba quieto, pero no en paz. Había desesperación en cada línea de aquella silueta. En los dedos, en la caída de los hombros, en la inclinación del cuello. Parecía un hombre derrotado. Un hombre que ha perdido toda esperanza. No tenía nada que ver con el Pedro Alfonso que ella conocía. Y no podía soportarlo. Con suavidad, dio un paso en dirección a él, y otro. Después de un momento de duda, le apoyó la mano en el hombro. Su rigidez confirmaba lo que había creído. Estaba cerca de que saltara la cuerda. Alzó la cabeza al sentir que ella lo tocaba, la miró fijamente a los ojos con una intensidad que hizo que se le formara un nudo en la garganta. Había un dolor tan intenso en su expresión... Deslizó la mano desde el hombro a los tensos músculos del cuello. El calor de su piel resultaba tan íntimo...  Paula abrió la boca para decir algo, pero él le puso un dedo en los labios. Miró a Camila por encima de él, seguía durmiendo. En ese momento, él se movió, puso la mano sobre la de ella y la atrajo a su lado mientras se levantaba. Sus duras manos envolvía las de ella. La sacó de la habitación, al oscuro pasillo. No se detuvo hasta que llegaron a la curva del corredor que llevaba a la habitación de Paula. Entonces Pedro se paró en seco y se quedó mirándola fijamente en silencio. Sus ojos brillaban, pero ella no era capaz de interpretar su expresión.

—¿Estás bien? —preguntó ella antes de pensarlo dos veces—. ¿Puedo hacer algo por tí? —dijo, dando un paso más cerca de él, alzando la barbilla para tratar de entender su gesto.

No sirvió de nada. Hasta los ojos estaban sin expresión. Era como mirar unas bolas de obsidiana, tenían la misma emoción. ¿Qué podía hacer? ¿Ayudaría un café o una copa a un hombre que mira cómo su hija lucha por la vida?

A Su Merced: Capítulo 19

—Pero el dolor aún está vivo —murmuró él—. Casi imposible de soportar —las palabras salieron de detrás de ella erizando la piel de su nuca.

Se dió la vuelta y se separó hasta la distancia de un brazo. El deseo de que la abrazara era insoportable.

—Eres fuerte, Paula. Más fuerte de lo que crees. Algún día el dolor se suavizará.

Lo miró a la sombría cara dejando que sus palabras la empaparan. Era su expresión lo que atraía su atención.

—Sean cuales sean los errores de tu abuelo, pertenecen al pasado, son anteriores a tí —dijo Pedro.

Pero no era tan sencillo, además tenía que averiguar si lo que había entre Pedro y ella era sólo fruto de su imaginación. ¿Sentía él lo mismo que ella? Dió un solo paso reduciendo la distancia de separación hasta el punto que sentía el calor del cuerpo de Pedro. Sintió un escalofrío como si hubiera dado un paso en dirección al peligro. Su olor provocó en ella una ola de deseo. Alzó la cabeza hacia él. El ritmo de su corazón se disparó cuando vió la boca sólo a la distancia de un aliento de la suya. Deseaba que la agarrara, que le dijera que él también sentía... Eso era lo que quería, ¿No? ¿Poner fin a esa incertidumbre? Se había imaginado tantas veces su abrazo esos días que la necesidad de él la consumía. Él seguía de pie, mirándola. Sus labios se habían separado ligeramente como si se prepararan para saborearla. Podía besarlo sólo con ponerse de puntillas. Él también lo esperaba: el brillo de sus ojos se lo decía, lo mismo que el latido de la base del cuello, pero él no iba a tomar la iniciativa. Paula lo entendió con una repentina claridad que la empujaba a dar el primer paso. ¿Por qué? ¿Por qué tenía ella que dar el primer paso? Pedro debería haber visto la invitación en sus ojos. Entonces le llegó la respuesta. Una sombra se interpuso entre ellos, una sombra del pasado. Pedro la miraba pero, se dió cuenta, no la veía a ella. Se sentía atraído porque le recordaba a la mujer a la que había amado y perdido hacía diez meses. Su prima, Laura. Paula dió un paso atrás horrorizada por lo que casi había hecho.

—¿Qué pasa? —dió un paso hacia ella, pero lo detuvo con la mano.

—Es Laura, ¿Verdad? —susurró ella—. Me miras así porque estás pensando en ella.

Pedro vió su expresión de aturdimiento y dolor, y sintió como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. Si no fuera por el sufrimiento que había en los ojos de Paula, en sus labios temblorosos, se habría echado a reír a carcajadas por lo absurdo de la idea. Le dolía el cuerpo de reprimir su deseo de ella. Había luchado para reprimir sus instintos y no darle un beso que terminara con los dos en aquel lecho de agujas de pino.  Él suspirando por Laura. ¡Por la mujer que había destruido su creencia en el matrimonio como una forma de compañerismo! Por alguien que había visto su boda como un escalón más en el camino de la riqueza. Por quien cruelmente había rechazado a su propia hija y le había enseñado a él a desconfiar de las mujeres. De las bonitas especialmente. Sonrió. Suponía que debía algún agradecimiento a Laura, le había quitado la venda de los ojos. Sabía que Paula no era Laura. Pocas mujeres podían ser tan destructivas. Pero desde que se había casado sabía que lo que sentía por Paula era mejor resolverlo en la cama, sin ataduras. Aunque una parte de él quería creer en la fantasía que sentía cuando la miraba: la ilusoria promesa del auténtico compañerismo. Pero eso era imposible. Pasión física era todo lo que podía ofrecerle a una mujer. Si ella no fuera tan vulnerable por la muerte de su madre, habría sugerido una aventura para placer mutuo. Eso era todo lo que podía ofrecer, pero no podía seducir a una chica que acababa de perder a su madre.

—Lo has entendido mal —dijo con una voz tan áspera como grave.

—¿Sí? He visto la foto en la habitación de Camila. Sé cuánto nos parecemos.

—¡No! —se detuvo conmocionado por el error de Paula, buscando las palabras para explicar pero sin revelar lo que su hija y él habían vivido—. Al principio puede haber un parecido, sí, pero no después.

Quería besarlo, hasta que olvidara el dolor y la pasión incendiara sus ojos. Deseaba a aquella mujer como nunca había querido antes. Con un ansia que hacía que le asustara la posibilidad de olvidar sus intentos de ser un hombre civilizado. ¡Sto Diavolo! Necesitaba ser protegida de él.

—Laura siempre ocupará un lugar importante como madre de mi hija —dijo lentamente, eligiendo las palabras—. Pero lo nuestro no era exactamente amor. Ambos queríamos casarnos y esperábamos que el amor llegara con el tiempo —como habría sucedido si Laura hubiera sido una mujer diferente—, pero créeme, Paula — miró dentro de aquellos ojos dorados—, cuando te miro es sólo a tí a quien veo, te lo puedo asegurar absolutamente: no estoy buscando alguien que reemplace a Laura. Y no lo haré nunca.

