martes, 30 de julio de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 3

Sólo una vez en su vida había experimentado sensaciones tan intensas: a los cinco años, cuando su madre lo abandonó por una vida regalada con su amante. Pedro se removió e hizo un gesto negativo con la cabeza para desterrar la borrosa imagen, al tiempo que volvía a ser consciente de que se hallaba en el salón de baile lleno de gente. Sin embargo, la intensa mezcla de emociones le seguía bullendo en el pecho. ¡Madonna mia! No era de extrañar que se sintiera vulnerable con semejantes sentimientos. ¿Quién era esa mujer para hacerle reaccionar de tal manera? Se mezclaron en él la ira y la impaciencia porque una mera casualidad lo hubiera llevado hasta allí, porque podía fácilmente haber evitado aquella oportunidad de saber más. Soltó la silla y sintió la huella pro-funda de la madera en la palma de la mano. La espera había terminado. Tendría las respuestas que buscaba aquella noche.



Paula se sacó un zapato a hurtadillas y movió los dedos de los pies. El baile estaba a punto de acabar. Entonces supervisaría cómo se recogía el salón y se preparaba para el desfile de moda del día siguiente. Suprimió un bostezo. Le dolían todos los huesos y lo único que quería era meterse en la cama. Bordeó la pista de baile para ir a comprobar... Una mano grande, cálida e insistente tomó la suya e hizo que se detuviera. Rápidamente, Paula adoptó una expresión serena para atender al huésped que había sobrepasado los límites al tocarla. Esperaba que no estuviera borracho. Puso una sonrisa profesional y se dió la vuelta. La sonrisa se evaporó. Durante unos instantes, el corazón le dejó de latir mientras miraba al hombre que tenía frente a sí, quien, a diferencia de la mayoría de los presentes, todavía llevaba la máscara. Tenía el pelo castaño y lo llevaba muy corto, por lo que se veía la hermosa forma de la cabeza. La máscara le ocultaba los ojos, pero ella captó un brillo oscuro. La boca era un corte duro sobre la barbilla fuerte y firme. Le miró la barbilla con los ojos como platos. No podía ser...  Él se movió y ella aspiró el leve aroma de una colonia desconocida. El alma se le cayó a los pies. ¡Por supuesto que no era él! Una cicatriz ascendía por la frente del desconocido desde el borde de la máscara. El hombre que ella había conocido era tan hermoso como un joven dios, sin cicatrices. Tenía la tez dorada por las horas al sol, no pálida como la de aquel extraño. Y sin embargo... Sin embargo, en ese momento tuvo el estúpido deseo de que fuera él. Contra toda lógica y la necesidad de protegerse, lo deseó con todas sus fuerzas. Era un hombre alto, mucho más que ella a pesar de que llevaba tacones. Sin duda tan alto como... ¡No! No iba a seguir por ese camino. No iba a seguir jugando a ese lamentable juego.

—¿Qué desea? —le preguntó con voz ronca, más bien como una invitación íntima que como una fría pregunta. Lo maldijo en silencio por haberle hecho perder el control simplemente al recordarle a un hombre y una época que era mejor olvidar—. Creo que me ha confundido con otra persona —dijo en tono cortante, aunque tuvo el cuidado de no mostrar su enfado. Si podía salir de aquello sin alborotos, lo haría.

Paula trató de que le soltara la mano, pero él se la apretó con más fuerza y la trajo hacia sí. Ella dio un traspié, sorprendida por cómo la agarraba. Lo miró a los ojos. Esperaba que hablara de la comida o la música o que le pidiera algún tipo de ayuda. Su silencio la puso nerviosa y su instinto le gritó que tuviera cuidado.

—Tiene que soltarme —alzó la barbilla y deseó poder verle bien los ojos.

Él inclinó la cabeza y ella pensó, aliviada, que probablemente querría algo así como otra botella de vino para la mesa. Iba a preguntárselo cuando alguien la empujó y la lanzó contra el pecho del desconocido. Unas manos grandes la agarraron por los brazos. Frente a ella había un traje muy elegante, la masculina barbilla y un par de hombros que no le pasarían desapercibidos a ninguna mujer. Unos hombros como los de... Se mordió los labios. Aquello tenía que acabar. Otra pareja la empujó y, de pronto, se halló pegada a un cuerpo duro, caliente y fuerte. Se sintió mareada. Se imaginó que percibía cada músculo del cuerpo de él contra el suyo. Por debajo de la cara colonia, un vago aroma a piel masculina le hizo cosquillas en la nariz. El hombre le resultaba demasiado familiar, como si fuera un fantasma de uno de los interminables sueños que la perseguían. Su extraño silencio contribuía a aumentar la sensación de irrealidad. Entonces, una de las manos de él se deslizó por su espalda hasta justo antes de las nalgas. Paula sintió el calor del deseo, una sensación que llevaba siglos sin experimentar. Su cuerpo respondió temblando al masculino encanto del de aquel hombre.

—Tengo que irme. ¡Por favor! —la boca le tembló y, para su consternación, los ojos se le llenaron de lágrimas. Parte de ella deseó locamente sucumbir a la potente masculinidad de él porque le recordaba al hombre que le había enseñado los peligros de la atracción física instantánea. Tenía que salir de allí.


Con una fuerza producto de la desesperación, Paula consiguió separarse y se tambaleó cuando él la soltó de repente. Ella dió un paso vacilante hacia atrás, luego otro, mientras el hombre la miraba con ojos inescrutables y tan inmóvil como un depredador a punto de abalanzarse sobre ella. Se le hizo un nudo en la garganta a causa del pánico. Abrió la boca, pero no pudo articular sonido alguno. Después se dió la vuelta y se abrió paso a ciegas entre la multitud. El salón de baile se hallaba vacío salvo por los empleados que recogían y movían los muebles. Sonó un teléfono y cruzó los dedos para que no hubiera más problemas. Estaba exhausta y aún inquieta por el recuerdo del desconocido,

-Dígame.

-Paula, menos mal que te he encontrado. Reconoció la voz del nuevo empleado del turno de noche en recepción.

—Tienes una llamada urgente —prosiguió él—. Te la paso.

De pronto, todo el cansancio le desapareció. Se le hizo un vacío en el estómago que fue a llenar el miedo. ¿Le había pasado algo a Leo? ¿Estaba enfermo? ¿Había sufrido un accidente? El clic de la conexión telefónica resonó en sus oídos, así como el silencio que siguió.

—¿Qué pasa, Mariana?

Hubo una pausa en la que oyó el eco de su propia respiración. Después surgió una voz aterciopelada.

-Paula.

Sólo una palabra que bastó para que se le erizara todo el vello del cuerpo. Era la voz que la perseguía en sueños, la voz que, a pesar de todo, seguía teniendo el poder de derretirla. Comenzaron a temblarle las piernas y tuvo que sentarse en el borde de la mesa que había a su lado. Se agarró la garganta en un gesto desesperado. ¡No podía ser!

—Tenemos que vernos —dijo la voz del pasado—. Ahora.

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