martes, 2 de julio de 2019

Venganza: Capítulo 22

Paula se sentó en el asiento de cuero del coche y trató de calmarse. Desde que le había abierto la puerta a Pedro era como si hubiese pasado de estar en un mundo prosaico a estar en un cuento de hadas. Sólo con verlo la había invadido una profunda llamarada de necesidad y un profundo sentimiento de deseo que la había dejado sin palabras. Cerró los ojos cuando al recordar cómo se había acercado a ella experimentó un inmenso deseo. Casi había esperado que la tomara en sus brazos y la besara como ya había hecho anteriormente, hasta que la razón se desintegrara en una explosión de nuevas sensaciones. Habría querido que lo hiciera. Pero en vez de un beso apasionado, lo que le había dado había sido un beso casto, una forma de saludar que podía emplear un hermano. Abrió los ojos y lo miró de reojo. Incluso cuando fruncía el ceño era el hombre más guapo que había visto nunca. Parecía que estaba desalentado y se preguntó si él también se estaría replanteando todo aquello.

—Dime si te cansas —dijo él abruptamente—. Sólo nos quedaremos en la fiesta el tiempo suficiente para dar la impresión de que somos amantes.

—Estaré bien —murmuró ella. Pero era mentira. No estaba preocupada por perder las fuerzas, ya que se sentía mucho más fuerte que la primera noche que lo conoció.

Lo que le preocupaba era si sería capaz de seguir adelante con aquella farsa. A pesar del vestido, no se podía imaginar que alguien se creyera que Pedro Alfonso se había fijado en ella. Se preguntó si sería capaz de estar al mismo nivel que toda la élite de Sidney. Pero su mayor temor era mucho peor; tenía miedo a que por jugar a aquella farsa se diera cuenta de sus verdaderos sentimientos por Pedro. Tenía miedo a descubrir que, en realidad, en un recoveco de su corazón, deseaba que él y ella se convirtieran en amantes.

Una hora después, Paula estaba asombrada por lo fácil que le había sido hacer aquel papel. Nadie había dejado entrever que le pareciera extraño que ella estuviera con el hombre más poderoso y guapo de la fiesta. Quizá eran demasiado educados para insinuar lo que realmente pensaban... que ella no pertenecía a aquel mundo. Todo lo que había tenido que hacer había sido quedarse de pie a su lado y dejar claro que no tenía ojos para nadie más. ¡Lo que no necesitó de actuación alguna! Cada vez que Pedro se dirigía hacia ella se inquietaba. Bebió un sorbo de champán y sonrió, pero aquella sonrisa se disipó al ver una cara conocida. Tragó suave con fuerza y se quedó helada.  Carlos Wakefield. Se preguntó cómo iría a reaccionar ante su presencia, si la avergonzaría delante de toda aquella gente o si la ignoraría.

—Paula, mírame —dijo Pedro en alto y convincentemente.

—¿Lo has visto? Wakefield...

—Lo sé —Pedro se colocó delante de ella para impedirle ver a nadie más—. No te tienes que poner nerviosa. Wakefield no va a montar ninguna escena. No cuando yo estoy aquí para impedírselo.

Paula deseó tener aquella misma confianza. Hacía unos días lo que más había querido había sido una reunión con Wakefield. Pero en aquel momento, nada más de pensar en ello se ponía enferma. Pedro tomó el vaso que ella sujetaba y lo colocó sobre una mesa cercana.

—Tócame.

—¿Perdona? —Paula pensó que no debía haberlo oído bien.

—Tócame, Paula. Ahora, mientras que nos está mirando —los ojos de Pedro reflejaban el fuego que le ardía por dentro y le dirigió una sensual sonrisa.

Paula tragó saliva, asombrada ante lo genuina que parecía aquella sonrisa y asustada por la inevitable reacción que causó en su cuerpo. Tímidamente le tomó por el brazo. Sin pensarlo se apoyó en él, empapándose en su calor y en su suave aroma masculino, que la había estado volviendo loca durante toda la noche.

—Eso es —la animó él—. Perfecto.

Durante un segundo se quedaron mirando el uno al otro, tras lo cual él la abrazó y la atrajo hacia él. A ella se le cortó la respiración al pensar en las imágenes prohibidas que el simple contacto físico evocaba. Pedro la dirigió hacia las puertas que daban al jardín del ático. Salieron fuera. Hacía una noche cálida. Se detuvieron en un lugar apartado, donde él le acarició las caderas, en un gesto que parecía dejar claro a quien pertenecía. Para ella fue como una marca, fuego puro que le recorrió el cuerpo y el alma, marcándola profundamente. Entre los jazmines que les rodeaban casi no se les veía desde el interior. Pero Wakefield debía haberlos visto salir. ¿Tendría tanta curiosidad como para seguirlos fuera? Obviamente Pedro pensaba que sí. Estaba lo suficientemente cerca de ella para parecer su amante. Y eso era lo que ella tenía que recordar. Que aquello era una actuación. Respiró profundamente, embriagada por el perfume de las flores y miró las espectaculares vistas de la ciudad, luchando por borrar de su mente cualquier sentimiento.

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