A Su Merced: Capítulo 18

Paula se apoyó en el tronco de un viejo pino y sintió cómo su cuerpo se relajaba músculo a músculo. Aquello era tan tranquilo, tan silencioso... Ni siquiera quería moverse. Sólo la presencia de Pedro, tan tentadoramente cerca echaba a perder su satisfacción. Estaba callado, absorto en sus oscuros pensamientos, mirando la cumbre nevada del Monte Ida oculta entre las nubes.

No podía ver con qué deseo ella miraba su perfil, que se recortaba contra el cielo. Si sólo... ¿Qué? ¿Se diera la vuelta y hablara con ella? ¿Compartiera sus pensamientos? O la mirara como había hecho otras veces. Necesitaba recuperar el control, poner algo de distancia con ese hombre. Eso era lo que recomendaba el sentido común. Pero si era sincera, tenía que reconocer que el sentido común tenía poco que hacer frente a los crecientes sentimientos que experimentaba hacia Pedro Alfonso. Lo había visto luchar contra el miedo y la desesperación. Su regocijo cuando el primer análisis había dado positivo y habían ido al hospital para la muestra de médula. La dudas que lo corroían en ese momento, días después, mientras esperaban noticias. Lo había visto tan increíblemente dulce con Camila que no había podido evitar compartir algo de esa ternura con ella. No tenía nada que hacer buscando algo en un hombre que había perdido a su esposa recientemente, pero no podía evitarlo. Esos días en Creta, se había permitido creer que tenía alguna esperanza de que algo... significativo se estaba produciendo entre Pedro y ella.

Cada tarde, mientras Camila dormía, los dos salían en coche a conocer la isla. Esas excursiones eran una fuente de deseos secretos e intensas decepciones. Algunas veces sentía que conectaban, que había un cálido entendimiento, algo especial entre los dos. Pero luego, al instante siguiente, todo eso desaparecía y veía cómo él se alejaba. ¿Se había imaginado todo? Algunas veces juraría que era real, pero otras... Lo único constante era la innegable atracción que los unía. Incluso cuando el gesto de Pedro era oscuro, casi de desaprobación, el magnetismo los juntaba como a polos opuestos. El deseo, la expectación, la excitación eran algo constante cuando él estaba cerca. No estaba preparada para algo así. Su única relación íntima había sido un pobre reflejo de un sentimiento tan intenso. Cómo deseaba que su madre hubiera estado allí para que le aconsejara. Para compartir con ella experiencias y anhelos.

Volvió a la realidad de golpe. A lo mejor si miraba fijamente las ruinas extendidas a su alrededor, podía imaginarse aquello como una ciudad próspera. Cualquier cosas que apartara sus pensamientos de Pedro. Pero la antigua Phaestos era un montón de cimientos de piedra. Ni de lejos tan fascinante como el hombre que tenía a su lado.

—¿Has pensado algo sobre tu abuelo? —preguntó tan de repente, que Paula casi dió un salto.

Claro que había pensado en él. ¿Cómo no iba a hacerlo cuando sabía lo cerca que estaba? Asintió.

—Pero no quieres acabar con la enemistad.

—Es su enemistad, ¡No la mía! —sintió el habitual golpe de ira—. Depende de él acabar con ella —su pecho se hinchaba por la respiración acelerada—. Yo ya hice un intento, ¿Recuerdas? Llamé y nunca tuve una respuesta —vió en su mirada comprensión y algo más, algo que hacía que se le erizara el pelo de la nuca—. ¿Por qué lo preguntas?

—Pensaba que a lo mejor él sí quiere ponerle fin.

—¿Qué quieres decir? —dijo entornando los ojos con gesto de sospecha.

—He oído algo que puede cambiar tu punto de vista —hizo una pausa—. Según su ama de llaves, Luis Schulz intentó llamar a tu madre.

—Quieres decir que eso es lo que él dice ahora —así que había cambiado de opinión cuando era él quien estaba enfermo.

La expresión de Pedro se tornó severa.

—No. Él no ha dicho nada. Cuando el ama de llaves le habló de tu llamada, le pidió que le llevara las cartas de tu madre. Según parece, cuando ella escribió al principio, dió instrucciones al servicio para no le entregaran ninguna carta.

—Canalla sin sentimientos —murmuró Paula al recordar a su madre metiendo una foto en un sobre y escribiendo a su padre cada año el día del santo de su hija.

—La cuestión es —las palabras de Pedro se mezclaron con el dolor de los recuerdos— que él no sabía que ella había vuelto a escribir y al enterarse de la cantidad de cartas que había... —Paula no dijo nada. No quería sentir ninguna comprensión por el viejo—. El ama de llaves le dejó en su estudio —hizo una pausa— y cuando volvió lo encontró inconsciente encima de la mesa. Había cartas y fotos por el suelo y su brazo estaba extendido en dirección al teléfono.

Paula podía imaginar la escena tan vívidamente, que no podía ver otra cosa, ni el cielo azul, ni siquiera el hombre que estaba a su lado.

—¿Crees que las noticias precipitaron su ataque? —sintió una náusea que le subía del estómago.

—No tengo ni idea —dijo—, pero creía que debías saberlo.

—Yo... Gracias —dijo sacudiendo la cabeza, tratando de aclarar sus pensamientos.

Si su abuelo había intentado llamar, era realmente trágico que no lo hubiera conseguido. Para su madre y para él. Paula se puso de pie y se alejó unos pasos respirando hondo para reponerse de la impresión. Aunque aquello no cambiaba lo esencial: su abuelo evidentemente era un viejo arrogante y dominante, demasiado orgulloso. Pero...

—¿Preferirías que no te lo hubiera dicho? —preguntó Pedro con tono áspero.

—No. Has hecho lo que debías —Paula miró a lo lejos, por encima de las piedras de la antigua ciudad, con la visión borrosa.

A Su Merced: Capítulo 17

—Gracias —dijo sin mirarlo a los ojos—. Me encantaría si tienes tiempo.

—Claro —había trabajado duro por la mañana y podía tomarse la tarde libre—. Será un placer.

