martes, 30 de julio de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 4

-¿Quien es usted? —preguntó Paula con voz ronca.

¡No podía ser él! Sobre todo después de haberse convencido de que no quería volverlo a ver. El destino no podía ser tan cruel. Pero un impulso autodestructivo le produjo una punzada de excitación. Hubo un tiempo en que deseó que se pusiera en contacto con ella, que fuera a buscarla, que le dijera que se había equivocado, que le dijera... Pero ya no era tan ingenua para seguir creyendo en semejantes fantasías. ¿Qué quería él? Un presentimiento de peligro le heló la sangre.

-Ya sabes quién soy, Paula.

Su forma de pronunciar su nombre, con aquel acento italiano tan sexy, convirtió la palabra en una caricia que hizo que ella se derritiera por dentro. Siempre había puesto en peligro su autocontrol. Recordó cómo la había convencido para que abandonara todo por lo que había luchado simplemente por el privilegio de estar con él. Había sido una estúpida.

-Por favor, dígame quién es.

No podía ser él. Nunca la hubiera seguido hasta Australia. Lo dejó claro cuando ella se marchó con el rabo entre las piernas. Pero el recuerdo del desconocido del baile, del hombre enmascarado que le había hecho pensar en él, disminuía su incredulidad. ¿Se estaría volviendo loca? Lo veía y lo escuchaba cuando sabía perfectamente que se hallaba instalado en su mundo de amigos ricos, elegantes y aristocráticos, de negocios importantes, sangre azul y glamour, en el que la gente como ella sólo era motivo de breve entretenimiento.

-No finjas que no me conoces, Paula. No tengo tiempo para jueguecitos. Soy Pedro Alfonso.

Paula apretó el auricular entre sus dedos. Se hubiera caído al suelo de no haber estado sentada.

-Pedro...

-Alfonso. Seguro que reconoces el apellido —le dijo con voz cortante como una cuchilla.

¿Que si reconocía el apellido? ¡Si en otro tiempo había tenido la esperanza de que también fuera el suyo! Se le formó una risa histérica en la garganta y se puso la mano en la boca para no soltarla, al tiempo que se concentraba en respirar profundamente. Necesitaba oxígeno. La habitación comenzó a dar vueltas. Un ruido a sus espaldas la devolvió a la realidad y miró hacia abajo como si estuviera a una enorme distancia de allí. El auricular se le había resbalado entre los dedos y había caído en la mesa. Pedro Alfonso: el hombre al que había amado, el que le había partido el corazón. Los últimos empleados le dieron las buenas noches. Paula alzó la mano a modo de despedida. Miró a su alrededor, confusa. Todo estaba preparado para el desfile de moda del día siguiente. Estaba sola... salvo por la voz al otro lado del teléfono. La voz de sus sueños. A tientas, como si fuera a tocar un animal salvaje, estiró la mano hacia el auricular. Lo levantó.

—¿Paula?

-Aquí estoy.

-Nada de juegos. Quiero verte.

Pues peor para él. Hacía tiempo que Paula había dejado de preocuparse de lo que quisiera Pedro Alfonso. Además, no era tan estúpida como para volver a acercársele. Ni siquiera se fiaba de las defensas contra él que tanto le había costado construir, contra un hombre por el que había abandonado su trabajo, todos sus planes e incluso el respeto hacia sí misma.

-No es posible.

-Claro que lo es —le espetó él—. Sólo nos separan doce plantas.

¿Doce plantas? ¿Estaba en Melbourne? ¿En el Landford?

—¿Eras tú el de esta noche en el baile? —si se hubiera sentido menos aturdida, se habría dado cuenta de lo que su tensa voz traslucía. Pero trataba de reponerse del choque y no podía pensar en su orgullo.

Él no contestó. Paula se sintió invadida por una ola de calor. Había sido él quien la había tenido en sus brazos en el salón de baile. ¿Cuántas veces había deseado que la abrazase, a pesar de todo lo que se decía a sí misma sobre olvidar el pasado? ¿La había abrazado y ella no lo había reconocido? Claro que lo había reconocido, a pesar de la nueva colonia, la palidez y la cicatriz. El miedo le cortó la respiración. Lo habían herido. ¿Había sido grave? Recurrió temblorosa a los últimos restos de control que le quedaban.

—¿Qué quieres?

-Ya te lo he dicho —contestó él con impaciencia—. Quiero verte.

Ella no pudo evitar un bufido de incredulidad ante sus palabras. Cómo habían cambiado los tiempos. Finalmente, el orgullo vino en su ayuda.

-Es tarde. He tenido un día muy largo y me voy a casa. No tenemos nada que decirnos.

—¿Estás segura? —su voz parecía estar recorrida por una erótica corriente subterránea.

Paula se incorporó de un salto. Una llama lamía un lugar secreto en su interior, el lugar que estaba frío y vacío desde que él la abandonara. Al darse cuenta, su enfado aumentó. No, no estaba segura, eso era lo peor.

-Estoy en la suite presidencial —prosiguió él al cabo de unos segundos—. Te espero dentro de diez minutos.

-No tienes derecho a darme órdenes —aunque tarde, recuperó el habla.

—¿No quieres verme? —preguntó él en tono de incredulidad.

¿Alguna vez lo había rechazado una mujer? Ella no, desde luego. Había sido como arcilla en sus manos desde el momento en que se enamoró de él.

-Lo pasado, pasado está —en el último momento consiguió no decir su nombre. No quería oírlo de sus propios labios. Le traía demasiados recuerdos.

—Tal vez sea así, pero yo sí quiero verte —su tono dejó claro que no estaba a punto de ponerse de rodillas y pedirle perdón.

Paula se frotó la frente. La idea de que Pedro, niño mimado de la alta sociedad, empresario e italiano cien por cien viril, se arrodillan ante una mujer era absurda.

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