Una hora más tarde, Pedro salía andando de la casa. Camila estaba en la cama después de un cuento. Había pospuesto las teleconferencias de la tarde y estaba ansioso por irse. Sólo un paseo en coche, se dijo. Sencillo, sin complicaciones. La obligación de un anfitrión. Pero eso no evitaba el chisporroteo de anticipación que experimentaba mientras recordaba la mirada de Paula. La sutil tentación que era su cuerpo cuando estaba cerca. Se puso las gafas de sol y se dirigió al garaje. Era raro que Jorge no tuviera la limusina estacionada delante como había dispuesto.  La voz de ella le alertó. Automáticamente aceleró el paso. Allí estaba de conversación con el chófer, los dos con las cabezas sobre un mapa extendido encima de la limusina. Jorge recorría una ruta con el dedo mientras se mantenía más cerca de lo necesario de la mujer que estaba a su lado, pero a Paula no le importaba. Se reía echándose el pelo detrás del hombro en un gesto evidentemente destinado a atraer la atención del conductor. Déjà vu. Lo golpeó con una brutalidad mareante. En las sombras del garaje, podría haber sido Laura flirteando. Esa sonrisa de sirena, la provocativa inclinación de la cabeza, la risa. Las dos eran tan parecidas en ese momento... Laura nunca había hecho otra cosa que flirtear con todo el mundo después de casarse, estaba seguro de eso. Pero cuando estaba de un humor torcido, encontraba un placer perverso en pavonearse ante otros hombres, provocándolo con la visión de una intimidad emocional que no compartía con él. Una nube ocultó el sol y sintió un frío repentino por la brisa del mar. Jorge dijo algo y Paula se inclinó más sobre el mapa. El movimiento tensó la tela de los vaqueros enfatizando sus curvas de un modo que puso rígidos los músculos abdominales y le dejó seca la garganta. Sus manos se morían por tocarla.

—¿Lista para marcharnos? —dijo en un tono cuidadoso para ocultar su estado de ánimo.

Jorge dió un brinco, clara evidencia de su complejo de culpa, y puso una distancia decente entre ambos. Ella dibujo una tentativa de sonrisa en sus labios. La mirada de bienvenida en su rostro hizo parecer que simplemente había estado ocupando el tiempo mientras lo esperaba.

—La limusina hoy no, creo —dijo haciendo un gesto en dirección a uno de los otros vehículos—. Iremos en el Jaguar, no hace falta que nos lleves —dijo a Jorge por encima del hombro.

Minutos después, iban por la carretera de la costa, él explicando los aspectos más importantes del entorno. Eso debería haberle hecho olvidar el irracional desagrado que había sentido cuando había visto a Paula divirtiéndose con Jorge. ¿Por qué le sorprendía? Debía de ser algo natural en ella, lo mismo que en Laura. ¿No decía el informe que era muy popular con los chicos? Aquello podía hacer más fácil resistirse a la tentación que ella representaba. Después de todo, él tenía gustos exigentes: no compartía a su mujer. Aun así, ardía por ella y eso le ponía furioso.

—¿No te importa venir sola conmigo? —preguntó Pedro—. Debería haberte preguntado si preferías ir en la limusina.

—No, esto me encanta. Es un coche precioso —dijo pasando la mano por el asiento, nunca había tocado un cuero más suave.

—Me alegro de que te guste —las voz profunda de Pedro le erizaba la piel.

Ella levantó la vista y, por un momento, se encontró con sus ojos, oscuros y brillantes llenos de una emoción que no pudo identificar. Después él volvió a dirigir su atención a la carretera y ella soltó despacio el aire que había retenido, preguntándose cómo se las arreglaba para alterarla tanto sólo con una mirada.

—Algunas mujeres prefieren no quedarse solas con un hombre que no es un amigo cercano o miembro de la familia.

—En Australia a nadie se le ocurriría algo así —dijo frunciendo el ceño.

Se dió la vuelta y miró una urbanización en la costa a la que se acercaban. Era moderna y completamente nueva. Pero su atención la atrajo una anciana vestida de negro que llevaba un borrico por un estrecho camino al lado de los enormes edificios nuevos.

—Supongo que aquí las costumbres son diferentes de las de allí —murmuró ella.

—Las cosas han cambiado, pero algunas costumbres perduran. Todavía tenemos una fuerte tradición de proteger a nuestras mujeres.

Paula apretó los labios ante la idea. ¡No habían recibido mucha protección ella o su madre de los varones de su familia!

—En Australia somos independientes. Las mujeres cuidamos de nosotras mismas —lo dijo en tono retador.

Luis Schulz, lejos de proteger a las mujeres de su familia, las había ignorado,dejado a su suerte. Si ése era un ejemplo de la protección de los varones griegos, no quería saber nada más. Su madre había seguido su camino contra viento y marea en un país distinto. A pesar de todo lo que había trabajado, nunca le había escuchado una queja.

—¿Nunca sientes la necesidad de protección? ¿Ni siquiera por la atención no deseada de algún hombre?

¿Por qué ese súbito interés? ¿Estaba pensando en ser él su guardián o algo así? Rechazó la idea de inmediato.

—Siempre he encontrado la protección en el número —era mucho mejor tener un grupo grande de amigos.

—¿Así que tienes muchos amigos varones? ¿No complica eso mucho la vida?

—En absoluto. Te limita mucho salir sólo con un chico —su único novio serio se había convertido en una pesadez. Y después de esa experiencia, Paula no estaba ansiosa por tener una relación íntima de nuevo.

Era más fácil ser parte de un grupo. No había tanta presión por emparejarse y podía salir y disfrutar sin preocuparse de los asuntos del sexo. Mas sencillo y más seguro. Sintió el escrutinio de Pedro y se volvió para mirarlo. Su desaprobación era evidente. Así que no creía que las mujeres debían hacerse cargo de su propia vida. Levantó la barbilla y miró el paisaje sorprendida por su disgusto. ¿Por qué le importaba tanto?

jueves, 12 de diciembre de 2019

A Su Merced: Capítulo 16

—Kalimer sas —dijo en tono grave.

—Kalimera, Camila.

Inmediatamente los ojos de la niña brillaron mientras inclinaba la cabeza a un lado como si quisiera verla mejor, después empezó a hablar en griego a toda velocidad y Paula no pudo entender nada.

—Siga, parakalo —dijo Paula sonriendo. «Despacio, por favor»—. Then katalaveno —«no entiendo».

Camila abrió la boca sorprendida y la chica que la cuidaba le explicó que Paula no entendía el griego.

—Hablo un poco —dijo Paula—, pero hace mucho tiempo que no lo uso — hablaban inglés en casa.

—Desafortunadamente Camila no habla inglés —dijo la chica que se presentó como la niñera.

Pero la barrera del lenguaje no disuadió a Camila. Bajó del triciclo y fue hacia Paula sin detenerse hasta que la agarró de la mano. Paula sintió los diminutos ycálidos dedos cerrarse alrededor de los suyos. Miró hacia abajo, a la pálida y seria cara de Camila y a sus oscuros ojos y algo se desheló dentro de ella. No había duda de por qué Pedro había sido tan categórico con que fuera a Grecia. La vida era demasiado preciosa como para desperdiciarla. Y al ver aquel pequeño rostro, tuvo un atisbo de lo que debía de sentir por su hija.

—Ela —dijo Camila tirando de la mano. «Vamos».

Fuera, en el jardín, le habían dicho, pero ¿Dónde? Pedro miró en la piscina, el césped y todas las zonas cercanas a la casa. A lo mejor Paula había decidido dar un paseo por la costa. El médico esperaba dentro para tomar la muestra de sangre. Atravesó el jardín y tomó el camino que llevaba al olivar a través de un paseo de frutales. El doctor podía esperar, no era problema, pero él quería resolver aquello ya. Quería saber las posibilidades que había de que aquello funcionara. Tenía que... Oyó una risa más adelante. Sus pasos se hicieron más lentos mientras rodeaba un seto. Y entonces se detuvo. La luz del sol iluminaba dos cabezas, una desnuda y pálida y otra oscura y con una hermosa mata de pelo que lanzaba seductores destellos castaños. Camila y Paula. Sentadas con las piernas cruzadas en la hierba del viejo huerto inclinadas sobre algo que había en el suelo.

—Escarabajo —decía Camila en griego.

—Escarabajo —decía Paula.

—Escarabajo verde.

—Escarabajo verde —repetía Paula.

Su hija estaba enseñando griego a Paula. Tras ellas, en la pared de piedra estaba sentada la niñera haciendo una cadena de margaritas.

—Nariz —decía Camila apoyando un dedo en la nariz de Paula.

—Nariz —repetía Paula imitando el gesto y haciendo reír a Camila.

Pedro tragó para empujar el nudo que tenía en la garganta. Había escuchado reír a su hija en pocas ocasiones en los últimos meses. Era lo mejor que había escuchado en siglos. Debió de moverse, porque las dos lo miraron. Inmediatamente, Eleni se puso de pie y corrió a abrazar a su padre.

—¡Papá!

Se inclinó y la levantó todo lo arriba que pudo. Despues, la abrazó fuerte contra el pecho. Y por encima de sus hombros, su mirada se cruzó con la de Paula. Una punzada de calor le atravesó el pecho calentando lugares congelados por el dolor. Eso era lo que conseguía saber que ella le entendía. Prometía mucho, pero también amenazaba su control.

—Vamos —dijo dándose la vuelta bruscamente—. Hay alguien que quiere verte.

Pedro se quedó de pie en las escaleras de la entrada viendo desaparecer el coche del doctor por el camino. Sentía en la cara el calor del sol y en el cuello la caricia de la brisa. Registraba las sensaciones físicas, pero eso era todo. No sentía nada más. Ni la excitación, ni la febril esperanza del día anterior. Ni siquiera la impaciente anticipación que había esperado. Se había quedado sin emociones. ¿O se estaba mintiendo a sí mismo? ¿Pretendiendo que no sentía nada para no tener que afrontar el tremendo abismo de miedo que amenazaba con devorarlo?

—¿Pedro? —dijo una voz suave, tentadora.

Nunca había oído su nombre en labios de ella, se dió cuenta. Y le gustó. Demasiado para un hombre que se suponía se había quedado sin emociones.

—Pedro, ¿Va todo bien? —más cerca, su voz estaba justo tras él, su mano en la manga.

El fuego se extendió por su cuerpo inmediatamente. Cerró el puño para evitar la respuesta instintiva: cubrir la mano con la suya y mantenerla ahí. Se dió la vuelta para encontrarse con su mirada. El sol arrancaba destellos de su pelo, iluminaba la belleza de sus facciones clásicas. Pero no había nada más impactante que el brillo de sus ojos dorados. ¿Cómo podía haber pensado, siquiera un instante, que era la viva imagen de Fotini? No había comparación. Laura había estado tan viva, tan llena de pasión, pero la belleza había sido un poco menos generosa con ella. Había estado demasiado absorta en sí misma. Había sido vivaz, pero nunca, ni una sola vez, había conectado con él del modo que lo había hecho Paula con sólo esa mirada. Un escalofrío le recorrió la espalda, un presentimiento del destino. ¡No! Él no creía en esas cosas. Paula no le entendía. ¿Cómo iba a poder si apenas se entendía él? No había ninguna conexión. Le desconcertaba ser consciente de cuánto deseaba que las ilusiones se hicieran realidad.

—Sí, todo va bien —dijo sorprendido al encontrar su voz convertida casi en un murmullo. Dió un paso atrás, sintió que la mano se caía y pensó que era mejor así.

—El médico ha dicho que llamará en cuanto tenga los resultados —dijo ella—. Creo que va a ser una larga espera.

Pedro tuvo el súbito deseo de que los resultados se retrasaran. ¿Qué iba a hacer si las noticias eran malas? ¿Si no era posible el trasplante? ¿Cómo se enfrentaría a Camila? Ese pensamiento le asustaba más que nada en el mundo. Necesitaba salir de allí hacer algo para llenar las siguientes horas. Quedarse esperando lo volvería loco.

—Es casi la hora de la comida de Cami —se descubrió diciendo—. Después, se echa una larga siesta, ¿Te apetecería dar una vuelta por ahí o estás cansada del viaje?

La miró intensamente, esperando una respuesta. Quería pasar tiempo con esa chica, reconoció. Algo en ella lo atraía a pesar de la confusión que producía en él. Algo que no era sólo sexo. Quizá, si conseguía conocerla, podría descubrir qué era ese algo indefinible que la hacía diferente del resto de las mujeres.

A Su Merced: Capítulo 15

Se dió la vuelta y se marchó. Paula se preguntó por qué le importaba tanto, por qué quería correr tras él y tratar de confortarlo. El resto de la tarde lo pasó en una neblina que esperó se debiera el desajuste horario. Cuando se hubo duchado, cambiado y comido lo que Pedro había insistido que le subieran a la habitación, estaba exhausta. Una doncella apareció y le dio las buenas noches. Se rió ante su primera idea de claustrofobia por estar allí sola con Pedro. Una casa como ésa debía de tener un buen número de personal de servicio interno. Sólo su habitación era por lo menos la mitad de su casa de Sidney. ¡Y el cuarto de baño! La pesadilla de cualquier limpiadora con todo aquel mármol y dos paredes de espejos. Se arrebujó dentro de su vieja bata de algodón y paseó por la gruesa alfombra hasta la puerta de cristales. Sólo un vistazo más al maravilloso paisaje y se iría a dormir. Salió a la oscuridad, dejó que sus ojos se acostumbraran a la luz de la luna y las estrellas. Estaban lejos de la ciudad y reinaba el silencio. Tanto silencio, que podía escuchar el sonido de las olas en la cala. Respiró hondo el aire de la noche reconociendo los olores: sal, por supuesto, pero algo más. ¿Hierbas? Olía como a orégano y tomillo, romero y otra cosa, algo picante y dulce. Se acercó a la esquina del balcón y se detuvo bruscamente cuando una sombra apareció de entre la oscuridad y se colocó en su camino.

—¿No puedes dormir, Paula? —su voz le cubría la piel como seda mientras el calor ardía en el centro de su feminidad.

Pedro hundió las manos en los bolsillos y cerró dentro los puños mientras le llegaba el delicado aroma de Paula. Había salido a pensar, para reconstruir su capacidad de control en previsión de otro día de desesperada esperanza e inefable temor. Acababa de empezar a encontrar consuelo en la tranquila oscuridad y entonces había aparecido ella. Era una tortura estar tan cerca de semejante tentación. Ansiando el éxtasis que podría encontrar en ese cuerpo. A pesar de saber que no podría permitirse actuar según su instinto de acercarse, cazar y domesticar. Estaba fuera de los límites por toda clase de razones. Sobre todo porque era su invitada y tenía que protegerla, incluso de él mismo.

—Sólo he salido a respirar aire fresco —explicó ella con una voz tan aguda y ligera que supo con absoluta certeza que ella sentía la misma fuerza que inexorablemente los arrastraba a estar juntos.

Se empezó a dar la vuelta como para marcharse y la luz que salía de su habitación dibujó la silueta de los pechos. Durante un instante ninguno se movió, entonces se obligó a decir algo.

—No te preocupes por mí —dijo él con voz ronca por el esfuerzo de control—, ya me iba.

—¡No! No te vayas. No quería importunarte —dijo ella casi sin aire.

La advertencia de su madre de esa tarde le vino a la cabeza: «Podría hacérsele daño tan fácilmente, Pedro. Trátala bien». No se le daba muy bien la precaución, pero no era lo bastante temerario para caer en aquella tentación y cruzar la línea de demarcación que los mantenía separados. Cualquiera podía ver que eso sólo conducía al desastre. A ambos.

—Está bien, Paula. Iba a ver a Camila.

Se obligó a seguir hacia delante y pasar tan cerca de ella que pudo sentir el calor de su cuerpo. Su excitante aroma le llenó la nariz y tuvo que apretar los puños en los bolsillos. Mantuvo los ojos fijos en la puerta de la habitación de Camila y siguió andando.

—Disfruta de la paz un poco más y después duerme bien —dijo él.

Lo necesitaría. Sí, era eso en lo que tenía que concentrase, en el análisis de sangre. La larga conversación que tendría con los médicos. Cualquier cosa menos el menudo cuerpo de Paula, cálido y tentador sólo a unos metros.

—Buenas noches —dijo ella con un ligero susurro que le hizo vacilar. Después cuadró los hombros y siguió andando.


Era bastante tarde cuando Paula se despertó con la cabeza pesada. Había dormido toda la noche, pero acosada por sueños perturbadores. Afortunadamente, no podía recordarlos. Pero sospechaba que estaban relacionados con un par de ojos negros. Se tomó el solitario desayuno en un soleado salón mientras otra doncella le explicaba que el kyrios, el señor, estaba ocupado hablando con el médico de su hija. Acabó el desayuno y aprovechó la oportunidad para explorar. Las ventanas francesas de ese lado de la casa daban a una ancha terraza y a una inmaculada pradera. La cruzó sintiendo el calor del sol en la cara, escuchando los cantos de pájaros desconocidos y, en la distancia, el ladrido de un perro. También allí había aromas, provenientes de las brillantes flores que bordeaban el césped, de los frutales de algún sitio cercano e inevitablemente de las olas que podía oír en la distancia. Cerró los ojos y respiró hondo. La invadió una sensación de paz, a lo mejor porque estaba tan lejos de casa y de su vida real. Del dolor y el penoso trabajo de todos los días. Sentía que podía relajarse y disfrutar del momento. Un gorjeo de risas atrajo su atención y abrió los ojos. Al fondo del jardín estaba Camila pedaleando en un triciclo naranja. Tras ella una joven lo bastante cerca como para asegurarse de que mantenía el equilibrio. Paula la vió e, inevitablemente, la niña la miró. No sabía por qué, pero se sintió casi culpable. Como si no debiera estar allí, fuerte y llena de salud cuando una niña tan pequeña estaba luchando por sobrevivir. Como si de alguna manera fuera culpa suya si el trasplante no podía realizarse. Pero era demasiado tarde para escabullirse. La risa se apagó cuando Camila la vió. Dejó de pedalear y puso los pies a ambos lados del triciclo.

A Su Merced: Capítulo 14

Los rayos del sol de la tarde entraban a través de las ventanas panorámicas iluminando lo que hubiera jurado era una sonrisa de diversión en el rostro de él. Seguramente no. No era posible que pudiera darse cuenta de la atroz mezcla de ansiedad y excitación que estaba sintiendo por saber que estaba sola con él. Paula se dirigió a la enorme cristalera que ocupaba una de las paredes. Supuso que sería una carísima obra arquitectónica, pero apenas pensó en ello. Su mente estaba completamente ocupada en el hombre que la estaba mirando.

—Nunca he visto nada igual —dijo ella finalmente—. Es tan moderno, tan único.

«Brillante, Paula. Estoy segura de que estaba deseando escuchar ese incisivo comentario sobre su casa», se dijo. Seguro que el sitio había salido en más de una revista de arquitectura.

—Lo diseñó un amigo —respondió—. Un compañero de colegio. Me conoce y sabe lo que me gusta, así que el trabajo fue sencillo.

Por debajo de ella se extendía una vista verde y plata: un viejo olivar rodeado por un muro de piedra que bajaba por la colina hasta el mar. Más allá brillaba el agua de una cala. Era un paisaje lleno de paz, tentador. Supuso que el sitio habría tenido el mismo aspecto durante cientos de años. Posiblemente miles. No había ninguna otra señal de habitantes a la vista, pero claro, si uno tenía la fortuna de Pedro Alfonso  no querrías compartir aquel pedacito del paraíso con vecinos.

—Es una vista preciosa —la voz de él le llegó justo de detrás y se quedó helada—. ¿Estás segura de que estás bien?

—Sí —se obligó a volverse hacia él, pero no lo miró a los ojos—. Sólo cansada.

—Claro, ha sido un largo viaje. Si me acompañas, te enseñaré tu habitación.

No había nada en su voz para alarmarla, su tono era suave, como si la ardiente mirada que antes había visto en él sólo fuera fruto de su imaginación. Paula echó un vistazo a su rostro. Tenía las mismas líneas de control de su primer encuentro. La velocidad con la que pasaba de la intensidad febril a la helada contención la desequilibraba. Nunca estaría cómoda con ese hombre. El silencio en que recorrieron las lujosas salas era casi opresivo.

—¿Por qué no me dijiste que me parecía a mi prima? —dijo mientras subían por una escalera de mármol.

Fue un alivio romper el silencio. Se encogió de hombros y siguió subiendo las escaleras.

—No tenía importancia.

¿No importaba? Paula se detuvo agarrando la barandilla con una mano. ¿No importaba que se pareciera a su esposa muerta lo bastante como para confundir a su propia hija? Un poco más arriba, él también se detuvo y la miró.

—Debería habértelo dicho, pero, como ya te he explicado, no se me ocurrió que Cami reaccionara como lo hizo. Sólo puedo volver a disculparme.

Paula observó su expresión y se preguntó cómo había reaccionado él la primera vez que la vió. ¿Habría pensado en su esposa muerta? Tenía que haberlo hecho, por supuesto. Enfrentarse cara a cara a alguien que recordaba tanto a una persona a quien se ha amado y perdido debía de ser una impresión terrible.

—Esta bien —mintió.

La reacción de Camila la había afectado. Soltó la barandilla de metal y siguió andando. Llegó a donde él la esperaba con aquella indescifrable expresión.

—¿Nos parecemos tanto? ¿Laura y yo?

No había duda sobre la llamarada de emoción que había en sus ojos por la pregunta. A lo mejor no debería haber preguntado, debería haber respetado su dolor, pero quería saber.

—No —dijo con brusquedad—. A primera vista hay un parecido superficial, pero las diferencias son más profundas.

Saber que era única, no un reflejo de Laura no le resultó tan cómodo como debería. O quizá había sido el modo en que había desechado él el parecido. Supuso que a sus ojos nadie podía compararse con la mujer a la que amaba. Paula suspiró y empezó a subir las escaleras al lado de él. ¿Qué quería, que la mirara y viera a su esposa? ¿Que reaccionara con ella como había hecho con Laura? ¿Como si ella fuera la mujer que amaba? ¡No! Claro que no.

—No se me ocurrió que Cami recordara tan bien a su madre —dijo ella—, pero no sé mucho de niños pequeños. Ha pasado un año desde que...

—Diez meses —dijo él cuando llegaban al final de las escaleras—. Diez meses casi exactos desde el accidente.

Paula se mordió la lengua al escuchar el tono de rabia, de emoción. Deseó acercarse a él y... ¿Y qué? ¿Aliviar su dolor? ¿Quién era ella para calmar el dolor de otro? Apenas podía contener el suyo. No podía siquiera entender lo que debía de ser perder a tu amor, alguien que pensabas que sería tu compañera para toda la vida.

—Cami tiene una foto de su madre en la habitación —dijo él interrumpiendo sus pensamientos—. La puse allí cuando Laura murió, parecía ayudarla cuando la echaba de menos.

Se preguntó si las fotos le habrían ayudado a él a manejar su propia pérdida. Mirándolo pensó que no.

—Ya hemos llegado —dijo de pronto señalando con un gesto una puerta de dos hojas—. Esta es tu habitación. Ya te han deshecho el equipaje —con una sonrisa forzada dijo—. Te dejaré para que descanses y te instales.

A Su Merced: Capítulo 13

Paula se recostó en el asiento y escuchó las explicaciones de Pedro sobre el puerto de Heraclion y algunas de sus historias y tradiciones. Se notaba que realmente amaba el lugar, pero a pesar del entusiasmo por su hogar, notó algún cambio en él. Evitaba su mirada y le hablaba en tono frío y profesional. ¿Habría hecho algo que le había ofendido? No se le ocurría qué. A pesar del largo sueño en el avión, el cambio horario le hacía imaginar cosas. Además, ¿No era más fácil de manejar el Pedro distante que al que había tenido que enfrentarse en Sidney? Se dijo que tenía que alegrarse por el cambio.

Veinte minutos después el coche se detenía junto a una casa moderna. Una casa como nunca había visto Paula. Una sola mirada le confirmó lo que ya sospechaba: ese hombre tenía mucho más dinero del que ella podía soñar. Pedro abrió la puerta del coche y salió corriendo en cuanto se detuvo con los brazos abiertos para abrazar a una niñita. Debía de tener tres o cuatro años, pensó. Se le heló el corazón al notar la palidez de la niña y su cabeza sin pelo debido al tratamiento médico. Su puerta se abrió y al levantar la vista se encontró con la sonrisa de Jorge. «Ahora o nunca», se dijo. Respiró hondo y sacó las piernas del coche ignorando la repentina sensación de agotamiento que experimentó al ponerse de pie. Había sido un largo viaje. Caminó lentamente hacia la casa deseando no interrumpir la reunión familiar.

Hubo una alegre carcajada por parte de la niña en respuesta a un murmullo de Pedro. Después se dieron la vuelta y Paula se detuvo en seco por el cambio que vió en él. Las sombras habían desaparecido de su rostro. Había amor en su mirada mientras abrazaba a la niña. Parecía más joven, más sexy, más vivo. Después su mirada se dirigió a Camila, reparando en lo pequeña y frágil que era. La niña la miró fijamente. Después se revolvió dentro del abrazo de Pedro y le tendió los brazos a ella. Claramente, sin posibilidad de error, la llamó «mamá».  Agradecida, Paula bebió un sorbo de café hirviendo. Estaba demasiado dulce, pero era lo que necesitaba. El café le dió una sensación de calor que contrarrestó el frío que todavía la atenazaba. Oyó el sonido de unos tacones que se alejaban en el vestíbulo. El sonido suave del griego de la madre de Pedro que se marchaba. Por primera vez en su vida deseó tener más habilidad con el idioma. Se había rebelado pronto, rechazando aprender griego en cuanto fue lo bastante mayor como para entender las diferencias entre su madre y su familia de Grecia. Pero en ese momento habría dado cualquier cosa por saber qué decía a Pedro su madre. Y aún más por saber lo que decía su hijo. La señora Alfonso había sido tan acogedora, tan comprensiva con la conmoción que le habían causado las palabras de Camila... pero se iba y la dejaba sola con Pedro y Camila.

El momento en que Camila la había mirado con tanta excitación y la había llamado «mamá»... Paula se estremeció. Se había sentido horrorizada, como si hubiera ocupado el lugar de su prima muerta. Su aturdida mirada había pasado de la niña a Pedro y había visto en el rostro de él un destello de emoción tan fuerte que supo sin ninguna duda que estaba recordando a su esposa. Y ser consciente de ello fue como sentir un cuchillo en el pecho. ¿Por qué no le había dicho que había un gran parecido entre su prima y ella? ¿Le había dado miedo de que no quisiera ir a Grecia? Era imposible escapar. Todo volvía a la familia. La determinación de Pedro para salvar a su hija. El ADN que conectaba a Paula y Camila. El extraordinario parecido con una muerta a la que no había conocido. Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas al pensar en su madre. Cómo le habría gustado volver a contactar con la familia que había dejado atrás. Inevitablemente Paula pensó en su abuelo, recobrándose de su ataque en algún rincón de esa isla, pero su compasión no llegaba tan lejos. El hombre que había repudiado a su madre, para ella estaba en otro planeta. Una sombra moviéndose al fondo del enorme salón atrajo su atención y levantó la vista. Allí estaba Pedro, llenando el hueco de la puerta con sus anchos hombros. Se estremeció y se enderezó en su asiento.

—¿Se ha ido tu madre?

—Así es —dijo y el timbre de su voz fue como lija en los nervios de Paula—. Mis padres viven a unos kilómetros de aquí.

Así que estaban solos. Pedro y ella. ¿Por qué saberlo le provocaba cierta ansiedad? Pedro cruzó el salón y se quedó de pie al lado del sofá donde se sentaba ella. Tuvo la sensación de que él estaba invadiendo su espacio e hizo un gran esfuerzo para no recoger los pies. Supo por el brillo de sus ojos que él se había dado cuenta de su incomodidad.

—Siento —dijo— que tu llegada haya sido tan... difícil. Si hubiese sabido cómo iba a reaccionar Cami al verte, le habría pedido a mi madre que hablara con ella antes de que llegáramos.

Las disculpas eran auténticas y sintió cómo su indignación se desvanecía a pesar de la terrible situación en la que le había puesto. La alegría que había podido ver en el rostro de él cuando tenía a su hija en brazos había desaparecido. Le preocupaba a Paula saber lo que deseaba volver a ver a ese otro Pedro.

—Está bien —murmuró ella—. No ha pasado nada, simplemente la sorpresa.

—Algo más que eso, estoy seguro. Te quedaste blanca cuando Camila te llamó «mamá». Debería...

—Ya está —interrumpió, después se detuvo mientras un horrible pensamiento penetraba en su agotada cabeza—. Se lo has explicado, ¿Verdad? No cree que...

—No. Le he explicado que tu parecido con su madre se debe a que son primas. Camila ya ha entendido que eres una visitante especial que ha cruzado el mundo para verla. Estaba tan excitada cuando se fue a la cama, que estoy sorprendido. No podía esperar para jugar con su largo tiempo perdida prima.

—Pero seguramente... —empezó Paula.

—No te da miedo pasar algo de tiempo con ella, ¿Verdad? —retó—. Es sólo una niña, y está muy sola. A causa del tratamiento, no ha podido relacionarse con otros niños como debería. Y ahora, por razones obvias, siente curiosidad por tí. ¿Es mucho pedir?

—Te iba a decir que, como no voy a estar aquí mucho tiempo, igual era mejor no interferir en su rutina.

Pero era más que eso, pensó Paula. Había algo que hacía que quisiera mantener la distancia con su familia, con Camila y su padre. A lo mejor el deseo supersticioso de no tentar al destino creyendo que realmente iba a poder ayudar a la niña. O el miedo atávico a ocupar el lugar de una mujer muerta aunque sólo fuera un corto espacio de tiempo. Y eso le hizo pensar inmediatamente en Pedro, no en Camila. Lo miró de soslayo y descubrió que él la estaba mirando intensamente. De nuevo sintió esa fuerza que la lanzaba hacia él. Le asustaba esa atracción, ese anhelo. Y no estaba preparada para enfrentarse a ello.

—Estoy seguro de que un cambio de rutina no hará daño a Camila.

Paula se inclinó hacia delante bruscamente y dejó la taza encima de la mesa. Le temblaba la mano. Y el modo en que la miraba exacerbaba el temblor. Se puso de pie de un salto.

—Tienes una casa magnífica —dijo, decidida a llevar la conversación a un terreno sencillo e impersonal.

—Me alegro de que te guste, Paula —incluso su voz era diferente: un zumbido acariciante que resonaba dentro de ella y que le erizaba la piel.

martes, 10 de diciembre de 2019

A Su Merced: Capítulo 12

Paula atravesó las puertas correderas del aeropuerto. Estaba en Creta. Respiró hondo preguntándose cómo el aire de Grecia podía ser igual que el de su casa, pero lo suficientemente distinto como para hacer que se estremeciera de emoción. Se mordió el labio No iba a llorar, ¿Verdad? No era que aquel lugar significara mucho para ella, pero sí había significado para su madre. A pesar de sus dolorosos recuerdos, su madre había sido una optimista. Había planeado llevarla allí. Un viaje de chicas, había dicho dando la lata para que se sacara el pasaporte para el día que tuvieran dinero ahorrado para el viaje. Y, aunque no visitaran a la familia, había muchas cosas que ver en Creta. Parpadeó por la brillante luz. Había planeado sorprender a su madre y comprar los billetes cuando llevara un año trabajando en su profesión. Eso ya no sucedería. Nunca se había sentido tan sola en su vida.

—¿Estás bien? —una mano la agarró del codo y la llevó hacia delante.

Pedro no la había tocado desde la conversación en el parque. Había sido escrupuloso guardando las distancias. Y se había convencido a sí misma de que se había imaginado su respuesta a él. Pero en ese momento era aterradoramente real. Instantáneo. Devastador.

—Estoy bien —dijo sin mirarlo—. A lo mejor un poco cansada.

—Podrás descansar cuando lleguemos a casa —soltó la mano y Paula sintió como si le quitaran un peso del pecho y pudiera respirar normalmente—. Pronto llegaremos y mi casa no está lejos de la costa —dijo haciendo un gesto en dirección a una limusina negra y brillante.

No había esperado menos. Era evidente que había entrado en otro mundo: uno de riqueza y privilegios. Lo sabía desde que había descubierto que Pedro era eldueño de la compañía aérea. ¿Era ése el mundo que su madre había dejado por amor? No sorprendía que Luis Schulz hubiera quedado conmocionado por su elección como marido de una australiano sin un céntimo. Paula caminó despacio hacia la limusina asustada de pronto por lo que la esperaba al final de ese viaje. ¿Cómo iba a estar a la altura de las expectativas de Pedro? ¿Qué pasaba si no servía? Pero no había sido capaz de negarse. Había llegado a estar convencida de que si no hubiera aceptado salir de Sidney, la habría cargado al hombro y se la habría llevado a la fuerza. La fantasía hizo que un escalofrío le recorriera la espalda, pero lo que la había hecho ir había sido la vulnerabilidad que había adivinado tras su obstinada determinación y aire de agresividad.

—Ya estamos —dijo Pedro, haciendo un gesto ante la puerta trasera del coche.

Un joven de uniforme permanecía de pie sonriendo manteniendo la puerta abierta para que pasara. Se escuchó la discreta vibración de un teléfono y Pedro se detuvo frunciendo el ceño ante el número que mostraba la pantalla.

—Discúlpame un momento —dijo—. Es una llamada de casa. Mejor voy a atenderla.

Paula notó la tensión mientras se alejaba, vió el gesto de su boca mientras se llevaba el teléfono al oído. Estaba esperando malas noticias. Paula se detuvo sin poder evitar mirarlo. Después vió cómo se dibujaba una sonrisa en sus labios. Su tierna expresión la dejó sin respiración.

—Camila —dijo él.

Y lo que escuchó en su voz hizo que se volviera hacia el coche y el conductor sintiéndose como una espía. No importaba que la conversación hubiera sido en griego y deprisa, demasiado rápido para que ella la entendiera. Era demasiado personal para inmiscuirse. Pedro levantó la vista para contemplar el cielo azul mientras escuchaba la voz de la niña que le contaba que había visto unos gatitos el día anterior y lo útil que sería tener un gato para mantener los ratones, que no había, a raya. Casi se echó a reír por lo transparente de su estrategia. Había una sonrisa en su rostro mientras le prometía que estaría muy pronto en casa y se despedía de ella. Se dió la vuelta en dirección al coche, ansioso de emprender el camino. Allí estaba Paula, la encarnación de su última esperanza. Apresuró el paso. Ella no estaba en el coche, sino de pie al lado del conductor, Jorge. El chófer había perdido algo de su distancia profesional y estaba cerca de ella gesticulando mientras hablaba.  Mientras Pedro miraba, Paula sonrió, luego se echó a reír, un dulce sonido que acarició sus sentidos. Se detuvo para mirar la expresión del rostro de la joven. La sombra del dolor había desaparecido de su cara y la vio como debía de ser antes de la muerte de su madre. Despreocupada, feliz... increíblemente hermosa. Su vibrante encanto despertaba en él sentimientos hacía tiempo enterrados. Jorge dijo algo y Paula volvió a reír mientras sus ojos le sonreían. Pedro hizo un sonido de desagrado mientras sentía una punzada en el pecho. Incomodidad. Fastidio. ¿Celos? No, eso era imposible. Apenas conocía a esa mujer. No tenía ningún derecho sobre ella, ningún interés en una relación personal. La idea era absurda. Metió el móvil en el bolsillo y se dirigió al coche.

—¿Listos? —dijo en tono brusco.

Jorge inmediatamente volvió a su posición al lado de la puerta. La sonrisa de Paula desapareció y apartó la vista. Pedro sintió algo de desagrado en medio del regocijo por el retorno a casa. ¿Qué más quería? Tenía lo que necesitaba: la oportunidad de salvar a Camila. Eso era lo que importaba. Lo otro, el persistente anhelo, su respuesta física a ella, era desasosegante. Sobre todo para un hombre como él, que no confiaba en nadie. Alguien que había aprendido más a dudar que a confiar, a ser precavido más que impulsivo. Esperó a que Paula entrara en el coche para pasar él y después se sentó en la esquina del ancho asiento trasero. Evitando la mirada de ella, empezó a explicarle lo que se veía desde la limusina. Información detallada y totalmente impersonal. Eso ayudaba a levantar las barreras que se debilitaban cada vez que la miraba, barreras que serían muy útiles los siguientes días.

A Su Merced: Capítulo 11

—Estás dando demasiado por sentado. Sería mejor que fuera a Grecia cuando supiéramos si valgo o no —así tendría tiempo para prepararse para ver a los familiares de su madre.

La mano que la sujetaba del codo tiró de ella contra su cuerpo. La miró a la cara de un modo tan implacable, tan decidido que, por un momento,  Paula dejó de respirar. Pensó que nunca la iba a soltar. Nunca. Pedro miró aquellos ojos de miel y se dijo a sí mismo: «Baja el ritmo, ten paciencia». Y, sobre todo, que ignorara la abrasadora constatación de lo bien que se sentía al tocarla. Al sentir ese cuerpo contra el suyo. Ella estaba sufriendo. Estaba más allá de sus límites por muchas razones, pero se sentía tan bien con ella... Su fresco aroma lo había provocado desde el momento en que se había acercado, despertando sensaciones largo tiempo dormidas. Viejos deseos. Quería... Con cuidado, la soltó y dió un paso atrás poniendo algo de distancia entre ambos. El pecho de Paula se levantaba por la agitada respiración y en su rostro podía ver el reflejo de su propia perplejidad. No. Eso no era lo que quería de ella. Eso no podía ser. Se trataba de lo que Eleni necesitara de ella. Nada podía interponerse en ese objetivo. Nada. Se alejó un poco más y dejó caer los brazos.

—Será más fácil y rápido de este modo —dijo él.

No le contó el temor supersticioso que tenía de que, si dejaba de verla, si se iba de Australia sin ella, la oportunidad de salvar a Camila se escurriría entre sus dedos. Que algo evitaría que Paula fuera a Grecia.

—Podría ir a una clínica aquí, en Sidney...

—Podemos estar en Atenas en un día —interrumpió—. Cuando llame, los médicos te estarán esperando. Podemos hacer el primer análisis al día siguiente —la miró deseando que aceptara y después se obligó a pronunciar las palabras que antes no había dicho—. Es la última oportunidad de mi hija.

Las palabras resonaron entre ellos. Pedro estaba tenso por el esfuerzo de autocontrol. Rompió el contacto visual y miró a lo lejos recordando a su pequeña Camila, tan valiente, tan inocente... ¿Qué había hecho para merecer algo así? ¿Podría entender Paula su necesidad de hacerlo todo ya? ¿Todo lo rápidamente posible? Miró la cara de ella levantada hacia él. La comprensión que vio en ella hubiera roto a un hombre más débil. Sus ojos eran enormes en medio de aquella pálida tez y lo miraban como si pudieran entender lo desesperado que estaba. Allí estaba aquella chica ofreciéndole su comprensión. Y todo el tiempo su cuerpo le hablaba, tentándolo con la promesa de conseguir liberación física. Por un momento estuvo tentado de lanzarse sobre ella y tomar lo que le ofrecía, pero no necesitaba a nadie. Llevaba mucho tiempo solo.

—Lo entiendo —dijo ella— y te prometo que si soy compatible me subiré al primer avión a Atenas.

—¡No!

Eso no era bastante. No podía soportar dejarla tras él. Podían suceder miles de cosas, incluso en una semana, que impidieran que viajara a Grecia.

—No —volvió a decir forzando un tono más normal—. Vendrás ahora. Lo arreglaré todo. Y si —se obligó a decirlo— eres incompatible, no habrás perdido nada. No tendrás que pagar nada, serás mi invitada, por supuesto.

La miró abrir la boca como si fuera a protestar y luego volverla a cerrar.

—Una pequeña escapada de aquí no te hará daño. No tienes compromisos ineludibles, ¿Verdad? —sabía por el investigador que no tenía nada, ni estudios ni trabajo, que hacer.

Lentamente ella negó con la cabeza. El ánimo de Pedro creció como si olfateara la victoria.

—Míralo como unas vacaciones —dijo utilizando el tono grave y persuasivo que empleaba siempre que quería conseguir algo de una mujer.

Ella lo miró y sintió algo muy dentro. Era sólo una joven, como tantas que había conocido. ¿Por qué tenía esa inquietante sensación de que ella podía ver dentro de su alma? ¡Sto Diavolo! A lo mejor la tensión estaba empezando a hacer mella en él.

—Pagaré mi billete —respondió ella.

La práctica le ayudaba a modular su tono y persuadir en lugar de ordenar.

—Vas a Grecia para ayudar a mi hija. Estaré encantado de que te quedes con nosotros —¡Tenía tanto orgullo! Sabía que no podía pagarse el viaje a Atenas, que tendría que pedir un préstamo para el viaje—. No es dinero de los Schulz —añadió—. No le deberás nada a tu abuelo.

Se miraron otro largo rato, después ella asintió una vez.

—De acuerdo. Iré a Grecia. Y rezaré para que el análisis salga como esperas.

Había una profunda tristeza en su voz. Tenía los ojos ensombrecidos y supuso que estaría pensando en su madre, en cómo ella no había podido salvarla. Se acercó un poco y la agarró del codo, le acarició el brazo sabiendo cuánto debía de estar sufriendo. Nunca sabría la subida de adrenalina que sus palabras habían supuesto para él. Aquello iba a funcionar. Iban a salvar a Camila.